Estados Unidos, una olla a presión
Para Trump, la economía es una herramienta política, y no de gran calidad
La economía estadounidense avanza a demasiada velocidad por el filo de la navaja. Donald Trump ha hecho de la búsqueda de resultados inmediatos, fulgurantes, el único norte y guía de su política económica. El resultado es el que cabía esperar: el corto plazo está despejado, con una tasa de crecimiento superior al 3% y bajos niveles de desempleo, consecuencia de los programas de rebajas de impuestos, inversión en infraestructuras y coacción a las empresas para que repatríen inversiones y dividendos. Y en esta tesitura favorable, casi exultante, continuará los próximos meses. Pero no se pueden ignorar inpunemente algunas de las leyes de la macroeconomía. El futuro, incluso lo que antes se llamaba futuro inmediato, es bastante menos halagüeño.
Desde una aproximación de manual, la política económica de Trump puede definirse como abrumadoramente procíclica. Cuando ya estaba confirmado un retorno al crecimiento desde el mandato de Obama, Trump insufló más combustible en la caldera aplicando una especie de keynesianismo mutilado y extravagante, basado en el “cuanto más, mejor”. Todo vale con tal de que engorde rápido el crecimiento a corto plazo. Con independencia de lo que el presidente, preso de sus opiniones económicas de andar por casa, entienda sobre los equilibrios que hay que respetar —que es muy poco, al parecer— es evidente que para él la economía es una herramienta política, y no de gran calidad. Sirve para ganar elecciones y, si acaso, para depreciar a sus enemigos políticos, sean liberales o del Partido Republicano.
En resumen, Trump está quemando a velocidad de vértigo la etapa de recuperacíón para cumplir sus faraónicos objetivos antes de que acabe su mandato. Quemar equivale en este caso a agotar todos los márgenes de crecimiento, incluido el efecto inmediato del proteccionismo rampante. Sus decisiones equivalen a una succión masiva de recursos de capital, al margen de cual sea su asignación más eficiente, con el fin de presentarse con oportunidades a una reelección. Desde este punto de vista, es una política económica narcisista, cuya principal motivación —que no explicación— debe de ser de carácter sicológico.
Los mercados (inversores, analistas, economistas, consultores) creen que la consecuencia de esta aceleración del crecimiento tendrá como efecto acercar una próxima recesión. No es baladí que el presidente multiplique las protestas por la política de tipos que sigue la Reserva Federal. Powell se encuentra en la difícil situación de acomodar los tipos a la velocidad a la que Trump está recalentando la economía. No es sólo que el presidente de EE UU esté llamando al mal tiempo de la recesión en su propio país; es que la evolución del dólar está causando un estropicio notable en los flujos de inversión hacia los países emergentes.
A todo esto habría que sumar los efectos perversos, aunque demorados, del proteccionismo. Está por construirse un consenso, pilotado por los organismos económicos internacionales, sobre cuáles serán los efectos del disparate arancelario sobre los costes de la economíoa americana y también sobre el empleo. La cuantificación es difícil de realizar hoy, pero está claro que la balanza exterior resultará afectada por el encarecimiento de los costes de producción implícito en la política arancelaria. La situación de la economía estadounidense es hoy la de una olla con demasiada presión, aunque, eso sí, beneficiada por el hecho de que su financiación exterior está asegurada. Las periódicas convulsiones de Wall Street manifiestan ese carácter contradictorio. La situación inmediata nada tiene que ver con las expectativas.
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