La crisis estira los límites de lo posible
La respuesta monetaria y fiscal ha sido mucho más rápida y contundente que en anteriores recesiones. Son varias las lecciones aprendidas para el futuro
Mario Draghi, el gran artífice de la recuperación europea tras la eterna crisis de la década pasada —la global primero; la de deuda soberana después—, reapareció en escena la semana pasada tras meses entre bastidores. Lo hizo en su tierra, con un doble mensaje potente —los jóvenes primero; la avalancha de deuda pública con la que Europa y el mundo saldr...
Mario Draghi, el gran artífice de la recuperación europea tras la eterna crisis de la década pasada —la global primero; la de deuda soberana después—, reapareció en escena la semana pasada tras meses entre bastidores. Lo hizo en su tierra, con un doble mensaje potente —los jóvenes primero; la avalancha de deuda pública con la que Europa y el mundo saldrá de esta crisis debe, sí o sí, ser destinada a gasto productivo— y una cita de John Maynard Keynes que viene que ni pintada para estos días: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Qué hace usted?”. La pregunta la han respondido, en tiempo récord, Gobiernos y bancos centrales de todo el mundo, que han adaptado el libreto de opciones posibles a unas circunstancias extremas: una pandemia mundial, confinamientos masivos, el mayor hundimiento del PIB en casi un siglo. Si la Gran Recesión sacudió el árbol de la academia económica, esta crisis va camino de modificar paradigmas esculpidos en piedra durante décadas. La primera bola de partido se ha salvado: la recesión será de caballo, pero la depresión económica que muchos temieron en los primeros compases de la pandemia también se puede dar por descartada. Al menos por ahora.
A la crisis aún le queda mucho más que un epílogo: incluso con una rápida mejora de la situación sanitaria —ni que decir tiene que si siguen los rebrotes las cosas irán a peor: no hay más que ver la ralentización del gasto con tarjetas—, la mayoría de países occidentales no recuperará su nivel de PIB hasta, como pronto, 2022 o 2023. Las cicatrices serán profundas, pero a estas alturas la película ya deja algunas lecciones aprendidas de anteriores episodios. Sobre todo en Europa. “Al borde del abismo tomas decisiones que nunca pensaste que ibas a tomar”, subraya Xosé Carlos Arias, catedrático de la Universidad de Vigo. “Esto va a dejar un legado de política económica a largo plazo: el paradigma está cambiando, y está cambiando en serio. Todo lo que ha funcionado y está funcionando es lo contrario de lo que hemos dicho los profesores de Política Económica a los alumnos durante décadas”.
“Se está produciendo un cambio profundo en la economía, uno de esos que solo vemos una vez por generación. (...) La pandemia marca el inicio de una nueva era”, editorializaba el nada sospechoso The Economist en uno de sus números de julio. El giro es de calado: la crisis ha estirado los límites de lo posible (o de lo que hasta ahora se creía posible). En lo fiscal, con un plan europeo que si no es mutualización de deuda se le parece mucho; en lo monetario, con los bancos centrales en su versión más activista para contener los costes de financiación de los Estados cuando más lo necesitan. “Los llamados límites no lo eran. El mundo ha aprendido que hay herramientas y que funcionan”, apunta Ángel Talavera, de la consultora Oxford Economics. “Se está evitando una Gran Depresión: la respuesta de política económica ha sido sorprendentemente buena, muy por encima de las expectativas, y se ha comprendido claramente que el riesgo es pasarse de corto, no de largo”. Ha sido, completa Alicia García Herrero, del think tank Bruegel, “la respuesta fiscal y monetaria más rápida de siempre. Se han roto varios dogmas, y la idea de que la expansión fiscal puede ser menos costosa de lo que pensábamos gracias al financiamiento monetario ha ayudado a probar los límites”.
Tras la Gran Recesión de 2008 y 2009, el Viejo Continente reaccionó tarde en política monetaria y mal en política fiscal: siempre temeroso por la inflación —pronto se vería su error—, Jean-Claude Trichet subió el precio del dinero en abril y en julio de 2011, cuando la crisis de deuda soberana del sur que puso al euro contra las cuerdas ya se estaba cociendo. Tuvo que llegar Draghi para enmendar el error, meses después, a lo grande: con su ya famoso —y manido, por repetido— “haré todo lo que tenga que hacer para salvar el euro”. El Eurobanco esperó hasta 2015 para lanzar una compra masiva de deuda en los mercados (el famoso QE); por aquel entonces, la Fed ya iba por el tercer programa de ese corte. En lo fiscal, el dominio alemán y holandés impedía cualquier cosa que se pareciera a una política verdaderamente contracíclica: aquellos años dejaron en el diccionario económico la “austeridad expansiva” y otros oxímoron similares.
Todo eso es, hoy, agua pasada. Christine Lagarde tardó horas en desdecirse de su pifia inicial —”no estamos aquí para reducir las primas de riesgo”—, en los albores del confinamiento, y desde entonces ha seguido a pies juntillas los pasos de su predecesor. Su firmeza —más compras de deuda, liquidez a espuertas— ha surtido efecto: pese al desplome de doble dígito en el PIB, España e Italia pagan hoy por financiarse lo mismo que antes del virus. “Esta vez tanto las autoridades fiscales como las monetarias se han dado cuenta pronto de que esto es, realmente, un shock global, de que el riesgo moral no es algo que deba preocupar y que tienen que hacer todo lo que sea necesario”, valora Ugo Panizza, del Graduate Institute.
Al otro lado del Atlántico, el presidente de la Reserva Federal estadounidense, Jerome Powell, aprovechó esta semana su intervención en Jackson Hole para flexibilizar su objetivo de inflación —que ya es, vino a decir, una preocupación lejana— y poner el empleo un peldaño por encima en el doble mandato de la Fed: una vuelta de tuerca inimaginable hace solo una década, pero que en la práctica lleva años aplicándose. Hasta algunos bancos centrales de países emergentes, históricamente temerosos —con motivos— de la hiperinflación, se han lanzado esta vez al ruedo de la compra de deuda a gran escala. Una última señal de que los tiempos han cambiado y algunas máximas ya no aplican: pocos guardianes de la ortodoxia a ultranza han alzado la voz.
Pero quizá el gran giro de guion ha sido en política fiscal. Con un republicano en la Casa Blanca, el dinero casi gratis ha convertido a EE UU en adalid del keynesianismo por la vía de los hechos: con un estímulo billonario —con b— a la altura de muy pocos que ha conseguido sostener el ingreso disponible de los hogares durante la cuarentena. El triple dígito de deuda sobre PIB es el nuevo normal en Occidente. Y Kristalina Georgieva, directora gerente del Fondo Monetario —sí, del FMI—, no se cortó un pelo en dejar claro que corren nuevos aires y que las curas de austeridad son cosa del pasado. Al menos, por ahora: el objetivo debe estar en salir de esta crisis con las mínimas cicatrices. “No oirá al FMI decir esto a menudo: gasten. Pero es lo que estamos diciendo a los Gobiernos: gasten tanto cuanto puedan, aunque guarden los recibos, asegúrese de que se rinden cuentas de cómo se usa el dinero”, decía en junio en estas páginas.
En Europa, el terremoto de la pandemia también ha movido cimientos fiscales que se creían fijos. El pacto de estabilidad y crecimiento fue pronto papel mojado. Con el fondo de recuperación, el Viejo Continente ha atravesado el Rubicón de la emisión de mancomunados. Parece de otro siglo aquel “no habrá mutualización de deuda mientras yo viva” en boca de Angela Merkel, hoy una de las patrocinadoras y más firmes defensoras del viraje en la hoja de ruta. Si la década pasada era Alemania quien lideraba el grupo de los halcones, hoy es Holanda —un país importante, pero de mucho menor peso específico— quien ha tratado de torpedear cualquier avance. Con éxito limitado, por ser suaves: ha conseguido recortar el volumen de subsidios, pero no ha logrado torpedearlo, como pretendía. “Esta explosión de la política fiscal está justificada, pero no siempre la forma cómo se gasta el dinero”, dice el economista francés Charles Wyplosz. “Cuando un Gobierno anuncia que aumentará su gasto en miles de millones de euros, todos los grupos de interés usan su enorme influencia para hacerse con su parte del pastel. Hay que poner el foco en la calidad del gasto”. Cuidado, eso sí, con una retirada prematura de los estímulos, alerta Alan Blinder, ex número dos de la Fed y exasesor de la Casa Blanca en tiempos de Bill Clinton.
En paralelo, y a golpe de rescates —solo hay que ver qué ha ocurrido con las mayores aerolíneas europeas—, el punto de equilibrio entre las esferas pública y privada se ha movido. “Hemos aprendido que cuando el sistema de mercado recibe un golpe fuerte, como el del coronavirus, puede implosionar y solo una fuerza externa, como el Estado, puede estabilizarlo. Esto afectará a nuestra visión del equilibrio de poder entre mercados y Gobiernos”, subraya Paul de Grauwe, de la London School of Economics.
Unos cuantos dogmas han saltado por los aires, también en lo laboral: frente a unos EE UU abonados a la destrucción creativa pura y dura, la mayoría de países europeos, con Dinamarca a la cabeza, han lanzado ambiciosos —y onerosos— programas de mantenimiento del empleo para evitar una ruptura del nexo entre trabajadores y empleados que empeore aún más las cosas a medio plazo. Llámense ERTE, furloughs, kurzabeit o chômage partiel, la utilización de estos instrumentos ha evitado un aumento fulgurante del paro. “No se podía hacer hasta que se pudo”, apunta Talavera. “Es remarcable la rapidez con la que los países se han adaptado a este tipo de políticas. No hay ninguna política neutra, todas tienen su parte negativa, pero la alternativa de que el mercado eligiera los ganadores era peor”. Alemania y, en menor medida, España ya han mostrado su disposición a alargar estos esquemas, pero lo más peliagudo llegará en unos meses: cuando haya que desconectar este respirador artificial y evitar el necesario trasvase de trabajadores entre sectores.
Un tránsito de medio siglo
De los años setenta los economistas occidentales salieron con una máxima clara: la inflación era el mayor riesgo que enfrentaban, y prácticamente todo el engranaje de la política económica se concentró en mitigarlo. “Pero el mensaje que emergió de la crisis financiera global y, aún más, de la actual, es que en contextos muy adversos necesitamos una mayor coordinación entre la política fiscal y la política monetaria”, subraya Panizza. “Esto no quiere decir que todo valga, que no haya restricciones presupuestarias y que el gasto público siempre podrá financiarse imprimiendo dinero, como dicen los defensores de la teoría monetaria moderna. Pero sí que, en el corto plazo, la política monetaria puede crear espacio fiscal manteniendo bajos los costes de financiación y ofreciendo un respaldo”.
Si a los bancos centrales no les tiembla el pulso, el riesgo de una crisis financiera no se desbocará. Y, como recordaba recientemente el ex economista jefe del FMI Olivier Blanchard en EL PAÍS, “mientras los intereses sigan siendo manejables, no se requerirá de recortes o aumentos de impuestos disparatados y podremos sobrellevar la deuda que vamos a tener que asumir de aquí al final de la crisis sin tener que hacer locuras después”. Con tipos cero —la Fed acaba de dejar claro que van para largo— y liquidez a mansalva, las aguas seguirán bajando más o menos tranquilas. La gran incógnita es qué ocurrirá después. También las consecuencias de estirar la cuerda de la política económica más allá de los límites que creíamos inamovibles. “Ojo con la aceptación acrítica de los planteamientos radicalmente heterodoxos, porque la economía no puede moverse indefinidamente sobre una bolsa de deuda”, cierra Arias. “Ahora no debe ser la prioridad, pero sí a medio plazo”.