El verdadero desafío de los fondos europeos
Uno de los pocos ejemplos reformadores, aunque declinante, es el Pacto de Toledo
Siempre que un país se enfrenta a una crisis profunda, la comunidad internacional evoca la memoria del Plan Marshall. Haití, Afganistán o Grecia son ejemplos recientes de este fenómeno, como lo es la crisis provocada por la pandemia. Pero lo cierto es que la memoria del Plan Marshall es selectiva e incompleta y pone el acento en la necesidad de financiación para un plan de reconstrucción. Es verdad que el Plan Marshall supuso una importante inyección de recursos, pero su éxito se explica porque vino acompañado de un conjunto de reformas que promovieron la integración económica de los países y aceleraron la emergencia de la Unión Europea.
Toda la evidencia que disponemos, en este sentido, es concluyente. Los recursos externos en sí mismos no son suficientes para progresar. Es más, si no están acompañados de cambios importantes en las reglas del juego pueden tener efectos perversos, pudiendo ser capturados por los actores dominantes del statu quo. Los recursos son efectivos cuando están acompañados por reformas que alteran los incentivos para asignar recursos, remueven barreras, reducen costes para innovar y dan señales de la dirección a seguir.
El caso español no es una excepción a esta historia. Las principales transformaciones de nuestra economía en el último medio siglo han seguido un proceso en el que incentivos externos y voluntades internas se han asociado productivamente para avanzar. Así ocurrió a partir del Plan Estabilización y con las reformas adoptadas posteriormente, apoyadas por una ayuda económica y técnica muy significativa del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. Otro tanto ocurrió con motivo de la integración europea y los fondos estructurales o, más tarde, con las reformas que nos permitieron incorporarnos al euro y aprovechar los fondos de convergencia. De la crisis y el rescate de 2011 quedó la reestructuración de nuestro sistema financiero y la reforma laboral, un bagaje relativamente pobre, dada la magnitud de la Gran Recesión. La historia demuestra también que las llamadas condicionalidades solo operan si se asocian a una visión atractiva de progreso que se asume internamente y permite formar una coalición para el cambio. La convergencia con Europa en nivel de riqueza y protección social ha sido y debería seguir siendo el motor de esta visión para los próximos años.
En estos días asistimos al señalamiento de los sectores que requieren estas reformas y existe relativo consenso en identificar algunas áreas clave: desarrollo del capital humano para fomentar la productividad y la equidad, apoyo a la innovación productiva con el potencial de las nuevas tecnologías y, por supuesto, reformas institucionales para garantizar la eficiencia y la equidad. Es importante subrayar que, cuando hablamos de reformas, nos referimos a procesos de reasignación estructural de recursos que tienen una visión a largo plazo y que, ordinariamente, requieren recursos presupuestarios adicionales. Otra cosa es que deban ser compatibles con una visión de estabilidad presupuestaria a medio plazo.
A diferencia de lo que ocurre con los contenidos, no encontramos propuestas a la misma altura sobre cómo abordar estas reformas. Faltan ideas acerca de qué proceso debería seguirse para lograr los apoyos necesarios que requiere su adopción y puesta en práctica efectiva. Como mi colega Toni Roldán señalaba en Financial Times, hay más bien un cierto escepticismo a la hora de señalar las posibilidades políticas para hacer posibles las reformas, dados los incentivos que dominan el comportamiento político. Si bien esto es objetivamente cierto, se pueden reconocer procesos de éxito en condiciones muy desfavorables. No tenemos más que recordar los Pactos de la Moncloa que cimentaron nuestra transición política o uno de los pocos ejemplos de relativo éxito reformador, aunque declinante, que es el Pacto de Toledo. La educación revela lo contrario: sesgo ideológico y colonización por los intereses del sistema, que conducen a falsas reformas que no resuelven los verdaderos problemas.
Varias observaciones se pueden extraer de esta evidencia. La primera es la necesidad de poner a la misma altura el proceso y el contenido de las reformas. Ponemos excesivo énfasis en los “qués” y dejamos los “cómos” en segundo plano. Sin embargo, la experiencia demuestra su interdependencia y condicionamiento mutuo. No hay buenas reformas que no se puedan poner en práctica, porque revelan un problema básico en su diseño, que es su propia viabilidad. Pensar de este modo nos obliga a aquilatar alcances y objetivos, colocando los obstáculos y los recursos en el camino crítico de la estrategia. Lo que denominamos, en nuestro lenguaje político, como globos sonda pueden ayudar en ese sentido, siempre que el muestreo sea parte de una estrategia.
La segunda observación consiste en preguntarse si los viejos “cómos” de la política española siguen siendo válidos en las actuales circunstancias. Por señalar algunos: la visión de las reformas como actos de fe en la aprobación de leyes independientemente de su capacidad para transformar la realidad, los pactos entre bambalinas alejados de la opinión pública o la interlocución limitada a los mismos actores institucionales, al margen de la actual diversidad económica y social. Tampoco la gestión de la opinión pública es lo suficientemente audaz y proactiva para evitar el secuestro por los intereses mejor organizados.
La tercera tiene que ver con la sobrevaloración de la denominada voluntad política. Una estrategia de reforma requiere, sin duda, un importante liderazgo gubernamental, pero este no debe verse como un cheque en blanco, sino como un capital de trabajo con el que coaligar un amplio espectro de líderes institucionales, sociales y políticos. Los gobiernos necesitan aliados que reduzcan sus costes de liderazgo, fortalezcan su credibilidad y den solidez a las propuestas; los organismos internacionales pueden ser buenos compañeros de viaje y los expertos son imprescindibles para elaborar diagnósticos y propuestas, apoyadas en la evidencia.
Vivimos tiempos de transición económica y geopolítica, que la pandemia ha acelerado. Los recursos europeos son muy valiosos, pero insuficientes para progresar. Miramos a las personas, pero en realidad tenemos un problema de método para realizar las cosas. Innovar en los “cómos” para posibilitar reformas es el principal desafío si nuestro país quiere beneficiarse de los fondos europeos y dar el salto que necesitamos.
Koldo Echebarria, director general de Esade
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