El ejecutivo que de chaval quería ser filósofo
César Alierta convirtió Tabacalera y Telefónica en potencias mundiales
Marzo de 1996. El PP liderado por José María Aznar gana las elecciones generales al tercer intento. Tras formar Gobierno y de la mano de Rodrigo Rato, al que hace superministro de Economía, una de sus primeras decisiones es tomar el control de las empresas públicas. La misión, que tenía programada desde los comicios de 1993, cuando creía que iba a barrer y fracasó estrepitosamente, la consideraba vital porque estaban a mitad de su privatización y su control suponía un poder añadido. Tiró de u...
Marzo de 1996. El PP liderado por José María Aznar gana las elecciones generales al tercer intento. Tras formar Gobierno y de la mano de Rodrigo Rato, al que hace superministro de Economía, una de sus primeras decisiones es tomar el control de las empresas públicas. La misión, que tenía programada desde los comicios de 1993, cuando creía que iba a barrer y fracasó estrepitosamente, la consideraba vital porque estaban a mitad de su privatización y su control suponía un poder añadido. Tiró de una cantera peculiar, llena de gente surgida del mundo de la Bolsa, y de allí surgió el nombre de Cesáreo Alierta Izuel para presidir la tricentenaria Tabacalera. El ejecutivo zaragozano entró, además, en el consejo de administración de Telefónica, lo que sería trascendental en su vida, que acabó con su fallecimiento este principio de 2024 a los 78 años. En agosto de 2020, el verano de la pandemia, tuvo una fuerte crisis cardiaca tras la que llegó a estar en coma inducido y que le dejó secuelas serias.
De chico, César (perdió las dos últimas vocales de su nombre de pila por economía de sílabas) Alierta quería ser filósofo o historiador, pero su madre (Juana Izuel Labad, catedrática de Filosofía) le convenció de que esas materias “mejor para los ratos libres”. Así que se licenció en Derecho por la Universidad de Zaragoza, la ciudad en la que nació en 1945, e hizo un máster en bussiness administration en Columbia (EE UU). Comenzó a trabajar como analista financiero en 1970 en el Banco Urquijo, una entidad repleta de participaciones industriales en la que se habían agrupado más titulados universitarios por metro cuadrado que en ninguna otra. Allí se curtió en las entretelas del mercado bursátil y se hizo corredor de Bolsa.
El proceso modernizador, que revolucionó el sector mientras España se preparaba para entrar en la Comunidad Económica Europea, le llevó a constituir en 1985 DZ Especialista en Soluciones, de la que surgiría Beta Capital, una sociedad de valores que pronto destacó en aquella España del dinero fácil. Hasta el punto de que el financiero barcelonés Javier de la Rosa se fijó en ella para hacerla socia de la entonces todopoderosa Kuwait Investment Office (KIO) y protagonizar más de uno de sus sonados pelotazos. Fue una etapa de la que Alierta nunca quiso acordarse y que, en cierta forma, despachó asumiendo en 1991 la presidencia de la Asociación Española del Mercado de Valores, que dejó cuando le llamaron para presidir Tabacalera.
En esta emblemática compañía se encargó, como tarea inmediata, de abordar su privatización y hacer caja. Alierta sabía poco del mercado tabaquero, pero aplicó el sentido común para modernizar una veterana empresa que sufría de “arteriosclerosis aguda”, según informes que le habían servido sus asesores. En dos años y tras sacar a Bolsa el 52% del capital comenzó a buscar un socio convencido de que en la globalización “si no te mueves, te comen” y de que el mercado del tabaco había tocado techo. Se puso a ello y, tras fracasar en la adquisición de la portuguesa Tabaqueira, alcanzó un acuerdo para formar la sociedad conjunta Corporación Habanos en la Cuba de Fidel Castro, con quien trabó una estrecha relación, puro de por medio.
La sorpresa la dio con la absorción de la francesa Seita, dando lugar a lo que sería Alianza de Tabacos y Distribución (Altadis), con lo que, además del salto de calidad, avanzó en la internacionalización y se convirtió en el tercer grupo tabaquero de Europa. En ese momento, la empresa tenía en marcha su reestructuración, que suponía el cierre de ocho de las 14 fábricas abiertas en territorio español. Fue una cirugía de caballo que puso a los sindicatos y varios gobiernos autonómicos en pie de guerra.
Sustituto de Villalonga
Mientras Alierta hacía sus deberes en Tabacalera-Altadis, el presidente de Telefónica, Juan Villalonga, compañero de pupitre de Aznar en el colegio que este había elevado a tan alta poltrona también en 1996, se aventuraba en operaciones de dudosa rentabilidad que desestabilizaron la sociedad como Terra, Lycos, Endemol o KPN. Tanta osadía acabó siendo la puntilla para que su amigo de la infancia y a la sazón primer ministro tuviera que buscar una solución, muy a su pesar, presionado por el poder económico y algunos prebostes de su propio partido después de haber revalidado la presidencia en 2000 con mayoría absoluta.
La solución se llamaba Alierta, que se había ganado el prestigio como gestor inteligente y de gran agilidad mental, aunque no destacara precisamente por tener un verbo florido. Daba la impresión de que su cabeza privilegiada iba más deprisa que las palabras que se atrancaban en su boca, lo que le llevaba a utilizar varios latiguillos característicos, algo que igualmente le ocurría cuando hablaba en lengua inglesa, aunque fueran (los latiguillos) en español.
Pese a que no era precisamente un apasionado de las telecomunicaciones, su intensa labor en Tabacalera fue fundamental para entrar en la compañía, que precisamente este año cumple su primer centenario. En unas declaraciones de finales de 2018 a Mari Cruz Soriano en TVE reconoció: “Uno de los secretos de mi vida es que me la he pasado hablando del mundo digital y de ser digital y yo no soy digital, porque no me hacía falta, ya lo eran los demás”. Al tiempo, desvelaba que usaba un móvil de primera generación, útil sólo para recibir y enviar llamadas y mensajes, de los que no se pueden localizar y menos manipular a distancia.
Cuando tomó las riendas de la compañía no tardó en aplicar un mandamiento que siempre le gustó predicar: “La clave es rodearse de gente que sea más lista que tú”. Él lo había practicado como hacedor de equipos en Tabacalera con colaboradores como Pablo Isla, que le sustituyó en Altadis y luego fue presidente de Inditex, y Antonio Vázquez, sustituto de Isla y después presidente de IAG e Iberia. Con un estilo de dirección directo y contumaz y de ejecución rápida, otra clave de su política era aceptar las críticas: “Te hacen reflexionar y suelen tener razón; si no recibes críticas, tienes un problema tremendo”.
Expansión internacional de Telefónica
Como consejero de Telefónica había formado parte de la Comisión de Retribuciones del grupo, por lo que no era ajeno a las stocks options (opciones sobre acciones) que importó Villalonga. Era un sistema de remuneración traído de EE UU que hizo ricos a muchos directivos que le acompañaron y que provocó un escándalo para añadir al debe que le llevó a la Audiencia Nacional (Alierta fue llamado como testigo).
El ejecutivo aragonés se tuvo que encargar entonces de enderezar la situación de la empresa. Entre los muchos entuertos que heredó figuraba el que su antecesor había montado contra el grupo PRISA. Con el beneplácito de su mentor, complacido con los ataques a Jesús de Polanco, Villalonga había montado Vía Digital para contrarrestar Canal Satélite Digital, además de denunciar en los tribunales un supuesto mal uso de los fondos depositados por los clientes. Fracasaron (Villalonga y Aznar) en la misión. Alierta, por su parte, entabló buenas relaciones con el editor de EL PAÍS y, entre ambos, propiciaron la fusión de las dos plataformas digitales cuyo destino individual habría sido la quiebra. Con el paso del tiempo se convirtió en un aliado del grupo editorial, en cuyo capital entró Telefónica hasta llegar a ser uno de los accionistas de referencia.
Pero, al mismo tiempo, Alierta imprimió un impulso extraordinario a la expansión internacional de la empresa, que presidió durante 16 años (2000-2016) y a la que convirtió en una de las principales multinacionales del sector de telecomunicaciones en plena transformación de la era analógica a la digital con operaciones como las licencias UMTS, la compra de las filiales de BellSouth en Latinoamérica, de la brasileña Vivo o la británica O2.
En realidad, lo que hizo Alierta fue dar continuidad a una aventura que había iniciado Cándido Velázquez (quien, por cierto, también fue presidente de Tabacalera antes que de Telefónica y cuya labor Alierta reconoció siempre como pionera) en la etapa socialista. La dimensión alcanzada por el grupo requería de una sede acorde y, de ahí, partió la idea de instalarse en el barrio de Las Tablas, en la expansión de Madrid, donde creó un gran complejo (Distrito C) para juntar la numerosa plantilla del grupo y donde la entidad tiene su sanctasanctórum.
Al mismo tiempo que se preocupaba por el crecimiento de la empresa también lo hizo por el desarrollo empresarial ante la inoperancia mostrada por una CEOE que iba a la deriva de la mano de Gerardo Díaz Ferrán. A tal efecto, y junto a Emilio Botín y Leopoldo Rodés, impulsó en 2011 el Consejo Empresarial para la Competitividad (CEC), un selectivo club en el que se integraron docena y media de los presidentes de grandes empresas con el objetivo de apoyar la internacionalización y el crecimiento de la empresa española.
Alierta presidió el CEC durante cuatro años hasta que el organismo perdió sentido al revitalizarse la patronal y acabó desapareciendo en 2016, el mismo año que abandonaba la presidencia de Telefónica con una indemnización y plan de pensiones de más de 50 millones de euros. Le suplió como presidente José María Álvarez-Pallete, que ejercía de consejero delegado, y pasó a presidir la Fundación Telefónica, desde la que se volcó en el programa Pro-Futuro de protección a los niños del Tercer Mundo y a reducir la brecha digital.
Equidistancia política
Alierta, al que molestaba sobremanera que le tacharan de cercano al PP mientras se declaraba devoto de Felipe González y de los políticos que hicieron la Transición, cuidó la equidistancia con el poder político de turno y convivió amigablemente con los tres presidentes del Gobierno que le tocó (Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy). En su galería de fotos, dispersas entre una nutrida biblioteca, guardaba secuencias históricas con la mayor parte de los citados, así como con el ahora rey emérito y el Papa, de los que se sentía agradecido.
En ese encuadre hay que situar los diversos (por sus orígenes) ex altos cargos que fueron recalando en la nómina de Telefónica, que actuaba como una especie de salvavidas de cada naufragio. Ocurrió con Rodrigo Rato cuando este salió rebotado del FMI y antes de que se hiciera cargo de Bankia (con el exvicepresidente compartió empresas y mantuvo negocios conjuntos) y con Eduardo Zaplana, Narcís Serra, Trinidad Jiménez, Javier de Paz... E incluso, con el yerno de Juan Carlos I, Iñaki Urdangarin, al que dio empleo en EE UU. Pero no le fue tan bien con Pedro Sánchez, quien le acusó de orquestar una especie de acoso y derribo utilizando su poder en algunos medios, entre ellos los del grupo PRISA, en su primer asalto a La Moncloa.
Así era este maño de Zaragoza con orígenes en el pequeño pueblo oscense de Villanúa, donde se escapaba con frecuencia y se juntaba con su numerosa familia y amigos. Era el tercero de seis hermanos (tres varones y tres mujeres). Su padre (Cesáreo Alierta Perela) fue alcalde de Zaragoza en la etapa franquista y, antes, presidente del Real Zaragoza (en su mandato se construyó el estadio de La Romareda). Posteriormente, su cuñado Ramón Sainz de Varanda sería elegido, ya en democracia, alcalde de la ciudad por el PSOE. Él se sentía plural: ya en las milicias universitarias, en cuyas guardias solía quedarse dormido, mostró sus veleidades democráticas, que le supusieron la degradación.
Siempre quería ser el primero de la clase, lo que le daba carisma de líder sin pretenderlo. De joven le gustaba pasar la frontera pirenaica, a 23 kilómetros, para ligar con francesas “porque besaban”, tarea complicada en la España de entonces. Aquellos amigos del pueblo, con los que pescaba truchas a mano en el río Aragón cuando eran chavales, le valoraban que nunca hubiera cambiado, que fuera una persona sencilla, afectuosa y receptiva en la que se podía confiar y estaba dispuesta a echar una mano. Apreciación en la que coinciden amigos de después y muchos de los periodistas con los que trató.
Se casó con Ana Cristina Placer, con la que compartió siete años de novios y 43 de casados, hasta su muerte en 2015. Sin hijos, se volcó con su sobrino político Javier Placer, a quien fichó para Telefónica, pero que ya tampoco está en la plantilla. De esa relación parental le persiguió un amargo percance: la condena en 2009 por un delito de abuso de información privilegiada en 1997 a favor de su sobrino en la compra de acciones de Tabacalera poco antes de comprar la firma norteamericana Havatampa, lo que hizo subir el valor de los títulos de aquella. El Tribunal Supremo archivó el caso por prescripción. En los últimos tiempos, antes del infarto de 2020, se le relacionó con Isabel Sartorius, exnovia del actual Rey.
Era un forofo del Zaragoza, club del que se hizo el máximo accionista para devolverle a la primera división con el apoyo de la familia Yarza, propietaria de El Heraldo de Aragón y La Información, entre otros medios informativos. “Una de las razones que tengo para vivir es que el Zaragoza sea un equipo fuerte”, subrayaba con su marcado acento baturro. Sin embargo, su equipo del alma deambula por la segunda división desde hace años. Al menos, disfrutaba recordando el gol de Nayim en aquella final europea de París o la delantera de los cinco magníficos (Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra) que marcó una época de triunfos en los sesenta. Evitaba ir a La Romareda porque “lo pasaba muy mal”, pero siempre estaba atento al televisor o la radio, aunque se encontrara en un funeral.
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