El gran viraje geopolítico de Arabia Saudí: estabilidad regional y acercamiento a China
Riad busca crear un entorno propicio para su transformación económica calmando la relación con Irán y sus socios de la mano de Pekín mientras se aleja de Washington
En un mundo que asiste a una amplia reconfiguración de las relaciones internacionales, Arabía Saudí protagoniza uno de los giros más marcados que se pueda cartografiar. La gran potencia petrolera corrige su rumbo a marchas forzadas tanto en el plano regional como en el global. En el primero, Riad actúa para estabilizar su entorno inmediato, enfriando la confrontación con Irán y sus aliados en busca de un marco tranquilo para desarrollar sus planes de modernización, una transformación económica que la aleje del monocultivo petrolero. En el segundo, reorienta su posición internacional distanciándose de EE UU y afianzando los lazos con China, potencia con creciente influencia en Oriente Próximo y gran cliente de los hidrocarburos saudíes.
Arabia Saudí es un país con capacidades militares limitadas, pero el persistente valor estratégico del petróleo y el gran músculo financiero construido con los beneficios de las exportaciones otorgan a sus movimientos -que en algunos casos son una auténtica inversión de ruta- un significado relevante. Para entenderlos, es preciso fijar la mirada en los antecedentes.
La década pasada fue caracterizada por una escalada de acciones saudíes dirigidas a contrarrestar la influencia de Irán y sus socios en la región. Una breve recopilación de los hechos clave, sin entrar a discutir las causas, muestra amplitud y envergadura de las iniciativas: Riad apoyó en Siria a los rebeldes que luchaban contra Bachar el Asad, lanzó una intervención militar en Yemen contra los Huthis, un embargo contra Catar, rompió relaciones con Teherán y protagonizó la breve detención del exprimer ministro libanés Saad Hariri también en el marco de un pulso contra la República Islámica que en este caso tenía como objetivo último el partido cum militia chií Hezbolá. Las maniobras adquirieron especial intensidad después del ascenso al poder de Mohamed bin Salman, ministro de Defensa desde 2015 y príncipe heredero desde 2017.
Hoy, prácticamente todos esos frentes se hallan en evolución. El fin de semana pasado, en Yedda, se celebró la reintegración de Bachar el Asad en la Liga Árabe y Mohamed bin Salman le recibió hasta efusivamente. Riad maniobra diplomáticamente para terminar su intervención militar en Yemen después de que EE UU retirara su apoyo a la campaña y los Emiratos Árabes Unidos también se desvinculara de la coalición que se había montado con anterioridad. Por otra parte, el Reino del Desierto aflojó hace tiempo en su pretensión de estrangular a Catar con un embargo. Cabe destacar que, en todos estos casos, las partes respaldadas por Teherán -El Asad, Huthis, Catar, Hezbolá- han salido airosas. En marzo, Riad selló con Teherán la reanudación de sus relaciones, un pacto patrocinado por China, sin duda el elemento más importante de todos.
Este episodio es el que conecta de forma más evidente los dos planos -regional y global- en la nueva visión geopolítica saudí. Tras sufrir un ataque con drones a instalaciones petroleras en 2019 que expuso la inquietante vulnerabilidad de su negocio petrolero; tras constatar el cambio de administración en EE UU, desde la de Donald Trump que apoyaba con grandes sonrisas hasta la de Joe Biden, que denunció sin rodeos la actuación saudí en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudí en Estambul y que prima de forma evidente su proyección en el Este Asiático frente a Oriente Próximo; tras observar la resiliencia de sus adversarios regionales y el desgaste de sus ofensivas, Riad ha optado por un giro. Y en ese giro ha contado con Pekín, potencia con gran influencia en la región, y especialmente de cara a Irán.
China tiene una capacidad real de ejercer influencia sobre Teherán porque la República Islámica, sometida a sanciones por parte de Occidente, depende en gran medida del oxígeno económico que le suministre el gigante asiático. Es además el principal cliente del petróleo saudí. Es, por tanto, un garante con cierta credibilidad ante los ojos de Riad que ha dado pues de su mano uno de los pasos más relevantes de su historia reciente.
Al mismo tiempo, Riad ha mantenido una estrecha coordinación con Rusia en el marco de la OPEP+. Las dos grandes potencias exportadoras de crudo han pilotado el cartel con considerable armonía en los últimos años, y Arabia Saudí provocó la ira de Washington cuando, en medio de la crisis energética desatada por la invasión de Ucrania, se negó al aumento de producción que EE UU anhelaba para enfriar los precios.
La relación con EE UU atraviesa una fase de evidente enfriamiento. Sin embargo, no debería subestimarse el profundo lazo militar que une a los dos países. La Defensa de Arabia Saudí consta, sustancialmente, de armas estadounidenses. El Reino del Desierto es el segundo importador mundial de armas detrás de la India, y un 80% de sus compras proceden de EE UU, según datos del Instituto de Estudios Internacionales para la Paz de Estocolmo. Esto representa un enorme condicionante.
Riad, como otras potencias medias en este mundo turbulento, busca maximizar beneficios jugando con independencia en el tablero global. En este marco, busca protagonismo más allá de su ámbito habitual, como quedó evidente al ofrecer un rol mediador en la guerra de Ucrania o al ejercerlo en Sudán. Su objetivo central parece ser constituir un entorno geopolítico que le permita culminar la metamorfosis económica que anhela. Esto requiere estabilidad (en esa perspectiva se inscribe, esta misma semana, la normalización de relaciones con Canadá) y proyección, redes, fluidez. El rumbo está fijado, pero las aguas de un entorno turbulento bien pueden acabar alterándolo.
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