El ocaso de las rentas medias: ¿un mito impreciso?
Acercar nuestra estructura de ingresos a los principales países europeos exige un cambio en las políticas públicas
Un tema habitual en los debates sobre las nuevas relaciones entre el crecimiento económico y la estructura social es la idea generalizada del declive de la clase media. Tal proceso puede tener implicaciones notables en el bienestar social. Una clase media más sólida se asocia positivamente con mayor crecimiento económico, más educación, mejor salud, menor inestabilidad política, mayor modernización social y mejor democracia.
Definir qué es la clase media no es una tarea sencilla y los conceptos tradicionalmente utilizados pueden resultar poco ajustados en un contexto como el actual, con una rápida transformación del mercado de trabajo y de los modos de consumo, junto a cambios también sustanciales en las que pueden ser consideradas como principales necesidades sociales. La idea contemporánea de clase media va más allá de una combinación de ingresos, educación, ocupación y estilos de vida, al deber atender también a otros factores, como el capital humano, la estabilidad de la posición en el mercado de trabajo, la propiedad de la vivienda e, incluso, la participación en la vida cívica y política.
Los economistas, sin embargo, solemos reducir todas estas variables a una única dimensión monetaria. Si bien es cierto que en sociedades en gran medida mercantilizadas la forma de la distribución de ingresos es una referencia central para definir la clase media, la imagen de su adelgazamiento está relacionada con una idea más amplia que la monetaria. Se vincula más a la disminución en las oportunidades de mejora en otras dimensiones del bienestar, como una educación y sanidad de calidad, y a la frustración que pueden sentir personas con ingresos medios al rebajarse sus posibilidades de experimentar movilidad social ascendente.
Analizar, por tanto, la estratificación de la sociedad tomando la renta como única referencia relega a un lugar secundario otras realidades igual o más importantes. Pese a ello, este prisma de análisis puede ofrecer algunas pistas para un mejor diseño de la intervención pública. Si la supuesta pérdida de peso de las rentas medias se prolongara en el tiempo, podría resultar un riesgo para la estabilidad social y la eficiencia económica. Por otra parte, existe una relación muy estrecha entre el tamaño del colectivo con rentas medio-bajas y la magnitud de la desigualdad, reduciéndose esta cuando aquel aumenta. Una pregunta relevante es, por tanto, si los datos confirman la percepción generalizada de una caída de este segmento intermedio.
Si nos fijamos en lo sucedido desde el cambio de siglo, la proporción de población perteneciente al estrato de ingresos medios ha disminuido en la mayoría de los países europeos. No obstante, esta reducción ha sido, en general, modesta, excepto en algunos países nórdicos. En casi todos los casos, la caída del grupo de rentas medias se explica, fundamentalmente, por la mengua del subgrupo con rentas medio-bajas.
Este proceso ha sido paralelo al crecimiento del grupo más vulnerable, sobre todo desde la Gran Recesión, que golpeó severamente a los hogares con menos recursos, y al crecimiento, aunque no en todos los países, del grupo de renta alta. España encaja bien dentro de un posible modelo mediterráneo. La población con rentas medias es menos del 60% del total, un porcentaje alejado del de los países centroeuropeos y nórdicos, donde supera los dos tercios, y las diferencias son todavía mayores en el peso de las rentas medio-bajas. Como ejemplo, en Francia casi cuatro de cada diez personas pertenecen a este último grupo, mientras que en España no llega al 30%. La gran crisis de 2008, en la que una de cada seis personas que integraban la clase media pasó a formar parte del sector con rentas bajas, retrasó drásticamente nuestro proceso de convergencia.
Acercar nuestra estructura de rentas a la de los principales países europeos exige un cambio importante en las políticas públicas. Actualmente, nuestro sistema de impuestos y prestaciones consigue que una de cada tres personas que están en la clase media pueda permanecer en ella, pero son cifras inferiores a las de ese mismo sistema en Francia y Alemania. Es fácil inferir que no solo bastará con un mayor crecimiento económico para converger.
Para que el efecto de la intervención pública sobre las rentas medias sea mayor es necesario aumentar el tamaño de las políticas, pero también revisar su diseño. Los grupos de renta baja y medio-baja suponen más de dos tercios de la población, pero reciben poco más de la mitad del gasto en prestaciones monetarias. Hay que seguir extendiendo la red de protección de los hogares con menos ingresos y, para evitar una sociedad más polarizada, necesitamos delinear políticas que fortalezcan a la clase media, que no puede beneficiarse ni de las ayudas más focalizadas a la población con menos recursos ni tiene el mismo acceso que las rentas altas a las formas privadas de provisión del bienestar.
Finalmente, es importante resaltar que los países con una mayor clase media son aquellos en los que esta se hace más fuerte, sobre todo, gracias al propio funcionamiento de los mercados de trabajo y de capital, más que por la redistribución a través de impuestos y transferencias. La evidencia comparada revela que una provisión suficiente de servicios de bienestar social de calidad, un mayor equilibrio entre la vida laboral y familiar, una amplia protección laboral, extensas medidas activas de empleo y una mayor cobertura de la negociación colectiva contribuyen decisivamente a reforzar el grupo de rentas medias.
El reto, por tanto, es articular medidas de predistribución y redistribución que consigan detener el proceso incipiente de pérdida de peso de las rentas medias. El acierto en su diseño determinará, en buena medida, las posibilidades de seguir avanzando por la senda de la modernización social y económica.
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