Contra la incertidumbre, la frustración y el resentimiento
La política de austeridad rompió el contrato social y fue el arranque del aumento de voto a la extrema derecha
El mundo ha cambiado dramáticamente en esta década de los veinte del siglo XXI. Cuando esperábamos que ocurriese lo inevitable, ha sucedido lo impensado. Lo inevitable era enfrentarnos con los dos retos existenciales que ha dejado la era de certezas exageradas sobre los mercados libres y el capitalismo global: el cambio climático y la pérdida de inclusión social. Lo impensado fue una pandemia universal, el retorno de la guerra al centro de Europa, la vuelta a un mundo inflacionario y la aceleración del cambio tecnológico.
Digo que estos dos retos son existenciales porque el cambio climático destruye las bases físicas (el capital natural) del crecimiento futuro, y porque la pérdida de inclusión amenaza la legitimidad del capitalismo y el apoyo a la democracia. La pérdida de prosperidad compartida que sufrieron muchas ciudades y comunidades locales -coincidiendo con la desindustrialización, la globalización y la destrucción de buenos empleos- ha dejado un reguero de frustración y resentimiento en aquellos a los que el presidente francés Emmanuel Macron describió como “los que se han quedado atrás”. En muchos casos, jóvenes de clases medias aspiracionales que no pueden alcanzar esa condición, que sí lograron sus padres.
Por su lado, los eventos impensados de la pandemia, la guerra, la inflación y la inteligencia artificial son eventos extremos con una gran capacidad para causar cambios permanentes. Son como bisagras de una puerta que nos hace pasar de una habitación a otra de la historia. Una consecuencia de estos eventos extremos es el retorno de la incertidumbre a la vida económica y social; una incertidumbre que actúa como una densa niebla que no permite ver lo que hay más allá, que paraliza y produce miedo.
En una situación similar, en los años veinte del siglo pasado, John M. Keynes otorgó a la incertidumbre un papel esencial para entender la situación de desempleo y resentimiento de aquellos años: “La perspectiva de una guerra en Europa es incierta, o el precio del cobre y el tipo de interés dentro de veinte años son inciertos, o la obsolescencia de una invención es incierta. (…) Sobre estas cuestiones no hay una base científica sobre la cual basar cualquier probabilidad calculable. ¡Simplemente no lo sabemos!”.
La historia nos dice que la combinación de incertidumbre, frustración y resentimiento puede ser un cóctel letal para las democracias. La política, al igual que la naturaleza, tiene horror al vacío. El espacio que dejan las democracias lo ocupan los sistemas totalitarios. Fue también Keynes el que supo ver estas consecuencias políticas: “Los sistemas de Estados autoritarios de hoy parecen resolver el problema del desempleo a expensas de la eficiencia y la libertad. Es cierto que el mundo no tolerará mucho más tiempo el desempleo que se asocia (…) con el individualismo capitalista del presente. Pero con un análisis correcto del problema podría ser posible curar la enfermedad mientras se preserva la eficiencia y la libertad” (cit. en R. Skidelsky, “Qué falla en la economía”, 283).
Las democracias liberales europeas de los años veinte y treinta, en particular la República de Weimar, no supieron curar la enfermedad. El vacío lo llenaron los fascismos. Después del drama de la guerra, los nuevos gobiernos democráticos sí supieron poner una cura a la enfermedad. Con dos medicinas. Por un lado, con la gestión por parte de los gobiernos de la demanda agregada de la economía para mantener niveles de empleo elevados. Por otro, con un contrato social para proteger a la sociedad de la incertidumbre mediante la creación de un nuevo estado social que se responsabilizó de la provisión de nuevos bienes públicos para dar seguridad económica frente a las crisis: educación, sanidad, seguros de paro y de pensiones. En ese contrato social, una de las partes, los sindicatos y los partidos políticos de izquierda, aceptaron por primera vez que el capitalismo democrático podía ser un buen sistema para la creación de riqueza; la otra parte, los partidos políticos conservadores y el mundo empresarial, aceptaron apoyar la creación de un nuevo estado social para repartir mejor esa riqueza. Ese contrato social de la postguerra civilizó y democratizó al capitalismo. A continuación vinieron los “Treinta Gloriosos” en los que se logró conciliar eficiencia, inclusión y libertades.
Ahora, esta nueva era de incertidumbre trae ecos de hace un siglo. Parafraseando a Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima”. Como ha señalado recientemente Martín Wolf, responsable de opinión del influyente Financial Times, y autor de uno de los mejores ensayos sobre la crisis del capitalismo (La crisis del capitalismo democrático, Deusto, 2023), “el fascismo ha cambiado, pero no ha muerto. Los 1920 y 1930 fueron tiempos diferentes, pero el núcleo de actitudes tradicionales persiste” (“Fascim has changed, but it is not dead”, FT, 26.03.2024).
¿Cómo cerrar el paso a los fascismos en este siglo XXI? Es necesario renovar el contrato social, adecuándolo a las condiciones de la economía del siglo XXI. El problema del desempleo aparece de nuevo como una de las cabezas de la Hidra: desempleo, precariedad, temporalidad, subempleo, conciliación, pérdida de dignidad del trabajo, frustración, absentismo. Las lecciones de la gestión de la crisis pandémica son muy útiles. Los Perte en España y el instrumento europeo de apoyo temporal para mitigar los riesgos del desempleo (SURE) fueron esenciales para mantener el empleo. Probablemente hay que ir más allá, con una garantía pública europea de empleo, para que toda persona que queriendo trabajo y estando en condiciones para hacerlo, tenga un empleo de condiciones dignas. En todo caso, hay que evitar lo sucedido en la crisis de 2008. El recorte del gasto en los bienes públicos que protegen contra el paro rompió el contrato social. Fue el punto de arranque del aumento del voto a las formaciones de extrema derecha.
Además, las democracias tienen que proteger a la población de la incertidumbre que provocan las nuevas tecnologías. Los temores de los trabajadores no se refieren tanto a la tecnología digital como a la incertidumbre que rodea su aplicación. Pero las buenas empresas pueden hacer mucho para reducir la incertidumbre. La clave es el diálogo social. Si están bien informados, y hay planes de formación, es más probable que los trabajadores vean el cambio tecnológico como una oportunidad, más que como una amenaza.
El nuevo contrato social tiene otras piezas. Pero, el reto fundamental de las democracias es dar respuesta al cóctel de incertidumbre, frustración y resentimiento. Sólo así se podrá cerrar el paso a los nuevos fascismos.
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