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Tribuna
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La política exterior en las elecciones de EE UU

Sus diseñadores se enfrentan a diario a un complejo y contradictorio conjunto de exigencias y apremios de grupos de presión económicos, ideológicos y políticos

En una elección presidencial, el titular del cargo tiene una ventaja. Los presidentes norteamericanos tienen un mayor poder de iniciativa en la política exterior que en la política nacional. El viaje de Obama a Kabul al cumplirse el primer aniversario de la eliminación de Bin Laden redujo a sus adversarios, si bien temporalmente, al silencio. Los comentarios de estos acerca del asunto del disidente chino Chen sugieren que también ahí les hubiera convenido más guardar silencio. El presidente ha sabido captar y explotar el actual estado de ánimo nacional. La gente, siempre y cuando no tenga que enfrentarse a opciones intelectualmente difíciles o económicamente costosas, se da por satisfecha dejando la política exterior en sus manos. Los republicanos, con el gobernador Romney repitiendo viejos eslóganes como si se tratara de brillantes inspiraciones, han sido incapaces de llevar a cabo un contraataque efectivo.

El presidente busca obtener tanta hegemonía global cuanta el mundo le permita y acepta la resistencia a ello como oportunidades para la negociación. Los republicanos entienden el unilateralismo estadounidense como una herencia sagrada, interpretan las desviaciones de ella en la esfera nacional como si fueran una herejía y el rechazo a su obediencia en el exterior como enemistad. Los dirigentes de la diplomacia, de los servicios de inteligencia y de la milicia de nuestro gobierno, así como los ambiciosos académicos, periodistas y políticos afincados en Washington, adaptan sus carreras a las imperantes ideas del interés nacional, aunque a menudo ajustan esas ideas a la promoción de sus propias carreras. Existe un serio debate, suscitado por espíritus más independientes, acerca del papel del país en un mundo que está cambiando profundamente, pero ese debate sólo llega a un público minoritario, en tanto que la mayoría de los políticos y muchos periodistas carecen de la capacidad intelectual para sumarse a él. El presidente es consciente de que, por su parte, pensar demasiado sobre el tema no sería precisamente una buena baza electoral.

Los republicanos entienden el unilateralismo como una herencia sagrada

La política exterior de Estados Unidos no procede de la seria reflexión de los historiadores o de la sabiduría acumulada por experimentados diplomáticos y políticos. Los diseñadores reales de la política se enfrentan a un público acostumbrado a interpretaciones excesivamente simplificadas del interés nacional. Lo que es más importante, se enfrentan, diariamente, a un complejo y contradictorio conjunto de exigencias y apremios de grupos de presión económicos, ideológicos y políticos. Esos grupos mandan sobre bloques enteros del Congreso, tienen agentes en los aparatos gubernamentales y obtienen favorables descripciones de sus planteamientos en los medios.

Por supuesto, cada grupo necesita de aliados. El ya vetusto de los cubano-americanos, que aún espera la extirpación del comunismo, coopera con los que apoyan incondicionalmente a Israel. Estos, a su vez, cultivan el apoyo a los protestantes fundamentalistas, que creen que la existencia de Israel predice el fin de los tiempos (y, aunque los líderes judíos norteamericanos no lo mencionen, la conversión o la desaparición de los judíos). Los protestantes están conectados con los católicos norteamericanos, más rígidos que ellos, a quienes desagrada el pluralismo moral de la secularidad nacional. Para ambos grupos religiosos, los mayores problemas que tiene el mundo no son la degradación medioambiental, ni la pobreza global, o los conflictos étnicos o religiosos. Sí lo son, por el contrario, las amenazas del aborto y de los derechos de los homosexuales.

Cada uno de esos grupos se adhiere a su vez a los partidarios del unilateralismo estadounidense, fundiendo sus causas en una generalizada intransigencia nacional. Los más refinados defensores de derechos humanos y civiles consideran embarazosa la compañía de terroristas anticastristas, de apologistas de la ocupación de Palestina por Israel y de antifeministas católicas y protestantes, preocupándose por diferenciar el apoyo a los disidentes chinos del imperialismo geopolítico opuesto al resurgimiento nacional de China. Incluso a nosotros, los profesores universitarios, la cacofonía de Washington nos resulta dura de oír. Los ciudadanos comunes y corrientes no la escuchan.

Las exigencias de desregulación y libre comercio del mundo financiero, de la industria manufacturera y del sector de servicios son implacables. Las industrias de armamento y los contratistas de seguridad están obstinados en aumentar el presupuesto del Pentágono. Guiada por keynesianos de lo militar, que al propio tiempo denuncian el “big government”, la ideología del moderno Estado norteamericano no es un modelo de consistencia intelectual.

Muchos ven el imperio como un modo de vida. No creen que haya que cuestionarlo

Consistencia y coherencia no son lo que más le importe al público norteamericano. Está convencido de la omnipresencia de una amenaza islamista (debido al éxito del gobierno en investigar conspiraciones puestas en marcha por la policía). Sin embargo, la guerra de Afganistán no suscita entusiasmo. Por el contrario, la creencia en la existencia de una amenaza nuclear iraní está muy extendida. A pesar de sus profundas reservas acerca de la élite de nuestra política exterior, Israel ha conseguido venderse a sí mismo como una víctima potencial o real. Del mismo modo que un homogéneo e ignorante anticomunismo dominó la mentalidad pública durante la Guerra Fría, hoy se ha generalizado una extraña mezcla de miedo al terror y de ignorante odio al Islam. A menudo China es descrita como un potencial adversario. Con considerable talento y un cinismo aún mayor, como en su pacto con el liderazgo militar, Obama ha aprendido a reconocer esos miedos. Ha intentado actuar tan racionalmente como se lo permite una situación restrictiva. Sus oponentes republicanos han recurrido a formulaciones todavía más vulgares, y Romney ha prometido una movilización total para una guerra total. Queda por ver si se le tomará en serio…

¿Qué representa para Obama el relativo éxito de minimizar la oposición a su calculadamente ambigua diplomacia? Una cosa está clara. Los republicanos son vistos por muchos como bocazas cuyas políticas han conducido a desastres. Sin duda el presidente retratará a Romney como el heredero de Bush. Aparte de eso, la ciudadanía está primordialmente preocupada por la situación económica, y no establece una conexión inmediata entre ella y el mundo existente más allá de nuestras fronteras.

La pasividad de la opinión pública es una prueba evidente de realismo. Desde 1898 hasta ahora, la elaboración de la política exterior de Estados Unidos se ha ido apartando cada vez más del escrutinio público, se ha convertido en una misteriosa artesanía que se practica bajo los estadios llenos de multitudes entusiasmadas. Los ciudadanos comunes y corrientes responden con la resignación. En Berkeley y Princeton los sabios discuten acerca del imperio estadounidense. Sus conciudadanos entienden el imperio como un modo de vida y no ven razón alguna para cuestionarlo. Por eso le permiten a Obama una relativa libertad de actuación. La ciudadanía de Estados Unidos se reserva la moralidad para sí misma, y se espera lo peor de las demás naciones…En un mundo ideal, Obama sería más bien un pedagogo. Mientras tanto, este joven sumamente (cuando no excesivamente) formal, saca provecho de un gran déficit de nuestra democracia.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown.

Traducción de Juan Ramón Azaola

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