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Tribuna
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Un intento de comprender el dilema económico

Me asombra la decisión de Obama de colocar siempre la ayuda financiera a Wall Street por delante del ejemplo keynesiano del New Deal

Si nos atenemos a criterios de libertad política, oportunidades educativas y de trabajo, la mejora de la sanidad y la variedad de las actividades de ocio, el periodo entre 1945 y 1990 fue seguramente el mejor de la historia para Europa occidental, Escandinavia, los países de habla inglesa, Japón y un puñado de países asiáticos más pequeños. Además, el recuerdo reciente de las atrocidades cometidas por nazis y japoneses en la guerra, los bombardeos masivos angloamericanos sobre las ciudades alemanas y los desplazamientos de masas de poblaciones civiles desarmadas a manos de los alemanes y los soviéticos generó un poderoso sentimiento de que jamás debía volver a producirse un comportamiento de ese tipo. Después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, tanto los dirigentes conservadores como los liberales y los socialistas pensaron que era no solo posible sino necesario proporcionar una vida con condiciones económicas decentes y una situación de paz y justicia social.

Por otra parte, en 1945 preocupaba mucho en Europa y Norteamérica el posible papel que iba a desempeñar la Unión Soviética. Los comunistas occidentales y sus compañeros de viaje creían en las afirmaciones soviéticas oficiales de que estaban desarrollando una sociedad “sin clases”, que ofrecía más oportunidades educativas y económicas al conjunto de la población que cualquiera de las sociedades de Occidente, democráticas en lo político pero capitalistas en lo económico. Muchos no comunistas estaban muy agradecidos por la contribución soviética a la derrota de los nazis, pero el Telón de Acero y la estricta censura de las publicaciones en todos los países gobernados por comunistas impedía que los occidentales supieran de verdad cómo era la vida en la Rusia soviética y sus satélites del este de Europa.

Hasta 1980, aproximadamente, los ciudadanos corrientes de Europa occidental y Norteamérica podían sentir un optimismo razonable sobre su nivel de vida, su sanidad y la educación básica y las perspectivas de trabajo de sus hijos. Sin embargo, en las tres décadas siguientes, el fenómeno conocido como “globalización” redujo en gran medida sus oportunidades profesionales. Las máquinas ya estaban sustituyendo a las personas en las fábricas, y los salarios eran más bajos en la mayor parte de Asia, África y Latinoamérica. ¿Por qué una persona no iba a establecer su empresa en un país en el que los costes laborales eran muy inferiores a los de Europa y Estados Unidos? Después de milenios de guerras tribales, religiosas, étnicas y nacionalistas, empezaba a desarrollarse la diversidad y el internacionalismo cultural. Y, al mismo tiempo, la expansión de una economía internacional liberó a los inversores y los directivos empresariales de tener que sentir cualquier responsabilidad personal por las vidas de unos empleados que no eran conciudadanos suyos ni vivían cerca de ellos.

En Estados Unidos, la globalización también hacía más fácil eludir las reglas instauradas por el New Deal para evitar pérdidas en la banca y el mercado de valores tan inmensas como las sufridas en la Gran Depresión de los años treinta. La más importante de esas leyes, aprobada en 1933, era la ley Glass-Steagall (así llamada por los congresistas que la patrocinaron). En 1933, en Estados Unidos, los bancos podían dividirse en dos grandes categorías. Los bancos comerciales, incluidas las sociedades de ahorros y préstamos y las cooperativas de crédito, tenían sobre todo una actividad local. En ellos estaban depositados los ahorros de las familias y las pequeñas y medianas empresas, y prestaban cantidades moderadas de dinero para atender las necesidades del negocio, hacer obras en una vivienda, cubrir los gastos de los Gobiernos locales y servicios públicos. Los banqueros y sus clientes se juntaban en los campos de golf y en diversas celebraciones anuales de sus comunidades. Servían al ciudadano normal.

La  crisis  de los años 2007-2008 fue consecuencia directa de  operaciones arriesgadas y fracasadas

Los bancos de inversiones, concentrados en Wall Street, atendían a las necesidades de las grandes empresas y los ricos que participaban en proyectos nacionales e internacionales. A mediados del siglo XX, sus inversiones estaban vinculadas a las de bancos extranjeros, y tenían mucho menos contacto personal con sus colegas que los empleados de los bancos comerciales que trabajaban en el ámbito local. Durante la segunda mitad del siglo, sus actividades se fueron haciendo cada vez más impersonales hasta llevarse a cabo por internet, en vez del campo de golf, con sumas mucho mayores de dinero en distintas divisas y con los cálculos de créditos y deudas a cargo de ordenadores, en vez de empleados.

En 1933, los banqueros y asesores de inversiones más inteligentes y responsables eran conscientes de que las tareas de los bancos de inversiones eran muy diferentes de las de los bancos comerciales, y los intereses de estos últimos podían ser muy distintos de los de los primeros. Una forma de proteger a las familias y las empresas locales de las posibles repercusiones de acuerdos internacionales peligrosos era separar los bancos de inversiones de los comerciales. La Ley Glass-Steagall consagró esa protección de la banca local tradicional frente a las inversiones que podían tener alto rendimiento (si salían bien) pero eran muy arriesgadas.

Por motivos que, francamente, me dejan perplejo, los principales asesores económicos designados por el recién elegido presidente Obama en 2008 fueron hombres que en 1999 trabajaron para que se aboliera la Ley Glass-Steagall. La abolición permitió que los bancos, sin pedir la opinión a sus clientes, incluyeran parte o todos los ahorros depositados en inversiones más arriesgadas. La terrible crisis financiera de los años 2007-2008, que obligó a los contribuyentes a rescatar, a su pesar, a varios grandes bancos, fue consecuencia directa de esas operaciones arriesgadas, y fracasadas, sin haber consultado antes a los dueños de millones de cuentas de ahorros y préstamos a negocios.

La crisis de 2007-2008, por supuesto, afectó a Europa tanto como a Estados Unidos. Todo el mundo del capitalismo democrático sufrió los estragos causados por una combinación de quiebras de grandes compañías, pequeñas empresas y bancos, la pérdida de millones de hogares porque sus propietarios no podían seguir pagando los plazos mensuales de sus hipotecas y un desempleo elevado y persistente. En ese mundo del capitalismo democrático suele haber dos corrientes generales de pensamiento sobre cómo evitar una depresión o salir de ella: la primera (vinculada sobre todo a Milton Friedman y sus discípulos) propone controlar las sumas de dinero en circulación, los tipos internacionales de cambio del dinero y los niveles de inflación y deflación en las economías nacionales. Y también reducir los impuestos a los empresarios e inversores, a quienes consideran creadores de empleo y, por tanto, guardianes de la prosperidad para la sociedad en su conjunto. La segunda (asociada fundamentalmente a John Maynard Keynes) propone una política concienzuda de aumentar las inversiones públicas para disminuir el paro y mantener una calidad técnica competitiva en periodos de recesión. Y también (y no veo que se toque casi nunca este aspecto en la prensa), pagar impuestos más altos en épocas de prosperidad para evitar el aumento constante del endeudamiento cuando llega la recesión.

Yo soy un profano y nunca presté demasiada atención a la teoría económica hasta el año 2000, pero me asombra la decisión deliberada del presidente Obama de colocar siempre la ayuda financiera a Wall Street por delante del ejemplo keynesiano del New Deal con sus inversiones en obras públicas para combatir el desempleo y, al mismo tiempo, mejorar las infraestructuras técnicas y ofrecer ayuda directa a las personas. Me asombra también, casi en la misma medida, la actitud de las autoridades bancarias europeas, que se niegan a pensar en ningún tipo de enfoque keynesiano porque temen que pueda provocar la inflación. Estudiantes y trabajadores de Irlanda y Grecia, Portugal y España, comprometeos a no gastar vuestro dinero (¿qué dinero?) en frivolidades, y quizá los banqueros piensen que se pueden invertir sumas modestas en la educación pública y la mejora de las infraestructuras como manera de restablecer la esperanza dentro de la Unión Europea.

Gabriel Jackson es historiador norteamericano.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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