El matrimonio más tóxico de Georgetown
Albrecht Muth está a la espera de un juicio por el asesinato de su esposa, Viola Drath Cuando se conocieron, él era becario de un senador y ella, una influyente dama 44 años mayor El caso, que incluye años de abusos y delirios, ha conmocionado a la alta sociedad de Washington
Era imposible perdérselo, excéntrico caballero con aires de melancólico hidalgo, vestido de militar, paseando por Georgetown (Washington DC) cada mañana, puro en boca y fusta en mano. Hacía sus paradas habituales, en Café Milano o Martin’s Tavern. Saludaba a vecinos. Rememoraba sus años en Irak. Y regresaba a su casa, de apariencia modesta, pero que escondía un comedor concurrido por todo tipo de patricios de la nueva Roma imperial norteamericana, que pasaban a verle a él y a su esposa, Viola Drath, 44 años mayor.
A las cenas de la extraña pareja acudieron embajadores de Barack Obama, jueces del Tribunal Supremo e incluso el anterior vicepresidente, Dick Cheney. Hubiera sido la historia de un matrimonio de conveniencia cualquiera, en una ciudad obsesionada por las influencias y el poder, si no fuera porque acabó en homicidio y ese circunspecto militar, Albrecht Muth, de 48 años, se descubriera como una versión de opereta del Gran Gatsby, con sospechas ahora de que sus manos están manchadas de sangre.
Se conocieron en 1982, cuando él no había cumplido los 20 y ella superaba los 60. Drath era una periodista que colaboraba con publicaciones alemanas. Muth, becario en la oficina de un senador. Fascinado por la distinción de la escritora, la invitó a cenar. Tomaron vino, charlaron sobre política, prometieron verse. Entonces aún vivía el primer marido de Viola, Francis, al que todo el mundo llamaba coronel.
En 2002, tras darle otra paliza, él se enamoró de un hombre. La vida abiertamente gay le duró poco y pronto regresó a Viola y la espiral de abusos
El coronel era, de hecho, un veterano de la II Guerra Mundial, y de la ardua batalla de las Ardenas. En la Alemania derrumbada en la posguerra se quedó prendado de la joven Viola, rubia y radiante, dramaturga aficionada al arte. Él necesitaba traductores, y Viola poseía un inglés sin mácula. Se la llevó a Nebraska, donde se hallaba su hogar. Ella, siempre inquieta, comenzó a escribir para revistas alemanas. Languideciendo en las Grandes Llanuras, Viola soñaba con viajar al Este, para cubrir eventos de moda y actualidad en Nueva York. Finalmente, en 1968, el coronel aceptó un alto puesto en una agencia del Gobierno.
En Washington, a Viola se le abrieron las puertas para escribir en revistas y diarios. Acudía a ruedas de prensa, cócteles e inauguraciones. Le apasionaban el arte y la política. Como era casi obligatorio en una dama de su condición, su marido acabó instalándola en Georgetown, en una coqueta casa de color amarillo. En aquel hogar, dirían sus hijos, pasó Viola los mejores momentos de su vida, y aquella casa sería la cárcel y el cadalso en el que, según los fiscales, la asesinaría su segundo marido.
El coronel falleció en 1986. Viola quedó a su suerte, habiendo aprendido a hacer muy pocas cosas aparte de escribir. Sola y desorientada, vio como una salvación la reaparición del joven Muth en su vida. Este volvió a llamarla meses después de la muerte del coronel. Se veían a diario. Tomaban té. Discutían de política. Un día, después de tres años de cortejo, Muth apareció tocado con un esmoquin y con una botella de Moët & Chandon en la mano. Se arrodilló y le pidió que se casara con él.
Desde entonces, Muth, nacido en Alemania, se empeñó, muy a fondo, en frecuentar las élites sociales y políticas de Washington. Su esposa le ayudó en ello. Los contactos que ella había adquirido a través de su difunto marido serían ahora suyos. Muth se pasó dos décadas paseando ideas, que eran más delirios de grandeza que proyectos realistas, por despachos de todo Washington. La única que cogió algo de fuelle fue el llamado Grupo de Personas Eminentes, que fundó en 1999 y cuya pretenciosa labor era asesorar al secretario general de las Naciones Unidas.
La primera paliza de la que se tiene constancia es la de 1992. Entonces Muth fue condenado por abusos a su mujer. Sería solo el primero de muchos altercados. Viola siempre volvía a sus brazos, o al menos a vivir con él, y a discutir de política hasta altas horas, cada uno en una de las camas separadas de su casa de Georgetown.
En algunas ocasiones, la verdad, difícil de encontrar en esta historia rimbombante, salía a relucir en su esplendor. En 2002, después de otra paliza, el marido conoció a un hombre, se enamoró de él y se fue. Aceptó un trabajo en el hotel Embassy Suites de Georgetown, un escaparate de turistas europeos. Le duró poco la vida de feliz hombre abiertamente gay. Pronto regresó a Viola, para volver a caer en la espiral maldita de recepciones y abusos.
En 2006, después de una de las agresiones más graves, en la que llegó a golpearle repetidamente la cabeza contra el suelo, Muth abandonó de nuevo a Viola, parecía que definitivamente, y desapareció del mapa. Reapareció por correo electrónico, enviando sesudos informes con una vistosa data en cada una de sus misivas: “Villa Zarathustra, Sadr City, Irak”. Sostenía Muth que había sido contratado como asesor del líder chiita Muqtada al Sadr, y que tenía en su agenda poner punto y final a la guerra de Irak.
Se hallaba en realidad en Miami, donde trabajó como empleado de un hotel. Su mujer parecía saberlo, como sabía de su homosexualidad, pero era ya adicta a sus delirios. Finalmente, le permitió que regresara a casa en 2008, para iniciar un nuevo ciclo de mentiras y abusos. Muth se volvió aún más excéntrico. Fue entonces cuando se enfundó en el uniforme militar y se hizo pasar por alto oficial del Ejército iraquí.
Muth se volvió cada vez más excéntrico, hasta enfundarse el uniforme de alto oficial del Ejército iraquí, con el que se paseaba por Georgetown
Según la policía, el 11 de agosto de 2011, Muth tuvo una cita con un hombre paquistaní al que conoció en Internet. Quedaron a tomar algo y pasaron por casa de unos amigos. Muth acabó completamente ebrio, tan incapacitado que le tuvieron que dejar a la puerta de su domicilio. A la mañana siguiente fue a dar su rutinario paseo, disfrazado de general iraquí. Al volver, llamó a la policía y notificó que su mujer, de 91 años, se hallaba inconsciente en el baño.
Pronto los forenses determinaron que la muerte no fue natural. El cartílago en el cuello del cadáver estaba fracturado. Tenía una uña rota y heridas en la cabeza. Viola había sido asfixiada y golpeada hasta la muerte. Muth tenía arañazos en la cabeza. La casa se declaró escenario de un crimen. La policía la clausuró. Y Muth durmió unos días en un parque cercano. Hasta entonces había subsistido con una asignación mensual de 1.800 dólares que le había concedido su mujer. Ahora no tenía nada. Se presentaron cargos. Se le ingresó en un hospital psiquiátrico, en el que los médicos le declararon, dado su historial, incapacitado mentalmente para ser juzgado. Y allí se halla ahora, lejos de sus paseos y de sus concurridas cenas, a la espera de un juicio que comenzará entre diciembre y marzo.
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