Criaturas de partido
En España militar es callar y solo el electorado acabará con el bipartidismo
Como en la novela de Stevenson, los partidos políticos parecen haberse convertido en extrañas criaturas duales de esencia cambiante. De día son exquisitas formaciones democráticas, pero de noche se transforman en diabólicos organismos parasitarios dedicados a extraer de lo público beneficios estrictamente privados. ¿Qué son, estructuras representativas imprescindibles o gigantescos calamares chupa-rentas? ¿La luz o la sombra? ¿Jekyll o Hyde?
Son sobre todo lo primero, por descontado, pero esa segunda naturaleza siempre ha estado ahí. Aunque hoy asistimos a un revival del lado oscuro de los partidos, la tesis de fondo —sean las “élites extractivas”, sea “la casta”— no es muy distinta a la Ley de hierro de las oligarquías que Michels formuló hace más de un siglo. El mundo ha cambiado mucho desde entonces, pero esa ley sigue vigente, muy vigente. Y la mejor forma de exponerla es la de siempre, unos buenos ejemplos. Criaturas de partido, en España, no faltan.
Empecemos por Eduardo Madina. En septiembre de 2012, en EL PAÍS, una periodista le hace notar que con nuestro sistema electoral “no a todos los partidos les cuesta lo mismo un escaño, ni mucho menos”. La respuesta de Madina es sorprendente: “En las circunscripciones, sí”, alega.
“Separados pero iguales”, la línea argumental de los teóricos del racismo a los que se enfrentó Martin Luther King. En cada grupo reina la igualdad, entre los grupos hay diferencias. Los negros —letrinas nauseabundas, chabolas miserables, educación vedada— iguales a los negros; los blancos —baños saneados, viviendas confortables, universidades públicas— iguales a los blancos. Para Madina es lo mismo: los madrileños —escaños a 130.000 votos— iguales a los madrileños; los turolenses —escaños a 35.000— iguales a los turolenses. Los votantes de IU —escaños a 400.000 votos— iguales a los votantes de IU; los del PSOE —escaños a 60.000— iguales a los del PSOE. Y aquí paz y después gloria.
Desde la socialdemocracia se pisotea la igualdad y desde el liberalismo se coarta la libertad de otros partidos
Pasemos a otra criatura, Dolores de Cospedal. Quiere reducir el tamaño del Parlamento de Castilla-La Mancha. Les redondeo las cifras. Ahora hay 50 escaños y cinco circunscripciones, por lo que en cada una se eligen 10 escaños. Una elemental regla de tres indica que con el 10% de los votos de una circunscripción ya logras un escaño, pero en realidad ese porcentaje es siempre algo menor, como un 8%. Cospedal pretende dejar el parlamento en 30 escaños, seis por circunscripción. Hagan la regla de tres: ahora el primer escaño exige un 15% de los votos.
¿Y? Es evidente: IU y UPyD, los partidos que más crecen, se van a quedar fuera. Las encuestas les dan, de momento, más de un 7%, pero menos del 15%. Cospedal ha tratado de justificar la canallada aduciendo que hay que recortar gasto. Pero ya dejó a los parlamentarios sin sueldo, luego ese difícilmente puede ser el motivo real de la propuesta.
Observemos: uno, desde la socialdemocracia, pisotea el valor de la igualdad, santo y seña de su ideario; la otra, desde el liberalismo, retuerce la ley para impedir que sus conciudadanos accedan con libertad al ágora democrática. Y todo, claro, mientras las calles hierven de indignación.
¿Cómo se alcanza ese grado de autismo? Recordemos a Nietzsche: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también el abismo mira dentro de ti”. Todo empieza al ingresar en el partido. Afiliarte implica hacer voto de silencio. No puedes criticar a los tuyos: militar es callar.
La conversión ha empezado, porque callar es aislarte. Si en público solo puedes defender las tesis oficiales, a tu alrededor se genera una burbuja que te incomunica. Mecanismos internos —justificarás aquello que defiendes— y externos —te codearás casi en exclusiva con los tuyos— harán que la voz del mundo exterior se quede fuera.
El influjo es imperceptible, pero tenaz. La estructura te transforma. Lo hace por fuera —la corbata, el traje, el dominio de los gestos—, pero sobre todo por dentro: lo que no encaja se ignora, lo que el argumentario reza se defiende, lo demás no existe. Cuanto más arriba, más cambias. Al final del proceso eres una criatura en el sentido etimológico de la expresión: es el partido el que te ha creado. De ahí que en el grupo parlamentario nadie discrepe... ya no son los que miran, sino el abismo mirado.
Esa transmutación es esencial e inevitable. De hecho, bien encauzada resulta imprescindible para articular la representación política, porque los partidos reducen la complejidad y la tornan manejable. Por eso el problema no es que los partidos estén llenos de criaturas de partido, sino más bien lo que los partidos y sus criaturas hacen hoy y ahora entre nosotros. Están fuera de sí: se han extendido donde no debían —la justicia, las cajas, la Administración, etcétera— y se han otorgado a sí mismos sus funciones, sus controles y sus prerrogativas.
Lo que el argumentario reza se defiende y lo demás no existe
Y si para defender el terreno ganado han de sacrificar su propio ideario, lo harán sin inmutarse, como Madina y Cospedal demuestran. Porque en el preciso momento en el que un partido escapa de su espacio —el legislativo— se desnaturaliza. Se transforma. Donde antes había un representante público y democrático surge una criatura perfectamente privada y parasitaria, esto es: antipolítica. Por eso el 15-M y los indignados son en buena medida una reacción política ante un mal previo. Un mal que, precisamente por su apoliticismo, iguala a las formaciones que lo padecen: ahí sí son iguales, en efecto. La antipolítica son los partidos cuando se exceden, no las plazas, ni las mareas, ni la gente cuando protesta.
Hay dos grandes antídotos para que esas criaturas de criaturas que son los partidos vuelvan a su ser: los militantes y los electores. Los primeros les dan forma, los segundos tamaño. Dos derechos fundamentales que exigen la más elemental teoría de la democracia y que aquí en España… en fin. Ni los militantes tienen autoridad frente al aparato ni los electores entera libertad para acabar con el bipartidismo, blindado por el sistema electoral.
¿Qué hacer? Dos iniciativas —el foro +Democracia y el Manifiesto de los cien— apuntan hacia el primer remedio y apuestan por democratizar los partidos. Yo he firmado las dos y desde aquí les animo a hacerlo, pero me temo que carecen de demasiado recorrido. Estamos hablando del reparto del poder, las firmas no van a hacer ni cosquillas. Esto solo se puede cambiar desde abajo, que es desde donde el 15-M, la abstención y la politización ciudadana están activando como nunca antes el segundo antídoto, el fundamental y el verdaderamente perentorio: los electores. Es la vía más eficaz, se llama “democracia” y el bipartidismo se la está ganando a pulso.
Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho y del máster de Derechos Humanos de la Universidad Oberta de Catalunya. Su ensayo Veinte destellos de ilustración electoral (y una página web desesperada) se publicará en breve.
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