Los refugiados de Zaatari, el drama de Siria
Europa tiene que aportar más ayuda a los perjudicados de esta catástrofe irreversible
El impacto de las muertes de inmigrantes en el Mediterráneo —una vez más—, se suma al también masivo crecimiento de refugiados en los países de la región seguramente más convulsa del planeta. Uno de esos países es Jordania, que soporta una carga migratoria que está a años luz de distancia de aquella de la que se quejan los Estados del sur de Europa. Allí, en Jordania, está Zaatari.
Zaatari es un campo de refugiados cerca de la frontera con Siria. Tuvo que ser abierto por el Gobierno jordano en mayo del año pasado ante la avalancha de decenas de miles de personas que huían de una guerra que ya se ha llevado por delante 100.000 seres humanos. El ambiente en el campo es lógicamente contrario a El Asad.
Visité ese campo el martes 24 de septiembre, junto a una delegación de la Asamblea Parlamentaria de la OTAN. Como nos resumió el responsable de Naciones Unidas (ACNUR), Zaatari es la más genuina expresión de la trágica crisis de Siria.
La guerra civil Siria estalló en marzo de 2011. Se inició con la reclamación de libertad para las escuelas en la ciudad de Deraa. Todo un símbolo de quienes más han sido dañados por la profunda diáspora originada por la confrontación militar: los niños.
Se calcula que, de los 22 millones de sirios que forman (o formaban) parte de ese país, 4 millones están desplazados en la propia Siria y 2 millones refugiados (la mitad niños) en Egipto, Líbano, Turquía o Jordania. En este último país hay 600.000 (!) refugiados, 120.000 de ellos en el campo de Zaatari.
Hay allí 64.000 niños; una generación perdida hasta no se sabe cuándo
El horizonte ante ellos es una guerra a la que pueden quedar años. Por eso, a quienes viven en las tiendas de campaña de Naciones Unidas desde hace meses no les dice mucho el procedimiento acordado en Nueva York entre los cinco Estados con derecho a veto en el Consejo de Seguridad sobre la identificación, traslado y destrucción de las armas químicas prohibidas por los tratados sobre Derecho Humanitario. Suceda lo que suceda en Siria, la catástrofe humanitaria es irreversible. No hay más que ver lo que ocurre cada día en Zaatari. Hay allí 64.000 niños, nada menos (nacen 10 cada día de media). De ellos solo 10.000 acuden a recibir clases. El resto es una generación perdida hasta no se sabe cuándo.
En Zaatari, los incidentes de orden público los protagonizan sobre todo estos niños, invadidos por una atmósfera de violencia, a los que no se les puede ofrecer una perspectiva de vida creíble. Se sienten humillados cuando los visitantes los miran con curiosidad o les sacan fotografías, que nos desaconsejaron hacer.
Quienes trabajan en Zaatari reconocen su incapacidad para abordar los innumerables casos de abusos sobre mujeres y niños que se producen indefectiblemente en ese territorio extraño, terrible e inhóspito que es un campo de refugiados.
Todos han dejado cosas importantes en Siria, casas, propiedades, familia, amigos, amores. Difíciles de recuperar. No les es posible creer en la transitoriedad de su estancia en el campo. Quizá por esto algunos tratan de vender las cosas más inverosímiles en las pequeñas tiendas —si se puede llamar así a los tenderetes— que jalonan la calle principal de Zaatari, la cual arranca desde un punto en el que un cartel dice: “Avenue Champs Elysées”.
Nadie tiene la mínima seguridad sobre qué será de él en el futuro, ni siquiera sobre el más inmediato. Según los excelentes representantes de ACNUR, Unicef y otros organismos en la zona, la atención a los refugiados cuesta 30 millones de dólares diarios. Por el momento, solo hay dinero hasta noviembre. Luego, no se sabe. Hay una palabra que define esa situación: insostenible.
Pensar que lo que ocurre en el negro mundo de los desplazados o refugiados nada tiene que ver con nosotros es un error y, además, inútil. Siria está muy cerca. La seguridad y el progreso social y económico son ya indivisibles.
Los europeos no hemos jugado un papel destacado en las negociaciones entre EE UU y Rusia por alcanzar un acuerdo sobre la destrucción de las armas químicas en poder del Estado sirio. Tampoco parece que lo vayamos a jugar en la deseable conferencia de paz Ginebra II, si es que se llega a celebrar (una de las múltiples facciones rebeldes se acaba de descolgar de ella). Y tampoco en el acuerdo regional imprescindible —en un conflicto que está desde su comienzo internacionalizado— entre el bando chií pro-Asad (Irán, Hezbolá, Hamás especialmente) y el bando anti-Asad suní (Arabia Saudí, Catar, Turquía), con Líbano e Irak divididos.
Sin embargo, hay algo en lo que la Unión Europea y sus Estados miembros, entre ellos España, a través del Presupuesto, pueden hacer mucho. Ya lo han hecho, pero de modo insuficiente. Me refiero, claro está, a la ayuda humanitaria y educativa a los refugiados, que es la peor cara del drama sirio. Y me refiero, por supuesto, al campo de Zaatari, que tiene en su entrada un decálogo de prioridades, cuyo primer punto es el agua y cuyo segundo punto es también el agua. Si no hemos podido evitar el desencadenamiento de la guerra de Siria y sus miles de víctimas, y si no podemos aún hacer que finalice, al menos hagamos lo necesario para que a los que han muerto en ese inmenso campo de batalla que son las ciudades no se añadan más por el hambre, la sed y las enfermedades de millones de refugiados, particularmente de los niños y niñas. Esa es la más cruel amenaza sobre la generación perdida de Siria.
Diego López Garrido es diputado socialista y vicepresidente del Grupo Especial Mediterráneo y Medio Oriente de la Asamblea Parlamentaria de la OTAN.
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