El héroe que supo vestir
Tras una ardua competición en la que me he erigido en el único miembro del jurado mis dos candidatos finalistas al héroe más elegante son Lawrence de Arabia y el general Custer. Ahí queda eso. Salvando las distancias de época y personalidad, ¡menudo par de arrogantes narcisistas eran! En fin, no estamos en esta columna para valorar sus (difíciles) rasgos de carácter ni sus hazañas sino su indumentaria y hay que reconocer que los dos tipos tenían estilo, entendiéndolo cada uno a su manera. Si me preguntan por qué los he elegido a ellos dos y no por ejemplo al Barón Rojo, un as en lucir el cuero, a Stanley, con su vestimenta de explorador o a Peary –hay que ver cómo le sentaban las pieles–, les puedo contestar con sinceridad que lo que pasa es que me encantaría vestir a su manera. Por supuesto no siempre eran un modelo a imitar: Lawrence con el uniforme de soldado de la RAF estaba patético y Custer, ridículo durante la Guerra Civil con los uniformes que se inventaba para dar rienda suelta a su chulería. No, mis Lawrence y Custer modélicos son el líder de la revuelta árabe vestido con el traje de Estado Mayor del jerife de La Meca –el disfraz canónico de la película para entendernos–, y el oficial de caballería que se ha customizado el uniforme reglamentario añadiendo la chaqueta buckskin de flecos, esa gran y útil prenda. ¿Se puede imaginar atuendos más sensacionales? No digo yo que estén hoy a la última o que no harían alzar más de una ceja en el Salón Pitti. Pero, ¿no constituyen ambos el pináculo de la elegancia masculina y deberían figurar en el canon eterno de la moda?
La indumentaria árabe sienta bien. Aporta un aire exótico y romántico. Estamos en el mundo de El hijo del caid (ah, Valentino... Rodolfo, no el modisto). El adusto Wilfred Thesiger vistió como nadie el look beduino destacando entre los rashid con los que cruzó las dunas del Territorio Vacío como un gentleman entre lobos. Pero nadie ha vestido de árabe como Lawrence, que resultaba tan improbablemente sublime. Siempre he pensado que los amigos árabes trataron de gastarle una broma –de las suyas, como hacerte montar una camella quisquillosa o meterte en las alforjas la mano cortada de un turco– proporcionándole ese atuendo blanco con cordones de oro, ideal para pasar desapercibido en un raid en el desierto. Sea como fuera, Lawrence se gustaba así y se encontraba cómodo (dos de las cosas que los hombres más valoramos en el vestir). El traje, puro siete pilares de la moda, tenía sus inconvenientes: no sabes muy bien dónde colocarte el revólver, ir al excusado es un suplicio, y como te pille vestido de esa guisa el bey turco de Deraa no te libras con un simple revolcón y unos azotes; yo creo que se casa contigo. Lawrence logró pasar a la historia ataviado como si fuera a un carnaval: lo que yo siempre he soñado.
Asesino gurú
Qué decir de Custer, un hombre con todos los defectos pero adornado con el coraje y una incomparable capacidad para la pose. Hemos de reconocerle, pese a ser un feroz matador de indios, una interesante predisposición al mestizaje en su vestimenta: con las ropas de ante estamos en el universo de El último mohicano y Un hombre llamado caballo (hablaremos en otra ocasión de las osadas polainas de los pieles rojas que hacen inexcusable el taparrabos). Déjenme compartir con ustedes el reciente descubrimiento de que los flecos en las chaquetas de eso, de flecos, no son puramente ornamentales sino que responden a una utilidad: sirven para que el agua resbale por ellos y la prenda permanezca seca más tiempo. Dejemos esta pequeña historia de heroísmo y moda con la imagen del general Custer cabalgando hecho un brazo de mar hacia a su derrota y muerte en Little Big Horn. ¡Qué gran homenaje a su forma de vestir le tributaron luego los sioux y cheyennes dejándolo desnudo!
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