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Tribuna
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Siete llaves para el sepulcro de Felipe V

En 1714 no lucharon España y Cataluña, sino los Borbones contra los Habsburgo

Josep Maria Fradera

Como historiador catalán me parece obligado que nos preguntemos sobre por qué acontecimientos ocurridos en 1714, hace nada menos que 300 años, pueden adquirir una importancia tan desmesurada en la actual coyuntura política catalana. Lo primero que resulta llamativo es que lo que se expresa pluralmente en mi país no coincide en absoluto con el estado mental del resto de españoles, donde la urgencia de cambios en la estructura del Estado no se contempla como necesidad agónica. Esto en sí ya sería motivo de reflexión, pero una reflexión que no tiene respuesta sin introducir un matiz que clarifica el fondo del problema. Es decir, que no estamos discutiendo sobre el pasado remoto, sobre el final de la Guerra de Sucesión; lo que se debate con acritud es el éxito o fracaso de la Transición en un aspecto concreto, la organización territorial del Estado.

No discutimos sobre el cambio dinástico a principios del siglo XVIII, sino sobre la sombra alargada del franquismo en la etapa democrática. Dicho de otra manera: discutimos acerca de las razones por las que las sociedades que creyeron colmar sus expectativas y deseos con el sistema autonómico se sienten hoy poco identificadas con el mismo. De ahí que exista una íntima conexión entre las lecturas del pasado remoto, el diagnóstico sobre el reciente y el debate de hoy; y que es preciso distinguir esos terrenos con la mayor cautela y sofisticación.

¿Cómo leer entonces el significado y la relevancia de 1714, si es que todavía la tiene? No se me ocurre manera mejor de hacerlo que recordando algunas de las constataciones elementales que se desprenden de la mejor bibliografía. En primer lugar, que la Guerra de Sucesión a la Corona española no fue un conflicto entre Cataluña y España —ni entre Cataluña y Castilla—, sino entre dos propuestas dinásticas de alto nivel, la de los Borbones y los Habsburgo, ambas con sus aliados externos y sus partidarios dentro de la Monarquía hispánica. Aparte de rivalizar por el poder en Europa existía, además, el propósito de controlar el enorme legado de las posesiones americanas de los Habsburgo españoles. La estrecha alianza que se formó entre uno de los contendientes y el partido austriacista catalán —a pesar de que en 1701-1702 Felipe V hubiese renovado su pacto con las Constituciones—, así como la endeblez de la alianza internacional en torno al archiduque Carlos, dejó al final a los catalanes en una posición desairada.

En este punto son necesarias dos precisiones: que fue, en primer lugar, toda la vieja Corona de Aragón la que perdió sus Constituciones particulares, un hecho de gran relevancia para sociedades asentadas en tradiciones legales centenarias que les conferían personalidad jurídica. En el caso de Cataluña, además, la Nueva Planta borbónica añadió medidas de innegable carácter represivo, a menudo, brutales. Toda la fanfarria de la modernización del Estado por los Borbones (ahí España solo figura por elevación) es muy ajena a lo que estamos relatando. Aquello fue un puro ejercicio de autoridad brutal, como solía ser en la época. En segundo lugar, el modelo que se impuso —que respetó el derecho civil, el pacto implícito con los partidarios de Felipe V en Cataluña— nada tuvo que ver con la dinámica francesa, donde a pesar de los levantamientos nobiliarios —como la Fronda— y el avance de la centralización administrativa, persistía un complejo equilibrio entre el viejo sistema de representación en Estados y la justicia real parisiense.

No discutimos sobre el cambio dinástico del XVIII sino, en realidad, de la Transición

En aquella coyuntura, lo que estaba en juego era la continuidad de las viejas formas de la Monarquía hispánica como Estado compuesto (en términos de Elliott), basado en gran medida en complejas fórmulas de equilibrio y, por lo general, de respeto escrupuloso a los derechos privativos y los progresos de un Leviatán moderno que empezaba a asomar la cabeza. Lo que sucedió en Cataluña en 1714 tiene sus precedentes en la represión en Portugal para garantizar su plena incorporación a la Monarquía en 1580 o en la fracasada ocupación de los Países Bajos, así como en el episodio igualmente fallido del conde duque de Olivares de 1640. La tradición de los Austrias se veía dominada por dos pulsiones: la de sumar y conservar territorios y la de afirmar la supremacía del poder monárquico sobre los cuerpos particulares. Ambos desarrollos estuvieron muy presentes tanto en el reino de Francia como en el Imperio de los Habsburgo vieneses.

Por lo demás, si el ejemplo de lo sucedido en Cataluña ha tenido relevancia posterior es porque supone el punto de partida exitoso del modelo de gobierno militar (y fiscal, en segundo e inexorable plano). Esta creciente militarización de la Administración, con su sistema de capitanías generales, fue exportada unas décadas después a América durante las llamadas reformas borbónicas para recolonizar aquellas sociedades, por motivaciones fiscales, con absoluto desprecio de la jurisprudencia tradicional y los derechos de ciudades y minorías criollas, lo cual acabaría alimentando el proceso independentista.

Se entiende, en definitiva, que en el momento de la gran crisis del largo siglo XVIII los americanos clamaran por otra forma de Gobierno y que, al no ser escuchados, se acabaran marchando. Como se entiende que la nueva Constitución de 1812 aboliera por inservible toda la legislación anterior; y que los liberales sinceros de matriz cultural castellana abominasen de los Austrias y exaltasen a los comuneros, así como los catalanes abominaron de los Borbones y exaltaron —y exaltan hoy— a los austracistas derrotados de 1714.

Josep M. Fradera es catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

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