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Tribuna
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Parlamento y politización europea

Más democracia y combatir los populismos son los desafíos urgentes

Hace tiempo la Unión Europea se asociaba a complicados procedimientos burocráticos, adobados con un anodino consenso. Europa sólo interesaba a sus élites. Una suerte de despotismo ilustrado, versión posmoderna, que la crisis ha derrumbado. Ha nacido un genuino espacio político europeo. Se habla mal con frecuencia de Europa, pero al menos se habla de ella. ¿Cómo afectará esta politización a las elecciones al Parlamento Europeo?

La participación ha bajado desde las primeras elecciones en 1979. Solamente un 43% de europeos se acercó a votar en 2009; un 44% en España. La paradoja es que, conforme el Parlamento ha ido aumentando su musculatura, no ha convencido al ciudadano sobre su relevancia. Ahora podría hacerlo si toma impulso la emergente politización europea.

Antes de la crisis, la UE no tenía competencias sobre asuntos fundamentales para el elector medio. Era una especie de supra Estado regulador, cuyas decisiones producían resultados positivos para la mayoría, que consentía callada. La sanidad, la educación, las pensiones o los impuestos quedaban al margen de los tentáculos bruselenses. De ahí que las elecciones europeas no hayan interesado más ni tampoco definido ejes claros entre izquierda y derecha, sin los que la movilización es complicada. Como antídoto, los partidos han sido expertos en nacionalizarlas.

La crisis ha obligado a Europa a adentrarse en terrenos pantanosos. La amenaza sobre el euro ha provocado la puesta en marcha de una unión económica, con implicaciones para las políticas fiscales de los Estados miembros. El mejor ejemplo de la penetración de la UE en asuntos vitales para el elector medio lo representan los rescates de Grecia, Irlanda, Portugal, y Chipre y, en menor medida, España.

Los partidos han sido expertos en nacionalizar las elecciones

La Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y FMI) y sus memorándum de entendimiento han implicado recortes del gasto público, subidas tributarias, despidos de funcionarios y reformas laborales, afectando los pilares del estado social. El ciudadano ha aprendido que “los hombres de negro” son muy influyentes en su día a día.

Para el ciudadano del norte de Europa también se ha hecho evidente la creciente influencia que la UE juega en su vida, que ya no sólo se dedica a la agricultura o el mercado común. La puesta en marcha de los rescates le ha obligado a librar fondos extraordinarios para inyectar dinero en los países bajo tutela.

Si para el ciudadano del sur la solidaridad ha sido inexistente o sujeta a sacrificios desorbitados, para el prestamista medio del norte ha sido excesiva e incluso inmerecida. La politización de Europa ha tenido como resultante una espiral de desconfianza mutua entre el norte y el sur, con una tensión renacionalizadora de fondo.

El Parlamento Europeo ha quedado marginado en este proceso. Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo, ha afirmado que “la diferencia entre el Parlamento y quienes toman las verdaderas decisiones es muy clara para los ciudadanos”. Un comentario arrogante que revela el momento crítico que vive la democracia europea.

El alma intergubernamental de la Unión, el Consejo, ha arroyado a su par comunitaria, el Parlamento Europeo y la Comisión. El Tratado de Lisboa consolidó al Parlamento como una institución fuerte, pero sus poderes se han evaporado en la respuesta a la crisis. El progresivo vacío legitimador de los parlamentos nacionales no se ha visto compensado en el europeo, lo que ha agudizado el tradicional déficit democrático en la Unión.

La Eurocámara ha celebrado multitud de debates sobre la crisis con buenas ideas y mejores intenciones, incluida abundante retórica contra la nociva austeridad. Pero las decisiones clave sobre Europa las ha tomado el Consejo (líderes nacionales bajo el liderazgo alemán) y Mario Draghi, presidente del BCE. La austeridad ha campado a sus anchas.

Es frecuente la queja de que el Parlamento no sale suficientemente en los medios, mientras las reuniones del Consejo han acaparado abundantes portadas. La épica de “salvar Europa al borde del abismo” tiene más interés mediático que una regulación estricta de la publicidad del tabaco o la corrección al alza de un marco presupuestario.

Europa es especialista en traducir el miedo en impulso político. El Tratado de Maastricht de 1993 es hijo del temor a una reunificada Alemania. Los avances en la gobernanza europea responden al shock financiero desatado en 2008. Tenemos a la vista un nuevo miedo: el populismo eurófobo. Los populistas pueden ganar en Francia, Reino Unido, Países Bajos y Dinamarca. Y obtener extraordinarios resultados en otros países.

Los europeístas tienen la oportunidad de llenar de emociones la defensa de un proyecto al que un día llamaron sueño, pero que por una inercia humana han dado por descontado y se ha desgastado. El cielo gris de Bruselas ha producido zonas oscuras en las que los populistas prenden llamas de falsas esperanzas. Una narrativa tejida inteligentemente para combatirlos, con propuestas claras para que el Parlamento sea el núcleo legitimador de la democracia europea y tome “las verdaderas decisiones”, podría dotar de épica estas elecciones. El combate populista que continuará en la nueva Eurocámara podría hacer el resto para consolidarla. Sería una forma de salvar Europa fortaleciendo su democracia.

Carlos Carnicero Urabayen es politólogo, máster en Relaciones Internacionales de la UE por la London School of Economics y en Paz y Seguridad Internacional por el King’s College London.

www.huffingtonpost.com/carlos-carnicero-urabayen

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