El hombre más buscado
Dicen que era frío, prudente, calculador y bueno con las armas. El escritor traza una semblanza de El Chapo Guzmán
Metro sesenta y seis. Es lo que mide El Chapo Guzmán de alto. Cuando se pone botas, crece un poco, pero como le gustan las zapatillas, casi siempre conserva su estatura. Poco escribo sobre él porque cada vez que lo hago siento como si me estuvieran acribillando la casa. Como si un comando del cartel de Sinaloa se presentara en mi estudio y amenazara con levantarme, desaparecerme y dejarme encobijado en la falda de algún cerro cercano. Mejor lo dejo en paz. Eso no quiere decir que de vez en cuando no piense en él, en su lugar 67 en la lista de Forbes, en su imagen en el penal de Puente Grande en Jalisco, de donde escapó en enero de 2001, en cómo controla la DEA y el Gobierno; también lo veo sentado en una silla en la sierra, a veinte metros del templete donde unos niños bailan folclor para celebrar la construcción de su escuela que él tuvo a bien financiar.
Joaquín Guzmán Loera nació en 1954 en Santiago de los Caballeros, un pequeño pueblo que se alza en un reducido valle donde sus habitantes sonríen cuando se les pregunta por él, pero no informan un pelo porque es muy malo para la salud. Se inició con los capos famosos de los setenta: Miguel Ángel Gallardo y Caro Quintero, y en los ochenta empezó su ascenso. Dicen que era frío, prudente, calculador. Paciente para oír opiniones y responsable a la hora de ejecutar sus órdenes. Bueno con las armas, sobre todo con el Kaláshnikov. Su fama creció cuando fue detenido en Guatemala en 1993 y se catapultó con su fuga: según unos, en el carro de la ropa sucia; según otros, caminando tranquilamente ante unos custodios que lo despedían con gestos de amistad. Dicen que le costó un kilo de oro. Un poco más de tres millones de euros.
Al Chapo le encantan las mujeres, son su debilidad, asegura Alejandro Almazán, un escritor mexicano que lo ha estudiado de cerca y ha publicado una novela con el capo de personaje; le agrada conducir autos deportivos, pero con legalidad; hasta en California le han otorgado licencia para ello; la carne asada y los mariscos le fascinan, a tal grado que con frecuencia cierra restaurantes en Culiacán donde paga la cuenta de los comensales que resisten asustados que les recojan sus celulares mismos que les devuelven al final. Prefiere la cerveza y el whisky, disfruta el poder como pocos y, claro, el fino arte de ser ubicuo, ese que lo mantiene en algún lugar entre San Francisco (California) y Honduras. A Joaquín Guzmán Loera le han compuesto suficientes corridos como para cubrir la programación de un día en la radio. Es el jefe de jefes. Maneja un imperio de más de mil millones de dólares que ha extendido sus operaciones a Europa y Oceanía. Dicen que quiere ser el hombre más rico del mundo. Aseguran también que no lo atrapan porque reparte dinero a manos llenas.
¿Cómo se vive cuando alguien como él está en los noticieros, en las conversaciones, y es un patrón para la juventud que quiere triunfar? No es fácil, los caudillos infractores provocan emociones elementales y generan creencias que es peligroso comprobar. ¿Que su madre es una mujer humilde y generosa que va de compras a la tienda de la esquina? Es posible. ¿Que cuando mataron a su hijo Edgar, de 22 años, en 2008, decidió que no se vengaría? Si así ocurrió, fue una decisión apropiada. ¿Que ahora mismo discute con representantes del Gobierno el fin de la guerra contra la delincuencia organizada? Qué bueno. Guzmán es un referente, se dice que defiende su territorio como pocos, que no permite la extorsión y el robo a las familias, que protege su región. Se dice, y hay una parte de mexicanos que lo creen a pie juntillas y trabajan tranquilos, y otra que anda con el Jesús en la boca.
Debo parar, alguien ha disparado sobre nuestra puerta y saltado la chapa. Gritos. Pasos recios en la escalera. Voces. Abro la ventana. Adiós. Ahí nos vimos.
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