El éxito de la marca de las tiendas vacías
Nadie conoce a su responsable. Su ropa apenas se encuentra en establecimientos. Y sin embargo, la marca Supreme cumple dos décadas de éxito imparable
De todas las marcas de ropa que existen en el mundo, solo una puede protagonizar a la vez un artículo en el New Yorker y un capítulo de Mi extraña adicción, el programa que se emitía en el difunto canal Xplora y en el que aparece gente que es adicta a practicar sexo con su coche, a comer piedras o a beber esmalte de uñas. Quien ha logrado semejante combinación es Supreme, la firma de ropa urbana que acaba de cumplir 20 años como objeto de un culto que no tiene nada de casual.
El programa de Mi extraña adicción dedicado a la firma todavía no ha visto la luz, pero se sabe que lo protagoniza un tipo de 23 años llamado Brennan Walter, que ha tuneado su coche para que luzca el logo rojiblanco de Supreme, no se acuesta con su mujer a no ser que ella se vista de la marca de arriba abajo y tiene tatuado en sus pantorrillas diez productos de la casa, “porque no me cabían 50”.
La idea era crear ediciones limitadísimas de cada prenda para que la demanda superase a la oferta y cada camiseta fuera objeto de deseo
Aunque un poco extremo, Walter es representativo del público que consume Supreme. Un británico emigrado a Nueva York, James Jebbia, fundó la marca en 1994. Jebbia conocía bien el mundo del skate y su parafernalia tras trabajar en Stussy y Union y sabía que había un target entregado, obsesivo y dispuesto a gastar un porcentaje absurdo de su sueldo en ropa, siempre que ésta sea la ropa adecuada. De hecho, en la web High Snobiety, dedicada a la ropa urbana de gama alta, existe un foro perpetuo dedicado sólo a la marca y en la que los acólitos (llamarles clientes sería poco) calculan lo que ganan y cuántas prendas Supreme pueden comprar al mes después de haber pagado sus impuestos y el alquiler.
La idea de Jebbia era crear ediciones limitadísimas de cada prenda para que la demanda superase ampliamente a la oferta, y convertir cada camiseta, cada tabla, en un objeto de deseo. Con el logo, ya dejó sus intenciones claras. Era icónico, fácilmente reconocible…y un plagio. De nivel, pero plagio. Se “basó” en los cuadros de la artista conceptual Barbara Kruger que, durante años mantuvo el silencio sobre esta apropiación que no le ha reportado un solo dólar, pero el año pasado declaró a la web Complex que los de Supreme eran “una ridícula pandilla de tíos nada cool”.
Con cada nueva colección, se forman colas a las puertas de sus tiendas y las prendas se agotan en minutos y empieza la guerra de precios en Internet
Posteriormente, la marca ha mantenido ese flirteo con el arte contemporáneo, creando piezas en colaboración con Damien Hirst, George Condo, Jeff Koons y Takashi Murakami, entre otros. Las tablas de skate que Murakami creó para la marca se venden ahora por unos 3.000 dólares. En 2010, un solo monopatín con los puntos de colores característicos de Hirst se vendió en una subasta por 7.500 dólares. Supreme también ha colaborado con artistas como Larry Clark o Terry Richardson, con raperos como Odd Future o Tyler the Creator y con otras marcas, tipo Nike, Vans, Clarks, The North Face y Comme des Garçons.
Cada vez que sale a la venta una nueva colección de la marca, pasa lo mismo que con las colaboraciones estelares de H&M: se forman colas a las puertas de sus tiendas (sólo las hay en Nueva York, Los Ángeles, Londres y cuatro ciudades japonesas) y, a los pocos minutos de empezar la venta física, las prendas se agotan y empieza la escalada de precios en internet. De hecho, el artículo del New Yorker se centraba en uno de los individuos que viven exclusivamente de revender Supreme. Pagan unos 50 dólares a chavales para que hagan cola, compran tantos productos como sea posible (sin llamar demasiado la atención) y las revenden, en este caso en una tienducha de localización secreta del Chinatown de Manhattan a la que van chicos de todo el mundo a tocar, y, si pueden, comprar gorras de 600 euros.
Un clásico de Supreme es tomar un logo conocido y reapropiárselo. Algunas empresas reclaman lo que es suyo pero la mayoría entra en el juego. No interesa llevarles a juicio por 200 tristes camisetas
Al menos, allí pueden tocarlas. Cuando se abrió la primera tienda Supreme en 1994 en el Soho de Nueva York, se hizo famosa por dos cosas: se podía entrar directamente patinando y los dependientes eran tan desagradables que perseguían a los clientes amenazándoles con que no pusieran sus sucias manos sobre el género. También hacían, y siguen haciendo, comentarios despectivos sobre algunas adquisiciones si no las consideran suficientemente molonas.
Como los cronuts o el famoso McRib, el sándwich de costilla de cerdo que McDonald’s solo sirve durante unos días al año, sin avisar y solo en algunos establecimientos, el sistema Supreme se basa en el truco capitalista de la “escasez artificial”. Claro que McDonalds podría servir costillas todo el año y Supreme producir 50.000 camisetas más, pero entonces se perdería la magia. En el caso de la marca de ropa, además, las tiradas limitadas cumplen otra labor: a las empresas que citan, casi siempre sin copyright, no les interesa llevarles a juicio por 200 tristes camisetas. Un clásico de Supreme, por ejemplo, es tomar un logo conocido y reapropiárselo sustituyendo el texto pero manteniendo el diseño. Algunas empresas reclaman lo que es suyo pero la mayoría entra en el juego, quizá esperando algo de cool-por-contagio.
Curiosamente, la empresa no tuvo una actitud tan hippy y copyleft cuando le tocó estar en el otro lado. Leah McSweeney, la creadora de la marca Married to the Mob, creó una serie de camisetas con el logo “Supreme bitch”, en blanco sobre rojo. Jebbia llevó a McSweeney a los tribunales reclamándole 250.000 dólares. Finalmente ambas partes llegaron a un acuerdo externo: McSweeney podía seguir usando las palabras “Supreme bitch” pero no en la tipografía Futura Heavy Oblique, la característica de la marca…y del arte de Barbara Kruger.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.