Cañas 'andalusischen' en Viena
Cómo unos publicistas, una hermana y unos amigos sorprendieron a un español inmigrante recreando su bar favorito
En el barrio griego de Viena apenas quedan griegos ya, así que hasta las iglesias ortodoxas han ido cerrando, en un primitivo y postrero parpadeo. Incluso restaurantes helenos de toda la vida, regentados por cocineros descendientes de los epicúreos, ahora se llaman Bodeguita El Pulpo, por señalar un caso con el dedo, flagrantemente. Si te pierdes bien por la zona, entre callejuelas que se estrechan hasta convertirse en terminaciones nerviosas, y en última instancia átomos, es posible que acabes en el Pedregalejo, antiguo barrio de pescadores de Málaga. Se trata de un desafío a la lógica y a la geografía, pero los publicistas contratados por La Casera se ocupan de hacer que lo imposible se cumpla. De hecho, estamos a sábado, hace un calor casi andaluz y el equipo de rodaje empieza a levantar el chiringuito Los cuñao en una plazoleta de la calle Hafnersteig. Es una reproducción del local malagueño original.
A veces, cuando vives lejos de tu país, echas de menos cosas tan simples como el vermú en tu bar de siempre servido por tu camarero de todos los días, al que a veces llamas papá. Puesto que la verosimilitud descansa en el detalle, la productora se ha traído a Austria la caseta, la tabla con los precios, el tinto de verano, las sardinas y hasta la leña para asarlas. No así el fuego. "No hemos obtenido los permisos para encender la parrilla", lamentan. Fuera de eso, a veinte metros se encuentra precisamente la Bodeguita El Pulpo y sus spanische spezialitäten, de modo que nadie pasará ganas de sardinas al espeto, ni de tinto de verano, ni de gaseosa. Como en tu bar.
Falta hora y media para que ajeno a todo, caminando como si tal cosa, aparezca por una punta de la calle Alejandro Martín, Ale. Todo este despliegue es por él. Naturalmente, Ale todavía no sabe nada: ni que Málaga está a la vuelta de la esquina, ni que bajo el toldo del chiringuito lo esperan su hermana, sus tíos, sus primos y sus viejos amigos. Hace meses que no los ve. Todos han viajado a Viena celadamente, casi arrastrándose por el suelo, para no despertar sospechas. "Se va a cagar la perra", pronostica uno de sus colegas, frotándose las manos. Pero ¿quién es Ale? "Ale es mi niño", explica su tía Remedios, que te va contando que el chaval (Málaga, 1985) es ingeniero de aguas y desde hace dos años trabaja en Austria, a donde llegó desde Suecia, a cuyo país, a su vez, recaló con una beca Erasmus. Es la historia de la juventud española, resumida en un solo joven. "Trabajó de camarero, de repartidor, de todo menos de lo suyo, hasta que surgió la ocasión de emigrar a Viena. Y además toca el violín y la guitarra", añade Remedios para acabar de poner las cosas en su sitio.
Falta una hora y cuarto. El sol cae a 25 grados centígrados. Luis Monroy, director creativo de la campaña con la que La Casera pretende unir lo que está lejos, entra en la Bodeguita El Pulpo, pide cinco cervezas y regresa a la calle. Da rodeos en silencio, como los peripatéticos aristotélicos, mirándose los pies. Intercambia bromas con el regidor, con el responsable de fotografía, con los camarógrafos, con el que pase a su lado. Cada uno tiene su propia forma de ponerse serio. Si le preguntas cómo hemos acabado aquí, improvisando un recodo de Málaga en otro país, te explica que a veces, para hacer feliz a una persona, solo hay que ofrecerle una barra de bar, tres amigos y un tema de conversación, aunque sea anodino. Es decir, "un momento". Viena lo tiene todo. "Trabajo, buenos salarios, calidad de vida, seguridad, todo lo que puedas imaginar, menos algunos ‘momentos’, esas insignificancias que computan en la felicidad diaria si has vivido toda tu vida en Málaga". Monroy te pide que pienses "en el aperitivo, las vistas a la playa, los amigos, la tranquilidad de un sábado, y todo en un solo instante. Bien, pues esa es la experiencia que nosotros vamos a crear para Ale", resume.
Falta una hora. Adrián es primo del protagonista y espera el minuto del encuentro con la calma del que sabe que hoy es un día muy largo, y cuando parezca que han pasado las cosas importantes, aún restará por jugar la final de la Champions. Viste camiseta y bufanda del Real Madrid, con la que abriga su melena de Toro Sentado. Su cabellera es sagrada, pero por la décima arrojaría la coleta al fuego. Solo son pelos que vuelven a crecer. Se acerca a ti con una libreta, como un camarero, y te ofrece participar en la porra del partido. "A ver, tú. Qué resultado te anoto. ¿Siete a cero para el Madrid?" Es un cachondo. Entra y sale de la Bodeguita cada vez con una marca de cerveza distinta. "Las quiero probar todas", confiesa ambicioso.
Faltan tres cuartos de hora. El dueño de la Bodeguita, Juan José Hernando, abandona el local, y con admiración, como si acabase de descubrir la luz solar, se cuadra ante los organizadores de la sorpresa, en plena efervescencia, y pregunta: "¿Todo bien por aquí?". Antes de escuchar la respuesta, regresa al bar. Si lo sigues, y le pides que se siente y te resuma quién es, te habla como un libro de Historia de primero de Secundaria. "Soy colombiano, de padre venezolano, y nací en Barranquilla. En 1962 llegué a España. Estudié políticas, aunque siempre trabajé en bares y restaurantes, salvo 18 meses que estuve en Alianza Popular. No me pagaban la Seguridad Social y me fui. Era la época de Jorge Verstrynge. Prefería lavar platos". Acabó en Austria después de que una modelo de Playboy se enamorase de él durante unas vacaciones y se lo trajese. El romance no llegó lejos, pero Juan José se hizo empresario. Empezó por un bar flamenco en el que tocó Paco de Lucía. Amplió la inversión y el siguiente local, el día de la inauguración, recibió la visita de un cantante de ópera que se enamoró del local y le dijo: "Te lo compro". Y así hasta regentar hoy la Bodeguita.
Falta media hora. Técnicos y familiares ocupan lentamente su sitio, mientras los viandantes cruzan entre las cámaras preguntándose, desconcertados, qué demonios sucede. Entretanto, el regidor alecciona a los parientes con tanta cercanía y afecto que desearías que fuese tu primo, para correrte con él las mejores juergas de tu vida. "Queremos grabar cada uno de sus gestos, así que por favor, cuando aparezca, no os lancéis a por él inmediatamente".
Faltan quince minutos. Javi es el mejor amigo de Ale. Lo conoce tan bien, que te explica cómo va a reaccionar cuando aparezca por la escalera y vea Los cuñao y a la tropa. «Va a flipar», anuncia. "Pero con llaneza", ojo, sin aspavientos, como si toda afectación fuese mala, como ya señalaba en El Quijote maese Pedro. "Llevará las manos en los bolsillos, así, y cuando nos vea, se encogerá de hombros, así, como diciendo ‘pero qué coño pasa aquí". La tía Remedios ratifica la predicción: "Ale se alegra de las cosas, pero sencillamente, como es él".
Faltan cinco minutos. La comida, sin renunciar a los toques vieneses, está servida. Y la bebida, sin dimitir de las influencias austríacas, es española y veraniega, y también está en la mesa. Nadie es ajeno ya a los nervios. Incluso los austríacos, que no saben qué pasa, y a los que hay que pedirle que, por favor, se desvíen y no rompan la escena por el medio. Es más, empieza a dar síntomas de ansiedad el viejo Laky, el perro de la familia, que no ha querido quedarse en Málaga, pese a la sordera y la artritis. "Tiene 15 años", aclara Remedios.
Grabando. No falta nada. Ya está ahí Ale, con las manos en los bolsillos. Va a flipar.
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