¿Qué fue de las generaciones literarias?
Hace 30 años que la prensa dejó de agrupar escritores, ¿o fueron los escritores los que dejaron de agruparse entre ellos?
La semana pasada se cumplían treinta años desde la publicación, en Vintage Books, de Bright Lights, Bright City, una novela semiautobiográfica de Jay McInerney motorizada con cocaína y neones de Nueva York que dio el pistoletazo de salida de lo que se dio en llamar brat pack literario (el otro, el de Sinatra y Las Vegas, sería otra cosa). En aquella ocasión fue Village Voice la publicación que decidió cobijar bajo un mismo paraguas a una generación literaria de autores que blandían botellines de cerveza, vestidos con chupas o trajes a medida, para posar desafiantes en bares como Nell’s.
La conectividad en Internet puede arruinar la colectividad, eso tan antiguo de compartir locales y lugares comunes y beber (metafórica y literariamente) de las mismas fuentes y también beber (literalmente) en las mismas barras
Ahí están las fotografías, por ejemplo, de McInerney junto a Bret Easton Ellis o Tama Janowitz, que sirven ahora para plantear si ha surgido desde entonces otra generación más cohesionada (geográfica, estilística y temáticamente) que ésa. Y la respuesta es un no con matices. La conectividad en Internet puede arruinar la colectividad, eso tan antiguo de compartir locales y lugares comunes y beber (metafórica y literariamente) de las mismas fuentes y también beber (literalmente) en las mismas barras. No en vano, en uno de los momentos más comentados de la serie Girls pertenece al capítulo piloto, en el que Lena Dunham, hasta las cejas de opio tras ser expulsada de su puesto como becaria en la editorial neoyorquina que publica a Tao Lin (apunten el nombre para rastrear la posibilidad de una generación actual), gimotea ante sus padres para pedirles más dinero. ¿Su defensa? Quiere escribir y quiere convertirse en LA voz de su generación. “O al menos, en una voz de mi generación”, matiza. Sabe que ahora es mucho más difícil que sólo un autor pulse el signo de unos tiempos cada vez más atomizados y dispersos.
Cuando existían anticipos para pagar rondas
En aquel conocido artículo, Village Voice definía el fenómeno de la generación del brat pack: “Todos viven en Nueva York y salen por ahí, a veces incluso juntos, y en los mismos locales de moda. Son invitados a las fiestas más exclusivas. Escriben libros delgados y relatos cortos, el medium perfecto para una generación de MTV con déficit de atención”. Hasta aquí, la descripción podría coincidir a grandes rasgos con algunas de las características y reproches que se le endilgan a otra generación actual: la Alt Lit, autores fogueados en textos cortos en la red y mayoritariamente anglosajones, con firmas como Tao Lin a la cabeza (autor, por otro lado, elogiado por el siempre difícil y poco zalamero Easton Ellis). Una camada de creadores definida a la perfección en el ensayo Dejad de lloriquear. Sobre una generación y sus problemas superfluos, de Meredith Haaf (Alpha Decay).
Lo que tenemos ahora es la Alt Lit, autores fogueados en textos cortos en la Red y mayoritariamente anglosajones, con firmas como Tao Lin a la cabeza
Sin embargo, Village Voice procede: “Venden sus libros a Hollywood con contratos de lo más lucrativos. Y pontifican sobre la vida, el amor y la escritura para revistas de tendencias como Esquire, Rolling Stone o Interview”. He aquí algunos de los cambios. Una joven autora española explicaba recientemente que jamás sabrá lo que es un anticipo por escribir una novela. Las adaptaciones de tus obras a la gran pantalla son como promesas a fondo perdido (todos los autores jóvenes con cierto tirón han recibido llamadas para adaptar su obra, pero casi ninguno ha visto el resultado en una sala de cine –ese lugar tristemente en desuso– ni en su cuenta bancaria –un lugar todavía más menguante–). Por otro lado, es complicado que una cabecera marque una tendencia, porque miles de publicaciones online se esmeran en hacer sus previsiones y en trazar las direcciones de nuevos brotes generacionales.
Es más, los autores más jóvenes siguen hablando entre ellos, pero en muchos casos las generaciones ya no son locales como antes, porque un autor de Brooklyn puede conectar más con un escritor de Cuenca (y hablar con él mediante las redes sociales) que con su vecino. Sucede con las generaciones literarias como con las escenas musicales: antes se cocinaban en una misma olla (un local de conciertos, una discográfica, un look, unas influencias), pero ahora pueden captar referencias y ondas de todo el mundo y de todas las épocas, lo cual repercute en la poca proliferación de grupos cohesionados.
Las generaciones autobús
El escritor Javier Pérez Andújar suele bromear con la idea de que las generaciones, en España, tienen nombre de autobús: la del 98, la del 27, etcétera. Suelen surgir de climas morales dudosos y de derrotas generalizadas y siempre existen los autores que no querrán subirse a ninguno de esos autobuses.
Esa es otra de las características de las generaciones literarias: el autor, que escribe solo, no es demasiado amigo de que lo engloben en una porque busca ser raro (en la acepción de especial, de único) y particular. Más aún porque las generaciones son una convención que emplea la prensa para entender su tiempo o las editoriales para arañar ventas. Existió aquí hace poco la Generación Nocilla, pero la gran mayoría de escritores (incluso sus más directos protagonistas) se desmarcaron pronto de la etiqueta para explorar otros caminos, del mismo modo que los autores de la Alt Lit insisten más en resaltar la diferencia que lo común.
En EE UU apuntan que la última generación literaria fue la formada por firmas ya célebres como David Forster Wallace, Jeffrey Eugenides o Jonathan Franzen. El hecho de que este último sea más amigo de las aves exóticas que de los humanos o que llegara a decir que Forster Wallace, amigo íntimo, se suicidó sobre todo como parte de su proyecto literario, para ganarse la gloria, da algunas pistas. Estos autores, englobados en un grupo en un artículo del NY Mag titulado Just Kids, jamás aceptarían ser parte de una generación, si bien muchos los reivindican como la última.
Esto no es actual ni novedoso. Tomando al azar la Generación Perdida, con sus experiencias bélicas, su novedad formal, la rampa hipomaníaca eufórica de los años veinte y el despeñe posterior y sus estancias en París, resulta complicado imaginar una sobremesa pacífica y animada entre Hemingway (con sus anécdotas cazadoras y sus retos de macho alfa), Scott Fitzgerald (y su cháchara jazzística y su erudición coctelística) y Steinbeck (sus reivindicaciones populares de hombre comprometido).
Ben Brooks, una de las caras más visibles de eso que se podría llamar AltLit, definió a la perfección la imposibilidad de una generación en un diálogo brillante de su novela Crezco:
–Vale, entonces somos la Generación Capullo.
–Sea cual sea, me parece que no formamos parte de ella.
–¿Qué? ¿Por qué?
–¿Qué porcentaje de la población mundial crees que son chicos blancos de clase media?
–La generación la componen los ricos, imbécil, claro que formamos parte de ella.
–Claro. Si no, no se le habría puesto el nombre de un grupo punk. Habría sido la Generación Malaria o algo así.
–La Generación X no se llama así por un grupo, se llama así por el libro.
–Qué va, ese libro era una puta mierda. Se llama así por el grupo.
–Mi madre dice que somos la Generación Facebook.
–Uf, me encantaría tirarme a tu madre.
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