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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Interdependencia (no independencia)

La inquietud independentista tiene que resolverse con negociación y compromiso, en ningún caso por la vía de la desonfianza y la ruptura. Es necesario recuperar la confianza mutua y la responsabilidad ciudadana

Ramon Marimon
RAQUEL MARÍN

En la sociedad global la cuestión a resolver no es la independencia sino la interdependencia. Las movilizaciones independentistas en Escocia y Cataluña han sido una manifestación por la democracia local y la sociedad civil comprometida. Pero, a la vez, una expresión de insolidaridad e incomprensión. La mezcla de ambas nos lleva a la confusión. Estos procesos pueden desarrollarse o acabar en formas diversas, pero todas se resumen en dos: “desconfianza y ruptura” o “negociación y compromiso”. Es decir, cuando no se trata de una “liberación”, al final no hay ganadores y perdedores, o todos ganan o todos pierden (con la excepción de quienes piensan “a río revuelto ganancia de pescadores”). Ésta es la encrucijada en que nos encontramos.

El caso escocés es interesante. ¿Se ha resuelto el problema porque haya ganado el No, por un margen nada despreciable? La respuesta esta en el voto: No. “Negociación y compromiso” van a ser necesarios si se quieren cerrar las heridas, propias de este tipo de referéndums de alto voltaje emocional, y satisfacer las promesas que hizo Cameron. Imaginemos, por un momento, que el Sí hubiese ganado (por ejemplo, por algo más del 50%). ¿Se hubiese resuelto el problema? La respuesta no está en el voto: No. El Sí hubiese abierto un gran número de temas a negociar, tanto internamente, para cerrar las heridas con el casi 50% de los escoceses, como con el resto de la Gran Bretaña (corona, moneda, deuda, recursos, políticas compartidas, etc.), con la UE y otros organismos internacionales. Todas ellas de mal arreglo si el Sí se percibe como “ruptura y desconfianza”.

En la “negociación y compromiso” conviene entender el papel que juega, y el que no debería jugar, la “identidad y soberanía”. La retórica identitaria se nutre de compromisos incumplidos. Las listas de agravios magnifican las promesas incumplidas, a la vez que silencian las realizadas. La soberanía —o la aspiración a ella con calles repletas y referéndums— podría parecer que da poder negociador a quien la ostenta o a quien aspira a ella. Pero “identidad y soberanía” son monedas falsas para la “negociación y compromiso”.

Un buen modelo federal ofrece más que lo que puede realizar el estado independiente

Como es bien sabido, y aprovechado por políticos, media e intelectuales de tertulia, la “identidad” es una moneda fácilmente manipulable, cuyo valor puede oscilar, creando burbujas identitarias, cuando no es localmente correcto discrepar, o perdiendo todo su valor, cuando se expone a la competencia internacional. Cabe recordar que en la edad media cuanto más local era la denominación de una moneda, más fácil se hacía manipularla, más difícil era que fuese aceptada en otras regiones.

Algo parecido sucede con la soberanía. Como ha señalado Josep M Colomer, en el interdependiente siglo XXI este concepto ha perdido sentido como concepto en el que fundamentar la arquitectura política (soberano: ¿de qué?): ni puede ser punto de partida de una negociación ni permite compromisos creíbles. La soberanía ni se negocia (en todo caso se cede, como con la moneda), ni impide la discrecionalidad, enemiga del compromiso y la confianza.

Una vez aparcadas “identidad y soberanía” se pueden —y, en el caso de España, se deben— abrir “negociaciones y compromisos”. Más vale tarde que nunca. La arquitectura no puede ser otra cosa que el paso del estado de las autonomías a un estado más federal. En el límite de la descentralización, a un estado confederal o, simplemente, roto. Pero si se plantea adecuadamente —e, insisto, sin “identidad y soberanía” de por medio— difícilmente sea el límite la solución, ni puede serlo el confundir la diversidad —por ejemplo, lingüística o cultural— con la singularidad, entendida como “derechos singulares de…” Y si se quiere hacer en serio, sin prisas electorales, hay mucha teoría y experiencia en la que basarse.

La soberanía ni se negocia (en todo caso se cede, como la moneda) ni evita la discrecionalidad

Es bastante conocido y no es tan complicado. 1.- No se trata simplemente de “repartir competencias”, cual reino de taifas (autonómicas o nacionales), sino de una arquitectura, en la que se incluyen los municipios, al servicio de los ciudadanos (no de los partidos o élites locales) y de la que todos nos responsabilizamos. 2.- Es mejor que toda transferencia vaya acompañada de las competencias legislativas y financieras, regulando que no se creen competencias perversas entre comunidades. 3.- El principio anterior conlleva responsabilidad por parte de la comunidad receptora pero, a la vez, asumir un mayor riesgo; no todas las comunidades tienen porque escoger las mismas competencias. 4.- Se deben mantener límites y control sobre deudas y déficit. 5.- Hay que establecer mecanismos que permitan compartir riesgos (sin asumir los generados por las políticas descentralizadas ni generar transferencias persistentes). 6.- Se debe establecer un mecanismo redistributivo de solidaridad (con los criterios de preservar el orden de riqueza per cápita con la redistribución y evitar que esta perpetúe políticas perversas). 7.- Organismos independientes de los distintos niveles de gobierno ayudan a mantener la transparencia (no es un buen diseño que sea el ministerio de Hacienda quien dé la información sobre flujos fiscales). 8.- La corresponsabilidad y la interdependencia legislativa se debe dirimir en un senado de representación territorial. 9.- Tribunales, comisiones reguladoras, agencias de financiación, etc. se adecúan, con un criterio de eficiencia, a la nueva estructura del estado dentro de la Unión Europea. 10.- Tanto en relación a la UE como en la participación en organismos e iniciativas internacionales se hace de forma inclusiva con las comunidades, pero sin crear duplicaciones ineficientes (representaciones y embajadas múltiples, etc.) y apoyando candidatos por su excelencia no por su militancia.

El último y primer punto merecen comentario aparte. Roger Myerson, premio Nobel de economía, ha mostrado como una virtud del federalismo es su capacidad para seleccionar e incentivar gobernantes. Sus carreras dependen de sus resultados en la administración (no en el partido); se puede observar su capacidad de gestión, por ejemplo, en un gobierno local, antes de que sean votados para tareas de mayor envergadura. Esto disminuye la tentación a la corrupción local, ya que pone en juego una carrera política de mayores responsabilidades. La competencia es más sana cuando el terreno de campo es más amplio. Este es el mismo mecanismo que fortalece a deportistas, empresas, investigadores, ideas… En una Europa cada vez más federal —como como ahora propone el gobierno Español— fraccionados e identitarios podremos pronto alcanzar la irrelevancia.

Tomás Perez Vejo ha argumentado en estas páginas [EL PAIS 30/09/2014] que “el fracaso del Estado-nación español no tiene que ver con la organización del Estado sino con la construcción de la nación”. Es verdad que si hubiese una fuerte identidad española no estaríamos en la encrucijada que nos encontramos, pero la solución no esta en rehacer nuestra identidad con la marca España sino en recuperar la confianza mutua y la responsabilidad ciudadana a todos los niveles de nuestra convivencia. Si las normas y las instituciones fallan, su falta de credibilidad es un corrosivo para la propia sociedad civil y es por esto que la sociedad civil se debe responsabilizar de su arquitectura.

En este punto sé que muchos dirán: “olvidémonos de la arquitectura española, hagamos la catalana (o asturiana)”. Para ellos los diez puntos citados son un buen test: ¿qué es lo que el estado independiente ofrece que no se pueda realizar en un buen modelo federal, más allá de identidad, insolidaridad y fantasía? ¿por qué van a ser bien recibidos en Europa quienes, priorizando su identidad, no han sabido solucionar sus problemas de interdependencia? ¿por qué los barceloneses no nos limitamos a Barcelona? No es la primera vez en la historia en que nos enzarzamos con una cuestión equivocada. Hoy la oportunidad está en saber estructurar la interdependencia no en la independencia. Pero para aprovechar la oportunidad políticos y ciudadanos debemos actuar con inteligencia y responsabilidad. Si, en cambio, se actúa con astucia, oportunismo y populismo, España —Cataluña incluida— va a perder el tren veloz de la historia, como ya nos pasó cuando nos quedamos solos con la vía ancha.

Ramón Marimon es profesor del European University Institute y de la Universitat Pompeu Fabra

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