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Este chiste ya no tiene gracia

Hubo una época en la que los tobillos de una mujer resultaban tronchantes. Y la sopa. Y el número 23. Así dejamos de reírnos de las cosas

El jabón ya no es tan divertido como lo era en el siglo XIX. Tampoco la peste de un axila desatendida. Es el precio a pagar por que la higiene de la sociedad haya dejado de convertirse en un problema.  Por fortuna todavía quedan probadas fábricas de carcajadas como la calvicie, la gordura, los borrachos, la lujuria, la hipocresía, la flatulencia y la fanfarronería. La lista no es larga pero sí infalible. Viene de la mente del escritor y profesor de literatura estadounidense Christopher Miller, que, tras tres años de investigación, acaba de publicar American Cornball una enciclopedia del humor que repasa los temas vistos en tiras cómicas, telecomedias y chistes estadounidenses entre principios del siglo XX y los años sesenta. El resultado es un compendio del humor que todavía define nuestra forma de entender la vida. En sus páginas están todos los elementos clásicos. El absurdo de los hermanos Marx, fluidos corporales, suegras, recién casados, vecinos, voyeurs, mujeres conductoras, vendedores ambulantes o hasta el temido aceite de ricino. Todo para entender por qué algunos clásicos perviven y otros chistes son víctimas de un darwinismo humorístico que no acaban de entender.

Lo que nos hace reír depende de nuestras predisposiciones, supuestos y expectativas. Cuando estas se transforman, muere un buen número de chistes. En Estados Unidos solía haber un montón de tiras de cómics sobre hombres que lavaban los platos, porque era una manera de mostrar que un tipo era un calzonazos Christopher Miller, autor de 'American Cornball'

"Lo que nos hace reír depende de las actitudes, supuestos y expectativas de las que partamos. Cuando todas estas se transforman, muere un buen número de chistes”, cuenta Miller. “En Estados Unidos solía haber un montón de tiras de cómics sobre hombres que lavaban los platos, porque una manera de mostrar que un tipo era un calzonazos era dibujándolo con un delantal de volantes lavando a mano la vajilla. Eso en su día era hilarante porque entonces todo el mundo asumía que el trabajo doméstico pertenecía al ámbito femenino. Pero ahora ya no sucede, claro. Ahora, de hecho, ya ni estamos muy seguros de quién es el que ha de fregar los platos”, razona.

La investigación de Miller arranca en los albores de los tiempos: en las páginas del Filogelos: “Es el libro más antiguo del mundo sobre bromas, una colección del siglo IV, proveniente de la antigua Grecia, que contiene chistes sobre borrachos, mujeres lascivas, intelectuales crueles y gente con mal aliento. Los chistes ya no tienen mucha gracia, pero es sorprendente que todavía podamos reconocer esos textos como bromas cuando han pasado 1.700 años. Es como encontrar un queso de 1.700 años: probablemente no pueda comerse, pero es un milagro que haya sobrevivido”.

"Puedo llegar todo lo tarde que quiera, que ella siempre me espera con una cena caliente lista para mí". Los borrachos quizá aún sean una fuente de humor, como lo es faltarle el respeto a una esposa, pero la violencia mujer-hombre y el machismo ya son carcajadas del pasado.
"Puedo llegar todo lo tarde que quiera, que ella siempre me espera con una cena caliente lista para mí". Los borrachos quizá aún sean una fuente de humor, como lo es faltarle el respeto a una esposa, pero la violencia mujer-hombre y el machismo ya son carcajadas del pasado.

En realidad no es un milagro: es que el ADN del humor es inmutable porque siempre bebe de lo que hoy llamamos incorrección política. Los tabúes sociales acerca de cuestiones espinosas es lo que nunca falla a la hora de hacernos gracia. De ahí que los chistes expliquen tanto sobre cómo fuimos y cómo somos ahora, dice Miller. “Aunque nos gusta pensar que nuestra época es la que menos inhibiciones tiene, esa idea está muy lejos de ser cierta: tenemos muchísimos tabúes sobre temas de los que se bromeaba hace cien años, incluso en las páginas de los periódicos familiares; y la gente solía reírse mucho más de temas conflictivos como el suicidio, las violaciones, las enfermedades y las diferencias sexuales y étnicas”.

Nos gusta pensar que nuestra época es la que menos inhibiciones tiene, pero tenemos muchísimos tabúes sobre temas de los que se bromeaba hace cien años, incluso en las páginas de los periódicos: suicidio, violaciones, enfermedades y diferencias sexuales Christopher Miller

¿Hasta en lo sexual? ¿Es que no ha visto un capítulo cualquiera de Californication o incluso Dos hombres y medio? “Nuestros abuelos eran igual de libidinosos que nosotros y hay muchas razones por las que creer que la gente siempre ha estado tan obsesionada con el sexo como nosotros lo estamos ahora”, explica Miller, antes de admitir que el sexo explícito en las bromas es cada vez más habitual. “Actualmente una película de Hollywood puede enseñarnos de manera frontal el semen de Ben Stiller en el pelo de Cameron Díaz, pero ese tipo de bromas no aparecían en las películas antiguas. Bueno, no es cierto del todo. En la primera película cómica que se conoce, una pieza de 1895 de 49 segundos de duración, vemos a uno chaval que eyacula sobre la cara de un señor con una manguera del jardín. Cuando ves un montón de cintas antiguas te preguntas por qué nuestros antepasados creían que las mangueras, los sifones o las pistolas de agua eran divertidas. Y si no fuera por ese tabú, da por hecho que los hermanos Marx hubiera pasado de sifones y hubieran ido al grano como los hermanos Farrelly”.

Lo cual le lleva a una reflexión: “Es una pena que los tobillos de las mujeres ya no sean un tabú y por tanto ya no sean algo divertido. Creo que el mundo debía ser más divertido y más sexy el siglo pasado cuando los voyeurs merodeaban por el edificio Flatiron [de Nueva York] a la espera de una bocanada de viento que levantase lo suficiente la falda de una dama para poder ver ese prohibido objeto de deseo”. A esa broma se le llamaba 23 Skidoo, nombre memorable, cuenta Miller en el libro, porque 23 es el número de la calle en la que se encuentra el Flatiron en su cruce con la Quinta Avenida. El 23 se considera el número más gracioso de todos, al menos por su presencia en títulos de comedias clásicas.

Que el recatamiento genera comedia es algo obvio. Por eso los hay nostálgicos por tiempos en los que la censura obligaba a genios como Lubitsch o Billy Wilder a agudiar el ingeio. “Es complicado afirmar que nuestros abuelos eran más graciosos que nosotros, pero es obvio que ha habido generaciones más divertidas que otras. Estados Unidos fue un país más divertido en los años veinte que en los treinta y no hay duda de que la Gran Depresión afectó tanto a la economía como al Laffgeist”. Ese palabro es como le gusta a él llamar al sentido del humor colectivo: una mezcla de laugh, risa en inglés, con zeitgeist. También en España lo tenemos. A ver si hoy nos hubiéramos reído tan despreocupadamente del Mi marido me pega de Martes y Trece.

Otra cosa es que Internet haya cambiado las reglas del juego del humor. “Cuando los viejos humoristas escribían sobre queso, por ejemplo, siempre era el Limburger, porque tiene un olor muy fuerte. Cuando los autores de dibujos animados dibujaban un queso, siempre era uno suizo porque es el más reconocible. No todos los chistes funcionan por igual en distintos medios. Así que es obvio que Internet es un cambio", razona el autor. "Para mí, lo más interesante es su papel de plataforma para mujeres cómicas, sobre todo en Twitter. Y además, es una buena herramienta para descubrir y difundir piezas y gags que de otra manera quedarían en el olvido: ahora es más fácil que nunca ver los cortos de Buster Keaton.”

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