Al borde del naufragio
En estos últimos tiempos cuántas veces oímos decir que el suelo se resquebraja bajo nuestros pies. Sin embargo, la sima ha estado siempre ahí, con las fauces de par en par
En estos últimos tiempos cuántas veces oímos decir que el suelo se resquebraja bajo nuestros pies. Sin embargo, la sima ha estado siempre ahí, con las fauces de par en par. Y jamás se cerrará. Kafka describió la sensación con maestría. Es el morbus nauticus o mal de mar que aqueja a sus protagonistas, como a él mismo, a pesar de encontrarse en lo que se ha dado en llamar tierra firme y sin necesidad de haber subido antes a ningún barco. Los edificios y las personas se derrumban a su alrededor. Nada está del todo claro, ni para sus personajes ni para los lectores. Musil, Robert Walser, el poeta Pedro Casariego o el ruso Dostoievski son, junto a Kafka, algunos de los autores a los que la conciencia de ese vértigo constante les llevó a ejercer una ejemplar reserva en el juicio, mientras otros, más numerosos, menos cautos o más seguros de sí mismos, regurgitan casi cada día, cuando toca, diagnósticos apresurados, llenos de grumos y mal digeridos, siguiendo consignas de partido o intereses personales.
En cambio, alguien que sabe que siempre será presa del morbus nauticus habla poco, tratando de no errar demasiado al denunciar el horror, y despacio se aleja hacia la borda, para, una vez allí, vomitar sin salpicar a quien no tiene culpa de nada. Quizá por eso quienes sufren este trastorno de manera crónica recurren a la ironía y al sentido del humor, huyendo del dogma, mientras los demás parecen empeñados en hundir a sus semejantes. No pertenecen a ninguna camarilla. Tampoco sueñan con el poder. Les da náuseas. En cualquier caso, tal vez no falte mucho para que llegue el día en el que no tendremos ya ni dónde agarrarnos y en el que todos nos iremos de cabeza al agua. Entretanto, como no hay esperanza, no debemos perder la ilusión.
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