Historia de una chaqueta
La chaqueta de su padre, que en realidad era de su abuela, era una copia de la que llevaba el pianista de ABBA
Es azul marino, con solapas de esmoquin de raso, el borde recto y toda la superficie bordada con lentejuelas pequeñitas de reflejos plateados.
Es vieja. En 1976, una señora con más ínfulas que dinero se la encargó a una modista de su barrio para lucirla en la boda de una sobrina suya. Era la época dorada de ABBA, aquel grupo sueco de extravagante vestuario que a cualquier señora bien, elegante de verdad, le parecían una pandilla de horteras. Ella, en cambio, recortó con disimulo una foto del pianista de un número de ¡Hola! que había estado ojeando en la peluquería.
Es azul marino, con solapas de esmoquin de raso, el borde recto y toda la superficie bordada con lentejuelas pequeñitas de reflejos plateados
–Esto quiero que me hagas, pero blanca no, de otro color…
La costurera, que estaba sufriendo mucho con la crisis energética, calculó el precio que podría cobrar por las lentejuelas y no comentó en voz alta que aquella chaqueta no sólo era de hombre, sino de hombre joven y delgado. Como era buena y amable, no consultó con su clienta y la hizo recta en lugar de entallada, lo suficientemente larga además como para no dejar nada a la vista por detrás.
–¡Uy! Me encanta, me encanta, me encanta.
Sin embargo, sólo se la puso una vez, con un vestido negro y complementos azules, del tono exacto de las lentejuelas. Estaba convencida de que iba a dar el golpe, pero cuando apareció en el salón, su familia guardó un silencio elocuente, por desgracia efímero. Su marido comentó que parecía la jefa de pista de un circo. Su hija mayor replicó que no, que era más bien como un adorno de Navidad. La pequeña les regañó, pero después, en voz baja, le sugirió que igual tantas lentejuelas le hacían un poco gorda. Su hijo no comentó nada, porque aún faltaban seis años para que tocara como bajista en un grupo pop que conseguiría colocar una canción en la lista de aspirantes a la lista de Los 40 Principales. Cumplido ese plazo, aprovechó un fin de semana que sus padres pasaron en el pueblo para poner boca abajo su armario hasta que la encontró, se la probó y gritó de alegría.
El bajista de aquel grupo actuó con una chaqueta de lentejuelas azules hasta que, en 1985, llegó el ocaso de su modestísimo éxito. Entonces se echó una novia que trabajaba de dependienta en El Corte Inglés, la dejó embarazada, se casaron y tuvieron un niño, luego una niña antes de que ella se cansara de mantenerle y le echara de casa con lo puesto. Entre las cosas que perdió, no echó de menos la chaqueta de su madre. Se mudó a Ibiza, intentó vivir de su presunta leyenda de aún más presunta estrella de la movida madrileña, y acabó aceptando un trabajo en un puesto de perritos calientes del paseo Marítimo.
No volvió a Madrid, aunque todos los veranos invitaba a sus hijos para pasar con ellos el mes de agosto. En 2007, la niña que bajó del avión era tan distinta como si no fuera la misma de la que se había despedido 11 meses antes. Con 17 años recién cumplidos, se había vuelto absoluta y radicalmente alternativa en todo. Era vegana, estalinista, rapera, llevaba media cabeza rapada y la otra con rastas, y se mudaba todos los fines de semana a la casa okupa donde vivía su novio. A un padre cualquiera le habría partido el corazón. El bajista del Nuevo Pop Español sintió sin embargo que el destino le estaba dando una oportunidad para recuperar a su hija. Y aquella misma noche empezó a enseñarle fotos.
Quiero la chaqueta de mi padre, le dijo a su madre al volver a Madrid. ¿Qué? La chaqueta azul de lentejuelas de mi padre, que me la des, que la quiero, que es mía, insistió con el acento apremiante y barriobajero que sabía que la sacaba de quicio. ¡Ah!, ¿sí? Pues búscala tú… La encontró, y durante meses fue la estrella de las jams de rap, de la okupa y del barrio entero. Colgó un vídeo en YouTube y su look le valió muchos más elogios que su canción. Llevaba unos vaqueros llenos de rotos, una camiseta blanca desgarrada a la altura del estómago, zapatillas de deporte y la chaqueta de su padre, que en realidad era de su abuela, que en realidad era una copia de la que llevaba el pianista de ABBA, aunque, por fortuna para ella, nadie se dio cuenta.
Después se le pasó. Se dejó crecer el pelo de media cabeza, se cortó el del resto, dejó de rapear, volvió a estudiar, llegó a la Universidad, acabó la carrera y se fue a vivir con el preparador de oposiciones de su hermano, un abogado 12 años mayor que ella, y con su hijo de 13, que quiere ser mago y se pasa los fines de semana ensayando trucos.
De momento, hoy ha actuado con ella en la fiesta de Carnaval del instituto.
Mañana, quién sabe.
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