Cuba, apoteosis ‘now’
El restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba abre un tiempo nuevo para la isla caribeña. Entre el entusiasmo y el escepticismo, sus habitantes vislumbran otra época tras más de cinco decenios bajo el régimen de la dinastía Castro.
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Patria o Muerte y El Máximo Líder, Con la Revolución Todo y Contra la Revolución Nada, El Futuro Pertenece por Entero al Socialismo y El Enemigo Más Grande de la Humanidad, La Tierra Más Hermosa según Colón y El Primer Territorio Libre de América según Fidel…
Tales absolutos no han desaparecido de la propaganda o el convencimiento, de los sueños o las pesadillas de los cubanos, pero es bueno saber que, desde hace algunos años, esa isla del Caribe ha ido abandonando lentamente la vida en mayúsculas, los discursos altisonantes de Todo o Nada que han distinguido su política, su cultura o su lenguaje.
En principio, el maximalismo operó, como no podía ser de otra manera, a partir de los discursos oficiales, pero muy pronto la política del enaltecimiento –incluido un curioso culto a la personalidad de Fidel Castro en negativo– contaminó distintas esferas de la oposición o el exilio. Para los adeptos a la Vida Mayúscula, Cuba parecía limitarse a lo que emanara de la Plaza de la Revolución o la Casa Blanca, fortalezas encargadas de emitir unas marchas militares que apenas dejaban escuchar otro susurro que no se adscribiera al hilo musical de la Guerra Fría.
Vinieran de alabarderos o críticos, esas audiciones compartían un síntoma invariable, consistente en reparar lo menos posible en los cubanos de a pie que decían representar, en esos individuos –y llamarlos así ya indica su mérito– que continuaron avanzando e intentando evolucionar dentro de sus circunstancias. La sociedad silenciosa que trató, durante todos estos años, de dignificar la supervivencia y relajar el férreo diccionario que los definía unas veces como meros figurantes de un Parque Temático llamado Revolución y otras veces como seres perfectos programados en los laboratorios del Hombre Nuevo.
Algo de todo eso pasó a mejor vida, por decreto oficial, el pasado 17 de diciembre de 2014, día que muchos cubanos veneran a Babalú Ayé, san Lázaro para los católicos. Ese mediodía, Barack Obama y Raúl Castro aparcaron sus respectivos monólogos y ensayaron un dúo, cierto que no del todo afinado, para notificar simultáneamente al mundo la inminencia de sus relaciones diplomáticas. Un pequeño paso en la historia del hombre, pero tal vez un gran paso en la historia de la ecualización.
De sopetón, el calendario que establecía la convocatoria de elecciones en Cuba, seguida por el fin del embargo norteamericano y culminada con el establecimiento de las embajadas, quedó dinamitado en el mismo minuto que la secuencia comenzó por el final.
Ese 17 de diciembre quizá pase a la historia como el día en que, oficialmente, Cuba empezó a operar con minúsculas. El grado cero a partir del cual una isla atrapada –para bien y para mal– en su excepcionalidad emprendió el camino que la colocaría más cerca del estándar que de la épica. Con su advenimiento pactado al mundo corriente de la globalización, del Mercado sin Democracia y de la universalización de un modelo chino que hace mucho tiempo dejó de ser exclusivo de ese país, solo para sus (oblicuos) ojos.
Desde Cuba, El Enemigo se convirtió en “el país vecino”. Desde Estados Unidos, un país en la lista del terrorismo mutó en socio económico viable para el futuro inmediato. Esa transformación semántica ha sido descrita por el periodista cubano Carlos Manuel Álvarez en un artículo publicado en El Malpensante. Un texto alentado por la esperanza de que, una vez cambiado el discurso oficial, más temprano que tarde tendría que cambiar inexorablemente el diálogo de cada uno de los cubanos “con ese poder, sea lo que sea que nos inspire”. Para Álvarez, superada esa enciclopedia bélica, los cubanos pasarían a convertirse, ni más ni menos, en “una tribu que entierra su dialecto”.
Entre las consecuencias directas de ese entierro destaca la eliminación de los traductores; intermediarios que un día pudieron llamarse Unión Europea o México, la ONU o Suiza, todos pillados a contrapié por el acontecimiento; tanto como los hermanos del Socialismo del Siglo XXI, cuya sorpresa quedó simbolizada en el rostro de un Nicolás Maduro petrificado tras el anuncio.
El new deal entre Cuba y Estados Unidos fue celebrado, en casi todo el mundo, como el entierro definitivo de la Guerra Fría. Aunque podría pensarse al revés: que los dos contendientes, más que enterrarla, decidieran recuperar su efectividad a la hora de lidiar con un mundo caótico. Ante la inestabilidad venezolana o la extensión del narcotráfico, los Estados fallidos o la crisis europea, la situación en Ucrania o el terrorismo, la amenaza del Estado Islámico o la pujanza de China –sin olvidar ni un segundo la caída de los precios del petróleo–, un regreso a la diplomacia de la era bipolar podía tener sus ventajas para afrontar una geopolítica sin brújula.
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Esa mengua de la Vida Mayúscula se deja leer, asimismo, como una erosión en el monopolio de Estado sobre las vidas; desgaste que abarca la información, el entretenimiento, la alimentación, la escuela, la medicina o la posibilidad de viajar. Una marea de paquetes televisivos, restaurantes, “repasadores” de asignaturas escolares, vendedores ambulantes, enfermeros, viajes al extranjero y la compraventa de casi todo lo imaginable ha conseguido dinamizar el país y remover los rituales de su vida cotidiana. Gracias o a pesar del Estado, Cuba se desliza cada vez más por el camino de un país caribeño que apuntala sus prestaciones sociales con el sector más o menos informal de una economía privada cada vez más pujante (estamos hablando del país latinoamericano con mayor concentración estatal de su economía o de cualquier esfera de la vida).
Solo hay que pensar en Internet, sin banda ancha y bajo control. Aun así, allí se ha convertido en práctica habitual una perversión del networking, sea para negocios o para navegar, bajarse archivos y, en definitiva, dotarse de una libertad que el Estado no quiere conceder pero no puede impedir (no del todo).
Ese famoso 17 de diciembre en que el país vivía su euforia ante La Noticia –de súbito, todo lo demás fue secundario–, compartí un taxi con varios desconocidos en la noche habanera. El taxista nos apabullaba sin misericordia con un reguetón de altos kilates hasta que alguien, desde atrás, le soltó: “Mi hermano, cambia esa mierda y pon la FM, que ya empezó a entrar como emisora local”. Una más entre la multitud de bromas de esos días en los que, ante cualquier contratiempo, la gente repetía con socarronería el mismo estribillo: “Tranquilo, que eso lo arregla Obama”. Eran chistes, desde luego, pero también expresiones de alivio en un país sometido durante décadas a una demanda continua de sacrificio, y que ahora veía abierta una válvula de escape sin saber muy bien hacia dónde.
Desde Cuba, el enemigo se convirtió en “el país vecino”
Por esa misma fecha, y en medio de la tertulia política a la intemperie en que se había convertido el país, alguien sugería un grafiti con dos variantes posibles. Una: “Abajo Raúl, Viva Fidel”. Otra, lo contrario: “Viva Raúl, Abajo Fidel”. Como los chistes sobre Obama, o sobre una inminente invasión norteamericana –esta vez desarmada– que resolvería todos los problemas, evidentemente este grafiti imaginario exageraba. Pero también transmitía algo cierto en la percepción de la diferencia entre un raulismo reformista y un fidelismo revolucionario. Lo que fuera que haya sido la revolución, y lo que quedara de ella, había entrado en reparaciones, al punto de que el trovador Silvio Rodríguez propuso eliminar la R y apostar por la Evolución en aras de salvar el proyecto originario.
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En cualquier caso, las “reformas raulistas” –así se las nombra incluso a nivel oficial– no están encaminadas a cambiar el modelo político. Su objetivo inmediato propugna un ajuste del sistema a base de conectarlo con la economía de mercado, relajar una política migratoria propia de la Guerra Fría, restablecer relaciones diplomáticas con Estados Unidos o cambiar el discurso del rigor del sacrificio por el de los beneficios del trabajo. Esto es, tunear el socialismo cubano de cara al siglo XXI sin comprometer el poder de la cúpula dirigente ni ceder en lo político aquello que se tolera en lo económico. Una versión del modelo chino, como en otra época se apostó a una versión del modelo soviético.
Pero en un país regido por las reformas, lo opuesto no es la contrarrevolución, sino la contrarreforma. Y este detalle tiene su importancia a la hora de entender el espectro crítico que generan las nuevas medidas. Un extenso y contradictorio campo en el que entrarían, por descontado, la burocracia del Gobierno y la ultraderecha de la oposición o el exilio, cuyo principal valor en Bolsa ha sido históricamente el inmovilismo, que la vida siga igual. También la llamada oposición moderada, que aprecia en los cambios la posibilidad de una transición pactada con el Estado. Ahora, además, habría que incluir a buena parte de una izquierda crítica tan interesada en debatir el modelo político como preocupada por la desigualdad que agudiza el modelo económico. Incluso desde el arte, habitualmente guarecido en una burbuja proteccionista, las posiciones críticas no se han hecho esperar.
El caso más sonado ha sido el intento de performance de Tania Bruguera o, con menor eco mediático, el del grafitero El Sexto, ambos arrestados. En otra línea, el teórico Desiderio Navarro ha desarrollado campañas contra la publicidad sexista o racista de la nueva economía, mientras que los artistas José Ángel Toirac o Reynier Leyva Novo han regresado al discurso primigenio de la Revolución para comparar la práctica actual de sus líderes con sus discursos de antaño. Si las sesiones del Parlamento cubano son infumables, el debate improvisado en casas, timbiriches o esquinas va convirtiendo a la isla en un ágora extraoficial donde la gente debate desde la mejor manera de irse o mantenerse en el país hasta la última frivolidad de la nueva jet set, desde los precios inflados de los alimentos “por la libre” hasta la última teleserie. Da lo mismo si ha sido vista en el paquete privado o en algún programa de la televisión oficial, como Vivir del cuento, que se ocupa de registrar las contradicciones de un país en el cual favorecer o entorpecer los cambios ya no está aparejado con militancias obvias (hay revolucionarios que quieren cambiar las cosas y hay nuevos ricos, con toda su ideología capitalista y moviendo mucho dinero, cuya mayor rentabilidad reside en que todo se mantenga como está).
La contrarreforma arrastra, por otra parte, momentos incomprensibles, ejemplos de que el inmovilismo no es patrimonio exclusivo de la burocracia. Así pues, resulta difícil entender a los representantes del exilio, que han puesto tradicionalmente su brújula en la importancia de Estados Unidos para la política cubana, y que no se han apuntado parte del éxito en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas. O que ningún sociólogo les haya advertido de la creciente “miamización” que está viviendo Cuba. Un síntoma perceptible a primera vista: desde la música de los hoteles hasta las inversiones familiares en los nuevos negocios, pasando por el lenguaje y la cultura popular. Por menos que eso, Fidel Castro hubiera decretado su famosa transformación del Revés en Victoria y le hubiera pasado la papa caliente al lado enemigo.
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Que el capitalismo es hoy El Sistema universal es indiscutible (hasta Corea del Norte está explorando su versión del modelo chino). Y que ese capitalismo solo les está funcionando a los capitalistas parece también fuera de toda duda. Destruida la fantasía del hombre hecho a sí mismo que podía cambiar el estigma de su pobreza ancestral, este capitalismo selectivo se incrusta en las élites y en unos Gobiernos que legislan para él (que no para todos los capitalistas) como premio a su lealtad (que no a su capacidad competitiva). Un capitalismo al que le queda poco del viejo liberalismo, y en el que resulta difícil encontrar algo del espíritu de Adam Smith en La riqueza de las naciones. Ese capitalismo tiene su raíz en las implantaciones de las dictaduras del Cono Sur o en la China comunista de Den Xiaoping. Otro capítulo importante de esa historia vendría vinculado a las transiciones de las sociedades comunistas, con sus terapias de choque y el surgimiento de los nuevos oligarcas desde las ruinas del antiguo régimen. Un tercer episodio de Capitalismo Selectivo podríamos encontrarlo en los Emiratos Árabes, donde el matrimonio entre petróleo y monarquía no para de seducir a Occidente.
El pasado 17 de diciembre, Barack Obama y Raúl Castro aparcaron el monólogo y ensayaron un dúo
Estados Unidos o Europa, Rusia o China, son cada vez más proclives a este capitalismo para militantes bajo el cual el Estado funciona, según el caso, como director de operaciones, mediador o mero subordinado. Unos teóricos hablan de “capitalismo patrimonial”, otros de “capitalismo del 1%” y otros de “capitalismo especulativo”. A mí me gusta llamarle a la nicaragüense: “piñata”, pues solo los que aceptan el pacto pueden tirar del hilo de las ganancias.
La Cuba de hoy no es ajena a esas corrientes, lo que puede explicar la dificultad interna para expandir el modelo entre los cubanos y, al mismo tiempo, la facilidad con que este puede encajar en el mundo, más allá de los límites de la isla. Dicho esto, poco futuro cabe esperar de una economía escorada hacia los servicios o el entertainment, con el turismo encumbrado como la última mutación del viejo monocultivo del subdesarrollo, mientras se soslaya el pensamiento crítico o eso que ahora llamamos “sociedad del conocimiento”. (Es fácil poner una peluquería, pero prácticamente imposible imaginar una editorial; y es mucho más aceptable que esto que estoy contando yo aquí lo exponga un artista a que lo escriba un ensayista).
Esto me hace pensar en la conocida frase de José Martí a Máximo Gómez, que ha operado hasta hoy como una espada de Damocles sobre la fallida democracia cubana: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”. Ante la nueva economía, vale la pena actualizarla y advertir, en los nuevos tiempos, que un pueblo tampoco se refunda, General, como se instala un paladar.
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En su nueva novela, La mucama de Omicunlé, la dominicana Rita Indiana nos regala una distopía caribeña en la que los grandes temas de siempre –los de Alejo Carpentier o Lidia Cabrera, los de Aimé Césaire o Antonio Benítez Rojo– son actualizados desde una trama tejida entre República Dominicana, Puerto Rico o Cuba. (Siempre con la presencia de Haití estremeciendo el porvenir como el zombi insepulto de una revolución convertida en catástrofe). El libro contempla, para 2024, la deriva definitiva de unos Estados neoliberales que desembocan en la corrupción y de unos Estados bolivarianos que se bifurcan con el totalitarismo. Sobra decir que cada cual ha aceptado su parte en el guion, que es su parte en el pastel, aunque no han podido impedir, a diferencia de la crisis de los misiles de 1962, un desastre nuclear.
Esta premonición infortunada se repite en Jorge Enrique Lage, cubano nacido, como Indiana, en los años setenta y cuya distopía nos remite a un Big Bang del que ha surgido una Cuba de viejas consignas y nuevas mafias, de antiguas lealtades y nuevas tribus, unidas por una autopista sin destino. Alejandro Campins, mientras tanto, ha preferido desplazarse a lugares donde comenzaron gestas revolucionarias para reproducirlos tal cual están hoy, con una pintura más cercana al Stalker de Andréi Tarkovski que al pop revolucionario de Raúl Martínez. Ante esta serie, titulada Avalancha, uno no sabe si es nuestro presente el que se precipita sobre esos espacios hasta ahora sagrados, o si son esos paisajes los que se abalanzan sobre nosotros para complicarnos todavía más una actualidad llena de incertidumbres.
La "miamización" que vive Cuba es perceptible a simple vista, desde la música hasta los nuevos negocios
Estas obras traslucen el panorama de un país que, no completada su Utopía, se dedica a evitar el Apocalipsis. Con todas las tensiones colgando sobre esa mezcla de zonas poscomunistas y régimen socialista, autoritarismo y cultura del espectáculo, partido único y turismo, polo científico y remesas familiares, control de Internet y Netflix a la vista, modelo chino y sabor cubano…
En el presente de Cuba late la posibilidad de una transición entre la predemocracia y la posdemocracia, algo perfectamente avalado por el orden del mundo. Y es que tampoco los manuales liberales dan mucho más de sí y toca reconocer que, entre todas esas mayúsculas que se han desplomado, la Democracia tiene un apartado importante entre las palabras vacías. Como esas tinajas de jardín, tan bellas como frágiles, y tan inmóviles como huecas.
Así como el comunismo demostró que no era eterno, no hay muchas razones –salvo la inercia– para confiar en la eternidad de un capitalismo que hace aguas por todas partes y al que esos futurismos caribeños han puesto delante un espejo capaz de desvanecerle cualquier ínfula de inmortalidad.
Ahora mismo da igual que los socialistas cubanos mantengan que la transición ya sucedió. O que los liberales cubanos sostengan que está por alcanzar. Lo que no pueden esquivar los unos y los otros es que sus soluciones están bastante gastadas y jactarse de que han dado con la pócima mágica del porvenir es bastante increíble.
A la generación de la Utopía ya no le queda tiempo. Y la generación del Apocalipsis, aquellos hijos de la Revolución que despertaron a la madurez con la caída del muro de Berlín, no tuvo espacio. La generación de la Apoteosis, esa que ha despegado en el siglo XXI, tiene a mano las dos dimensiones. Y ojalá ellos den con esa fórmula esquiva que les permita construir, a contracorriente de Cuba y del mundo, un país en el que justicia social y democracia no sean palabras antagónicas en el diccionario.
Mientras tanto –y ahora que se permite el cuentapropismo–, muchos cubanos exprimen, como pueden, la libertad por cuenta propia; a la espera de que los experimentos que se ciernen sobre ellos surtan algún efecto para mejorar sus vidas.
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