La verdadera obra literaria no tiene prisa
Nadie ha expuesto mejor los discursos contrapuestos del glorioso relato histórico español y su correlato catalán. En ‘Recuento’, Luis Goytisolo consigue una de las más ambiciosas muestras del arte novelístico
La belleza de una novela es inseparable de su arquitectura. Penetrar en ésta es como adentrarse en un conjunto armónico, en una mansión amueblada en la que, como el París de Balzac o el Madrid de Galdós, hallamos bien dispuestos, a nuestro alcance, los distintos elementos que la componen: comedor, dormitorios, salones con sus arañas, cortinas, alfombras, sillones, sofás, retratos, que parecen aguardarnos para cobrar vida, sin olvidar, claro está, sus dependencias sustraídas de ordinario o la mirada del visitante, la cocina, despensa, lavabos, trastero, cuartos de la servidumbre, cocheras, caballerizas. Los personajes se mueven en el conjunto con familiaridad y asistimos de espectadores a sus amores y desamores, ambiciones, envidias, celos, contradicciones, mentiras, disputas, arranques de sinceridad.
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Este cuadro novelesco, prolongado y reiterado hasta hoy para el lector interesado ante todo por el argumento con gancho y por la psicología de los personajes, sufrió un brusco cambio en la pasada centuria con la aparición de obras compuestas de cuantos materiales y géneros literarios tenían a mano —poesía, diarios, documentos, digresiones, ensayos...— en las que el autor muestra velazquianamente su presencia en el acto de creación, ya diseminando sus temas y multiplicando sus formas, ya poniendo el acento en la intensidad del lenguaje o en la cadencia y belleza de la palabra. Opciones diversas pero cuyo objetivo común radica en la creación de un todo coherente en sus contradicciones y simétrico en sus asimetrías, aglutinante en su dispersión. Obras en las que las innovaciones arquitectónicas y las mutantes estructuras urbanas fraguan una nueva construcción novelesca que transforma la compleja topografía del espacio en una no menos compleja estructura narrativa.
Recuento, primer volumen de Antagonía de Luis Goytisolo, es el centro geométrico o eje en el que convergen las demás novelas de la tetralogía. El astro en cuya órbita giran los otros tres satélites. La mansión o casa pairal, volviendo al símil arquitectónico, en torno a la cual se alzan los demás edificios del conjunto. Pues mientras se lee como una novela autosuficiente (aunque luego comprobemos que se integra en un macrorrelato), las restantes obras de Antagonía no pueden entenderse sino en conexión con ella. Dicho eje, astro o mansión central narra con muy diferentes estilos la vida de Raúl Ferrer Gaminde, cuya infancia, adolescencia y juventud transcurren en Cataluña (Barcelona, Cadaqués, la finca de Vallfosca) después de la Guerra Civil: la familia burguesa gradualmente venida a menos, el colegio, la mili, la universidad, sus amores, la adhesión al partido comunista clandestino, viajes a París, detención, cárcel, pérdida de la fe en el credo ideológico. En Los verdes de mayo hasta el mar, el protagonista, convertido ya en escritor, nos brinda el proceso de creación de la novela que estamos leyendo y la que leeremos en el cuarto volumen de la obra. La cólera de Aquiles concede la palabra a la examante de Raúl, Matilde Moret, voluntariamente aislada en Cadaqués, en donde vive sus tempestuosos amores lésbicos mientras recapitula su vida y lee una novela escrita en su juventud, El edicto de Milán, novela dentro de otra novela en el interior de la tetralogía. El último satélite en órbita es la obra ya compuesta de Raúl Ferrer Gaminde, una reflexión totalizadora en la que, como en Las Meninas, de Velázquez, se refleja e incluye el propio autor.
La visión panorámica de Barcelona se fragmenta como un prisma de infinidad de caras y lados
La visión panorámica de Barcelona en Recuento, ya sea desde Montjuïc, Tibidabo o el parque Güell, se descompone y fragmenta como un prisma de infinidad de caras y lados, en una abigarrada combinación de elementos orográficos y urbanos, históricos, políticos y sociales. En primer lugar del casco antiguo, la catedral, el Museo Histórico de la ciudad y los vestigios superpuestos de civilizaciones extintas, pero también de las cuadrículas del plan Cerdà de ese Eixample creado por una burguesía laboriosa y emprendedora, burguesía hostigada pronto por unas clases bajas levantiscas que del antiguo Barrio Chino y el puerto se extenderían por las barriadas míseras de la periferia hasta cercarla de monte a mar y de río a río. El lenguaje propio de las guías turísticas (por ejemplo, de la obra genial de Gaudí) se transforma así en un flujo narrativo de frases largas, envolventes, que engarzan un símil con otro: espirales cada vez más amplias, de ondas que se extienden con poderosa fuerza centrífuga, dibujando círculos evolutivos como los de una piedra arrojada a la lumbre quieta de un agua estancada. Si, como dice el autor, “la Barcelona modernista no acertó a encontrar su Marcel Proust”, la de la opresiva posguerra y del tardofranquismo lo halla a su modo en Recuento.
Nadie ha expuesto mejor los discursos contrapuestos, pero complementarios del glorioso relato histórico español, con la retórica evocadora de sus grandes gestas imperiales, cuando en nuestros dominios no se ponía el sol, y su correlato catalán, con el recordatorio de los sueños frustrados, secesiones aplastadas por la fuerza de las armas, odiosa dependencia identitaria respecto a una entidad estatal opresora o, en palabras del autor, “residuos del pretérito convertidos en pretexto de impotencia presente, en contemplaciones ensoñadoras de futuro”. Forcejeo que se prolonga al hilo del tiempo con nuevos argumentos y disfraces, arrogancia frente a victimismo, épica frente a lirismo herido, convertido éste en instrumento negociador cuando el Estado entra en crisis y se busca una solución pragmática al estéril enfrentamiento de esencias perennes y sentimientos nacionales ofendidos, a la confrontación entre las ilusiones dulcemente acariciadas y los límites avariciosos de la realidad.
Con ironía demoledora, trata del partido comunista antes de la fallida huelga nacional
La parodia narrativa de los distintos discursos políticos, nacionales, religiosos e ideológicos no tiene desperdicio. Junto a la del españolismo y catalanismo más rancios, el autor se entrega con ironía demoledora a la del partido comunista en vísperas de la fallida huelga nacional pacífica destinada a derribar el castillo de naipes en el que se asentaba la dictadura franquista: disquisiciones presuntamente científicas sobre las contradicciones del capitalismo, el distanciamiento paulatino de éste por la burguesía no monopolista, la toma de conciencia de las clases medias y el campesinado hasta el salto cualitativo final, la agrupación de todos los elementos dispares en un frente único encabezado por el Partido. Con singular destreza el novelista enlaza un discurso con otro —el del españolista al catalanista, el del “salto cualitativo” a la transustanciación de Cristo en la eucaristía— mediante un fundido encadenado que nos traslada del ámbito ideológico al religioso, pero con idéntica convicción doctrinal, propia de quien se cree en posesión de la verdad. Lo mismo la de la Biblia enseñada a niños y adolescentes que el manual de divulgación marxista, ese Politzer que circulaba de mano en mano en las aulas del Alma Mater.
La tetralogía que cierra magistralmente Teoría del conocimiento con la inserción de la novela escrita por el protagonista, incluye así lo creado y el proceso de creación del artista. Releída con calma al cabo de 30 años se nos revela como una de las más ambiciosas y logradas muestras del arte novelístico del siglo que dejamos atrás. Las prisas del consumidor de efímeros productos editoriales y la miopía de un buen sector de la crítica pasaron de largo por ella sin advertir su valía. Pero a diferencia de los éxitos de venta, la gran obra literaria no tiene prisas. Con premio o sin él, la historia se encarga de poner a cada autor en el lugar que le corresponde.
Juan Goytisolo es escritor.
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