La revancha de los secundarios
Son grandes actores y actrices. Pertenecen a una estirpe que parecía destinada al veto eterno de los papeles protagonistas, pero ahora ocupan las primeras filas Se han formado en escuelas y afianzado sus carreras en el teatro y la televisión. Ya están en el punto de mira de los directores para liderar sus películas
Cuando el actor Javier Gutiérrez llegó a Madrid a principios de los noventa para estudiar interpretación, su sueño no era pisar una alfombra roja, sino seguir los pasos embarrados de los cómicos de El viaje a ninguna parte, aquella película ilimitada de Fernando Fernán-Gómez sobre el ocaso de una manera de estar en el mundo: la del actor. “Yo quería esa misma vida, pero sin las penurias”, recuerda Gutiérrez. El intérprete, nacido en Luanco (Asturias) en 1971, pero criado en Ferrol (A Coruña), con esa mirada entre feroz y tierna que traspasó primero los escenarios de teatro y después las pantallas de cine, ha pisado en los últimos meses alfombras rojas (y del resto de colores) para recoger todos los premios gracias a su composición en la película La isla mínima de un policía taciturno, de oscuro pasado, duro y lacónico. La apuesta sobre el papel era arriesgada, reconoce. Gutiérrez pertenece a esa estirpe para la que parecen vetados los privilegios de los protagonistas. La de esos secundarios a los que Fernando Trueba se refiere en su Diccionario de cine “simplemente” como “los actores”.
Fue al recibir el Premio Feroz, concedido por la prensa cinematográfica, cuando Gutiérrez evocó ese linaje de la manera más emotiva. Dedicó aquel reconocimiento a un actor que representaba lo mejor de su mundo: Álex Angulo, fallecido en un accidente de tráfico en julio de 2014. En el patio de butacas, Mercedes Gamero, coproductora de La isla mínima, parecía temblar. Hija de Antonio Gamero, otro de esos inmensos secundarios que dotaron durante años de músculo y verdad al cine español, sabía perfectamente a qué se refería Gutiérrez y de qué mundo estaba hablando.
Las pantallas y los escenarios llevan décadas beneficiándose de una legión de artesanos del oficio que son una de sus inequívocas señas de identidad. La tradición es larga y conocida. Desde el rey de los secundarios, Pepe Isbert, hasta la reina entre las reinas, Rafaela Aparicio, pasando por Manolo Morán, Chus Lampreave, Amparo Baró, Alfonso del Real, Terele Pávez, Miguel Rellán, Enrique Villén, Emilio Gutiérrez Caba, Antonio Garisa, Manolo Gómez Bur, Mary Santpere, Luis Ciges, Rafael Alonso, Valeriano Andrés, Antonio Ozores, José Luis Ozores, Gracita Morales, Lola Gaos, Agustín González, José Sazatornil, María Luisa Ponte, Manuel Alexandre, Juanjo Menéndez, Laly Soldevilla, Willy Montesinos, Rosa María Sardá, Loles León, María Barranco, Rossy de Palma, Quique San Francisco o Gabino Diego, entre otros muchos. El relevo actual tiene una fuerza imprevista, se sabe parte de un robusto linaje y al mismo tiempo se proclama hijo de su tiempo. De algunos veteranos, como Ramón Barea o Susi Sánchez, a Javier Gutiérrez, Luis Bermejo, Fernando Tejero, Carlos Areces, Bárbara Santacruz, Secun de la Rosa, Raúl Arévalo, Malena Alterio, Pilar Castro o Nathalie Poza. La mayoría ya no son autodidactas, han tenido la posibilidad de formarse en escuelas con reputados maestros y lo han aprovechado.
Las pantallas y los escenarios llevan décadas beneficiándose de una legión de artesanos del oficio
Barea ha protagonizado Negociador, de Borja Cobeaga, y es preciso retomar otra vez aquí la entrada correspondiente en el Diccionario de Trueba: “Algunos secundarios consiguen convertirse en protagonistas con gran sorpresa de todos, empezando por ellos mismos, y así seres únicos e impagables como Totó, Pepe Isbert, W. C. Fields o Michel Simon tuvieron películas a su medida que les hicieron justicia”. Barea, nacido en Bilbao en 1949, curtido en el teatro independiente vasco, en series de televisión y en decenas de películas, es otro de esos casos, a los que nada parece impresionarles demasiado. Llega a una cervecería del centro de Madrid quitándose de la chaqueta los pelos del caballo que acaba de montar para la serie Carlos V. En ella encarna al IV duque de Alba. Lleva años resistiéndose a trabajar en series de largo recorrido y no tiene ni agente, ni quiere tenerlo. Rechazó ser el padre de Javier Cámara en la serie Siete vidas (que acabó siendo una madre con tendencia a la colleja, Amparo Baró) porque le dio vértigo la idea de tantas semanas atado a un rodaje. Vive el sacrifico del teatro como una liberación. “Yo vengo de una generación de autodidactas de Bilbao, donde no había ni teatros ni escuelas. Empecé en la parroquia del club juvenil de mi barrio, en el Casco Viejo. Mi padre era músico de cafetín, tocaba el piano. Él era navarro, y mi madre, mucho más joven, aragonesa. Maestra de escuela. Yo le llevaba las partituras a mi padre a los cafés concierto. A la familia de mi madre, que era muy fina, no les hacía gracia mi padre”. Barea rememora a sus progenitores intentando explicarse una vocación que venía de ninguna parte. “Yo qué sé a qué obedece. Veía teatro en el colegio y me tragaba toda la zarzuela. Luego con Álex [Angulo], a los 20 años, nos tocó el momento del teatro independiente en España. Los setenta. Muy militante. Y desde entonces no he parado”.
Barea cree que lo difícil en su oficio es permanecer. Y no se equivoca. Quizá por eso prefiere ser toda su vida un secundario de lujo a un coyuntural protagonista. Además, le incomoda la presión de la primera fila. “Yo he viajado con la furgoneta cargando todo, los focos y el decorado. Hacíamos teatro en el frontón o en el cine viejo. Y siempre hablábamos en plural. Éramos un colectivo, nadie pensaba en sus carreras individuales. Sin el otro no eras nadie”.
Mientras Javier Bardem fantaseaba de crío con ser Robert de Niro, Carlos Areces (Balada triste de trompeta, Los amantes pasajeros, Spanish Movie) tenía otras ambiciones: “Cerca de mi casa había una pista de patinaje, que en realidad era el techo asfaltado de un garaje, donde iban todos los chicos del barrio. O patinabas, o no eras nadie. Yo heredé unos patines metálicos antiguos y horribles de mis hermanos mayores y con cinco o seis años me presenté con ellos en la pista. Pero nada más entrar me pegué una torta enorme, provocando la risa de todos. Me encantó. Y pasé el resto de la tarde tirándome al suelo adrede solo para que me miraran. Llegué pletórico a mi casa. Era más feliz que Olivia Newton John en Xanadú”. Areces (Madrid, 1976) señala un hito incuestionable en su vocación: Martes y Trece. “También puedo decir que Peter Sellers, pero Martes y Trece me cambió la vida”.
“Cuando yo veía cine americano me resultaba ajeno. Yo quería ser como Manolo Morán y Pepe Isbert”, asegura Barea sobre unos referentes que lindan con los de Javier Gutiérrez. “A la hora de preparar La isla mínima me miré en el espejo de Alfredo Landa en El crack. Yo no me miro en Al Pacino o Sean Penn. Prefiero la escuela española, ese estilo y honestidad me parecen tan válidos como la americana o la inglesa. Me gustan José Luis López Vázquez, Ozores, Paco Rabal y Fernán-Gómez. Hace poco volví al ver Los santos inocentes y se me ocurren pocos actores del mundo capaces de hacer algo parecido a lo que hacen ellos”.
“Javier puede decir lo que quiera, pero le conozco de toda la vida, estudiamos juntos, y sé que no hay muchos que hagan un chéjov como él”, afirma Nathalie Poza (Madrid, 1972). Ella y Pilar Castro (Madrid, 1970) hablan en mitad del bullicio de la Gran Vía madrileña de sacrificio, de estudio y de muchas horas de trabajo e introspección. También de ser siempre de las que aceptan los papeles que rechazan las demás. Se conocieron en el grupo de teatro independiente Animalario y ahora coinciden con Susi Sánchez en el reparto de la nueva película de Almodóvar, Silencio. Castro (El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo, La gran familia española, Gordos) había llegado a la interpretación desde el ballet –un brazo partido truncó de niña sus aspiraciones como bailarina–, y Poza, desde un anhelo más difuso y existencial. Para ella, el único camino a la excelencia es solitario.
“De ti no esperan que seas guapísima o luzcas bien, sino un trabajo hondo. Y eso te hace exigente”, asegura una actriz cuyo nombre encabeza las carteleras de teatro, pero se queda en la segunda fila de los repartos de cine. “Curiosamente, no me han nominado nunca a un Max y sí tres veces a los Goya [Todas las mujeres, Malas temporadas y Días de fútbol]”, apunta. “Si hubiera nacido en los sesenta, habría sido la secundaria sueca de lujo del cine español. He nacido en una mala época”, bromea Castro.
Javier Gutiérrez: “Al preparar mi papel de ‘La isla mínima’ me miré en el espejo de Alfredo Landa en ‘El crack”
El teatro, dice, le ha enseñado a “vivir” el proceso creativo. “Sabemos de miedos, de vértigo, de creer que no vas a poder. Así nos hemos hecho adultas como actrices. He tenido muchas veces muchas ganas de dejarlo, harta de un trabajo tan expuesto, que si tienes que ser delgada y además tener no sé cuántos mil seguidores [en las redes sociales]. Un delirio. A mí lo que me gusta es actuar”. Castro y Susi Sánchez (Valencia, 1955) coinciden estos meses en el escenario con Buena gente. “Yo empecé muy tarde en el cine porque de joven tuve una primera experiencia muy mala. Desde entonces me centré en el teatro”. Secundaria de primera en decenas de películas (La teta asustada, La piel que habito, 15 años y un día, La voz dormida), su próximo proyecto es como protagonista de la nueva película de Ramón Salazar, con quien trabajó en 2014 en 10.000 noches en ninguna parte interpretando a una ingobernable y sórdida madre alcohólica. “Cuando una mujer pierde su carga sexual, los papeles escasean más. El cine se hace, hoy por hoy, con un prisma masculino. A aquella madre yo intenté darle una carga sexual, porque el sexo no desaparece cuando te haces mayor”, asegura la actriz, que se considera una rara avis. “En mi caso, cuantos más años tengo, trabajo más y mejor”.
Decía Stanislavski, maestro ruso de intérpretes, que no hay papeles pequeños, solo actores que los hacen grandes o pequeños. Es el mantra que se repiten estos creadores de miniaturas, capaces de hacer de lo breve algo inmenso. La delgada línea que separa al batallón de los secundarios (un ejército en el que también hay soldados de distinto rango) de los protagonistas es un límite muchas veces difuso que marca viajes de ida y vuelta. Al principio de su carrera, Bardem ganó su primer Goya como secundario por el yonqui al que daba vida en Días contados. ¿Y quién no recuerda a los secundarios de Berlanga o Almodóvar con tanta intensidad como a sus protagonistas? Un príncipe del método y de Hollywood, Montgomery Clift, al final de su carrera, enterró su vanidad de estrella para dejar huella eterna en la pantalla con los estremecedores siete minutos de su personaje en Vencedores o vencidos. El carisma de muchos secundarios, su servicio a la historia y no a sí mismos, ha obtenido su recompensa en la memoria de infinidad de películas.
Luis Bermejo (Madrid, 1969), uno de los actores principales de una de las películas del año, Magical Girl, resume las ventajas de diluirse en la segunda línea del reparto de una manera gráfica: “A veces son mejores las carreteras secundarias, están más vivas, hay curvas y cambios de rasante”. “Desde que empecé, tengo grabada la idea de que cinco minutos son igual de importantes que cien”, dice Malena Alterio (Buenos Aires, 1974). “El secundario carece de recorrido y a veces te lo tienes que inventar todo porque nadie te da muchas pistas. Eso puede ser un problema, pero también una ventaja, te da mucha libertad”. Alterio confiesa que no es fácil, lamenta que casi no se abra el abanico de los protagonistas, pese a que la gente agradece siempre cuando llega “el aire fresco”.
Ella, con una carrera de 10 años en el teatro, el cine y la televisión, recuerda las palabras de su padre, el actor Héctor Alterio. “A mi padre no le hizo ninguna gracia que mi hermano y yo fuéramos actores, sabía que era una vida inestable y dura y que el talento cuenta tanto como el azar. Yo le escuché y le intenté hacer caso, pero no pude retroceder. Con el tiempo, esas palabras retumban en mi cabeza, qué razón tenía, qué duro es. Pero, pese a eso, me sigue compensando”.
Al frente de esta nueva generación de secundarios superdotados, Javier Gutiérrez y Bermejo comparten un fuerte compromiso con su oficio. Carlos Vermut, director de Magical Girl, vio El señor, de Juan Cavestany, y escribió el personaje pensando en Bermejo, un actor con una sólida formación de clown. Su maestría para expresar con lo mínimo lo máximo le convierte en un intérprete tan poderoso como sutil. Los dos actores coincidirán en el nuevo proyecto de Cavestany. Aunque la taquilla y las televisiones imponen sus reglas a la hora de elegir los repartos, en los últimos años ha crecido también un cine que no está condicionado por esas exigencias. “Algunas películas no necesitan caras conocidas, ni al chico y la chica de moda. Buscan otra cosa”, opina Cavestany, que dio la campanada en la difusa categoría del “nuevo cine español” con Gente en sitios (2013), una cinta de mínimo presupuesto con decenas de actores donde todos eran secundarios al mismo tiempo que protagonistas. “Luis y Javier son dos actores con muchísimos recursos, yo diría que ilimitados, y sin miedo a nada. Esa capacidad de riesgo, ese compromiso, transmite una libertad de oro”.
Un maestro le dijo una vez a Nathalie Poza que ella no trabajaba para su profesión ni para sus amigos, que lo hacía para un desconocido. Fernán-Gómez, último patriarca de los actores españoles, hablaba de un oficio “imposible”, que necesita el elogio “sin medida, menos por vanidad que por la ineludible necesidad de ser tranquilizado, de recuperar la calma”. Areces recuerda las memorias de Alfredo Landa: “Me llamó la atención lo seguro que estaba de sí mismo, él sabía que era muy buen actor. Tuvo la suerte que no tuvieron otros de generaciones anteriores y pudo demostrar que era capaz de ser un grandísimo actor dramático, que lo hacía todo con una entrega absoluta”.
Areces es un autodidacto que estudió Bellas Artes en Cuenca porque era la Facultad con fama de ser más transgresora. Ahora acaba de terminar el rodaje de la última película de Alex de la Iglesia, Mi gran noche. Teñido de rubio y confeso e irremediable pesimista, dice que no cree en la versatilidad –“me parece sobrevalorada”–, sino en la verdad. “Ni Rafaela Aparicio ni Gracita Morales eran versátiles y no por eso eran peores actrices. Los secundarios míticos transmitían una autenticidad que el público adoraba. Yo quiero ver a Pepe Isbert. No me voy a pegar para interpretar a un marine que vuelve de Vietnam y se refugia en las drogas, sencillamente no doy el físico. Hay registros a los que no llegaré nunca y eso no quiere decir que no sea capaz de hacer otro tipo de papeles dramáticos. Lo que me transmite Carmina, la madre de Paco León, una mujer que jamás ha pisado una clase de interpretación, es mucho más que muchos que no paran de hacer cursillos”.
Pilar Castro se fogueó en academias, aunque también defiende un alimento más allá de las escuelas. “Antes no había aulas, pero había teatro: tres funciones al día. Los actores cenaban entre cajas, detrás del escenario. ¿Quién no aprende así?”. “Y esa es la raza de los actores españoles”, apunta Barea, “sin escuela, una especie asalvajada”. Palabras que recuerdan a las de un crítico español que tituló Elogio de la horda cómica un ensayo dedicado a estos “ciudadanos de una tribu sin libros de contabilidad moral, que reconstruyen el esplendor humano en los vertederos de la única sabiduría no aprendida, que es la sabiduría del gesto”. Ese gesto de raíces innegociables es capaz de sobrevivir de generación en generación y renacer hoy con más fuerza que nunca.
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