Verano en La Ricarda
FOTO: Asier Rua
Ricardo Gomis e Inés Bertrand le encargaron al arquitecto Antonio Bonet Castellana (1913-1989) una casa entre pinos en El Prat (Barcelona). Esta joya racionalista junto al Mediterráneo mantiene intactas las estancias, la arquitectura y el mobiliario construido en los años sesenta. Por ellas no parece haber pasado el tiempo. Sin embargo, es el mensaje de una arquitectura burguesa y culta que servía, además de para el disfrute privado, para indicar caminos, lo que ha ganado peso con el paso del tiempo.
La Ricarda se hizo por carta. Antonio Bonet Castellana vivía en Argentina cuando los Gomis le encargaron su vivienda de veraneo. Había llegado a Río de la Plata tras trabajar para Le Corbusier, en París, cuando estalló la Guerra Civil. Y en Argentina había fundado con Jorge Ferrari y Juan Kurchan el grupo Austral. Los tres arquitectos fueron los autores de una de las butacas más famosas de todos los tiempos: la Butterfly, que, por supuesto, también está instalada en la Ricarda.
La familia Gomis le pidió a su arquitecto más una forma de vida que un icono. Y hoy la casa es a la vez la memoria de una época, de una familia y de un momento cultural. Materializa el entendimiento entre un arquitecto perfeccionista y un cliente culto y exigente que compitieron en sorprenderse mutuamente durante los 13 años que se prolongó la construcción.
Ricarda era la laguna junto al, entonces, aeródromo del Prat. Allí, Inés Bertrand había heredado un terreno en el delta del río Llobregat, a 20 kilómetros de Barcelona. Antes, su abuelo, a finales del siglo XIX, plantó pinos piñoneros para fijar las dunas de arena en la zona próxima a la playa. Justo allí se levanta hoy la casa, una vivienda que no mira el mar, pero lo deja sentir con una sutileza inusitada.
Y es que a los pinos plantados por el abuelo Bertrand les siguió la barrera vegetal de tamarindos, yucas y ágaves que plantó el matrimonio y que hoy cuida Miguel Ángel, el jardinero y único empleado al cuidado de este icono involuntario.
A 150 metros del Mediterráneo, el mar no se ve, pero se escucha (cuando los aviones no despegan). También se huele más allá de los pinos detrás de la gran piscina que cierra la plataforma de hormigón sobre la que se levanta la vivienda. Y, sobre todo, se adivina. Los cañizos, los senderos de arena que conducen hasta la orilla tienen un poder evocador superior al de las vistas marinas. El País entró en esta joya de la arquitectura racionalista para descubrir que su gran sala de estar (de 130 metros cuadrados) fue ideada por el ingeniero Ricardo Gomis –que se encargó de la instalación eléctrica y la conducción de agua y calefacción de la vivienda- como sala de conciertos.
La relación entre Antonio Bonet Castellana y la familia Gomis está escrita. Docenas de cartas atestiguan el cuidado puesto por uno y por otros. Una visita basta para comprobar su traducción a arquitectura, mobiliario y forma de vida. El pabellón de los niños indica que, lejos de sobreprotección, los jóvenes necesitan intimidad. También el pabellón de servicio está diseñado, hasta el último detalle, con una combinación de pragmatismo y autoexigencia. Por eso, aunque hoy, más de medio siglo después de que se concluyera, la casa sobrevive a base de visitas y de los cuidados de los hijos del matrimonio Gomis, La Ricarda sigue siendo un legado ideológico, además de arquitectónico. Quien se acerque a conocer este patrimonio no encontrará una casa sino un mundo. El de los diseñadores artesanos, el de los clientes cultos, el de los veranos largos y el de un pedazo de los años sesenta no anclado en el tiempo sino admirablemente vivo.
Babelia
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