‘Millennium’, marca registrada
El personaje de Lisbeth Salander se ha convertido en una marca. Lo único que puede exigir el consumidor es que cumpla las leyes del comercio y que el etiquetado sea el correcto
Imaginen que el Millennium de David Lagercrantz fuera mejor que el de Stieg Larsson. Ahora imaginen que el Quijote de Avellaneda fuera mejor que el de Cervantes. ¿Resuelve ese pequeño ejercicio sus dudas sobre el hecho de que un autor escriba una novela usando a un personaje creado por otro? Es posible que no las resuelva porque no se trata de una cuestión de calidad sino de legitimidad. Y la legalidad no ayuda a resolverla: es la ley la que permitió a Alexandra Ripley continuar “oficialmente” las desventuras de Scarlett O'Hara, a William Boyd las de James Bond, a John Banville las de Philip Marlowe y a Sophie Hannah las de Hércules Poirot.
Durante años, el novelista Martin Amis fue en Inglaterra el “hijo de” Kingsley Amis lo mismo que, con otros talentos, Enrique Iglesias era el “hijo de” Julio Iglesias. Cuando le preguntaban cómo se sentía ejerciendo el mismo oficio que su padre, el joven Amis solía responder: “Es como heredar el bar de la familia”. Pues bien, eso es lo que han hecho, sin necesidad de redactar una línea, los familiares de Stieg Larsson (como antes los de Margaret Mitchell, Ian Fleming, Raymond Chandler o Agatha Christie): heredar un bar con 80 millones de clientes. Ese fue el número de lectores que, según sus editores, tuvieron las tres primeras entregas de la serie. Nadie en su sano juicio cierra un negocio con esa clientela. Ni siquiera por defunción del dueño. Aunque los escritores fuman y beben cada vez menos, la hostelería y la literatura se parecen cada vez más. Sin embargo, sigue habiendo entre ellas alguna diferencia cuando no se trata de meros productos literarios: una visión del mundo, una voz, un sentido del humor peculiar, esas cosas. El hecho de que escribir sea una labor individual hace que no sirvan para valorarla los criterios que usamos para artes colectivas como el cine o la arquitectura. Aunque no sea lo mismo terminar la Sagrada Familia que The Walking Dead.
Más allá de su calidad literaria, Millennium no es un caso de creación sino de explotación (rizando el rizo conspiranoico, cabría imaginar que esta cuarta entrega no es más que una estrategia para dar nueva publicidad a las tres primeras, las buenas). El personaje de Lisbeth Salander se ha convertido en una marca. Lo único que puede exigir el consumidor es que cumpla las leyes del comercio y que el etiquetado sea el correcto. En el fondo, se trata de lo mismo que hicieron en el siglo XVII, y entre una legión de continuadores, Juan de Luna con el Lazarillo o Agustín de Salazar con La Celestina: aprovechar el tirón popular. La diferencia es que entonces no se pagaban derechos de autor. En parte porque un autor no tenía demasiados derechos.
Hoy la fanfiction llena Internet de secuelas firmadas por aficionados que quieren más aunque no sea mejor. Algunas tienen mucha gracia. Si pensaran en la literatura, los herederos de novelistas muertos enterrarían al autor junto a sus personajes o dejarían que cualquiera prolongara su vida. ¿Control de calidad? Tener los derechos de un escritor no equivale a tener su criterio. Todos los lectores —y algunos editores— rezan para que un día escriban un Quijote mejor que el de Cervantes.
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