Gerard López, manual para hacerse millonario
La historia de un 'inversor en serie' español, que invirtió en Skype cuando era poco más que un sueño y que en dos años ganó cientos de millones. Un hombre que apostó después por la Fórmula 1, compró un equipo, se hizo amigo de Vladímir Putin y sueña con el Ártico.
En el comienzo fue Gerardín. Un chaval grandullón, sonriente y adicto al deporte que jamás se ponía nervioso. Hijo de inmigrantes gallegos en la próspera Centroeuropa setentera. Culé. Que soñaba con ser Ayrton Senna o Michael Jordan y comprarse un descapotable. Mejor si era un Porsche. También quería un cronómetro suizo. Y las Nike más chulas. Lo quería todo. Pero tenía muy poco. “Mi familia era pobre. En la aldea, en Riotorto, no teníamos ni cuarto de baño ni agua corriente. Nos lavábamos con una palangana. Había una economía de subsistencia. Habas y afiladores. Toda mi familia marchó a la inmigración. Mi padre se fue a Europa a los 17 años a trabajar en la construcción; estuvo en Suiza y Bélgica; tuvo una carnicería en Luxemburgo y terminó exportando jamón de bellota al Benelux. En verano me obligaba a estudiar después de comer. Se empeñó en que aprendiera idiomas. Nunca he olvidado de dónde vengo. Si las cosas fueran mal, podría vivir de otra manera. Y ser feliz”.
Gerardín creció en Luxemburgo, en Esch-sur-Alzette, una pequeña localidad limítrofe con Bélgica, con sus padres (Gerardo López y Arundina Fojaca) y sus dos hermanas, en un pisito de dos habitaciones y vistas al campo del equipo de fútbol local que hoy posee. Era un barrio de inmigrantes italianos y portugueses. “Allí comencé a chapurrear el italiano. Ya sabía francés, alemán, luxemburgués, español, gallego, portugués e inglés. Y en la universidad me metí con el japonés. Y con el árabe por los amigos”. Había nacido en Luxemburgo en 1971 casi por casualidad; volvería a España, a la aldea, a Espasande de Baixo, a una hora de Lugo, para vivir con su abuela materna hasta los siete años. El Gerardín adolescente nunca fue un gran estudiante, pero tenía un alto coeficiente de inteligencia. Se machacaba al fútbol y al baloncesto. Y se tragaba todos los partidos de los equipos españoles: “Siempre he padecido ese patriotismo incondicional del inmigrante. España era para mí lo mejor. Pensaba que en la inmigración estábamos de paso. Que mi futuro estaba en mi tierra gallega. Y lo pasé mal. Luego me fui dando cuenta de que tenía que ser feliz donde me tocara. Lo que haiga es. Pero mi pasaporte sigue siendo español. Por la mañana iba a la escuela luxemburguesa y por la tarde a la española. Y en ese trasiego aprendí a interpretar la realidad; vi las dos caras de la historia. De día, en francés y alemán, Pizarro era un genocida; por la tarde, en español, Pizarro era un héroe. Yo tenía una visión de conjunto mientras mis amigos se enteraban de la mitad. Y así he realizado mis inversiones: intentando comprender el mundo; conociendo a fondo todas las facetas de un negocio; quién está detrás; la cara y la cruz. Por ejemplo, de Rusia. Mi poder es entender a la gente; de dónde vienen y qué quieren hacer. Y eso me lo da mi biografía, haber sido pobre y luego rico. Para meter mi dinero tengo que sentir un flechazo. Lo mío es pasión. Me gustan los retos. Correr riesgos. No soy un financiero puro. Busco divertirme”.
Quería construir el futuro, no adaptarme a él. ser protagonista. Y con el nacimiento de Internet estaba en el lugar adecuado”
Con 17 años cumplió su sueño americano a base de becas y fregando platos en una emblemática universidad de Ohio, la Miami University, en cuyo consejo asesor hoy figura. Estudió (sin matarse) matemáticas, estadística e ingeniería de sistemas, cuando nadie sabía para qué servía aquello. Lo combinó con arte asiático y “con lo que allí llamaban entrepreneurship: quería aprender a diseñar empresas; buscar oportunidades para desarrollarlas. Y venderlas. Sin prisas. Esa es la clave”.
Descubrió Internet a comienzos de los noventa, cuando era una especie de oscuro secreto militar. “Aunque en 1993 ya se había autorizado su uso comercial, la Red aún era contemplada como una moda pasajera; algo que se iba a desinflar. Esa idea estaba muy instalada en Europa, que iba tecnológicamente cinco años por detrás de Estados Unidos. Y muy rezagada en la inversión en ese tipo de compañías. Nadie en Europa apostaba por Internet. No había fondos. Y mi idea fue rastrear en esas tecnologías, encontrar oportunidades de negocio; buscar quién las podía desarrollar y convertirlas en productos o servicios, y atraer a grupos que estuvieran dispuestos a invertir a nuestro lado. Reunir a gente para hacer algo grande con las emergentes. No se trataba de mejorar lo que ya existía, sino de hacer algo nuevo, ser los primeros y romper el mercado. Quería construir el futuro, no adaptarme a él. Ser protagonista. Y con el nacimiento de Internet estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado”.
López programaba desde adolescente y había ideado incluso una aplicación comercial a los 15 años. A su aire. Sin jefes. Quería ser su propio patrón. Como los chinos. “A los 24 años me ofrecieron ser socio de la consultora Andersen; a la gente se lo ofrecían con 40. Era un puestazo. Dije que no. Ser un ejecutivo a esa edad me parecía el anticlímax. Yo quería crear un fondo tecnológico. Pero primero aprendí a montar mis empresas”. En aquellos primeros pasos, sin saberlo, se estaba convirtiendo en un emprendedor. Un acuñador de start-ups; de compañías emergentes, arriesgadas y revolucionarias, nacidas desde cero en la atmósfera de la nueva economía. Con 20 años, en 1992, creó su primera empresa. No había terminado la carrera. Se llamaba Icon Solutions. Se puso un sueldo de 1.800 euros. La vendió 18 meses más tarde. Creó una segunda, ProLease, de alquiler de coches, y repitió la jugada. Y una tercera, Securewave, que siguió el mismo camino. En aquellos primeros envites ganó su primeros millones de euros y se llevó a sus amigos de fiesta a Manhattan. Y se compró un deportivo y un Rolex que guarda como un símbolo. Hoy tiene una de las mejores colecciones de coches clásicos y de relojes de máxima complicación del planeta. Caprichos de decenas de millones de euros.
“Soy un gallegazo poco dado a alharacas”. Es cierto. Gerardín es un tipo sencillo y hermético, que se mueve con comodidad en las sombras, el territorio propicio de alguien cuyo trabajo es confiar en su olfato y comprar antes que nadie sin que se sepa cuánto ha metido, y vender a tiempo sin que se sepa cuánto ha obtenido. Su primer mandamiento es la discreción. Pero, más allá de esa opacidad, tiene unos gustos muy caros. Incluidas sus mansiones blindadas en Londres, Luxemburgo y Dubái. Y sus aviones y coches Ferrari y obras de arte. Se empeña en no dar esa impresión. Con sus vaqueros y deportivas (tiene una inmensa colección perfectamente clasificada), su cráneo rapado, barba de tres días y alergia a las corbatas, que le sitúan estéticamente en la generación de los hoodies, los irreverentes billonarios de la Red como Mark Zuckerberg (fundador de Facebook). Sin embargo, tras esa imagen hay un supermillonario que se comporta como tal.
Con menos de treinta años, Gerardín se convirtió en Gerard López. El cazador. Un inversor especializado en capital-riesgo que en solo dos años se iba a hacer muy rico apostando por Skype (la aplicación gratuita de transmisión de voz por Internet); de los primeros europeos que arriesgaron su dinero (y el de otros) en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que le harían aún más rico comprando y vendiendo participaciones de compañías en ciernes por todo el mundo. Calculando cuánto dinero exponer en función del rendimiento que pretendía obtener en no más de cinco años: el entry point y el exit point en la jerga de los financieros. Que tuvo la insolencia de internarse en 2009 en la azarosa jungla de la Fórmula 1 dominada por el dios Bernie (Ecclestone) y un puñado de arrogantes marcas como Ferrari, Mercedes o McLaren, con presupuestos de hasta 400 millones de euros, y comprar a Renault su escudería sin más fondos que los de su bolsillo para darse a conocer en todo el planeta; para construir negocios sobre ese negocio; acompañando al circo global ambulante de las carreras en su avión tapizado de madera y suave cuero beis. En ese camino, entre Mónaco, Kuala Lumpur, Abu Dabi y Melbourne, no desperdició ni un segundo. Se destapó como un brillante relaciones públicas. Cortejó a soberanos europeos, príncipes árabes, potentados hebreos, estrellas de Hollywood, mandatarios asiáticos; a Rajoy y Feijoo; y al propio Putin, con el que mantiene una gran relación personal y con el que se comunica en alemán (Putin fue durante años agente del KGB en Alemania Oriental). Es de los pocos que han contemplado al zar emocionándose en la intimidad de su dacha ante el tañido de un pianista y dando de comer manzanas a sus mascotas. El líder ruso le preguntó durante un fin de semana de camaradería: “¿Te ayudaría que la gente supiera que somos amigos?”. López contestó afirmativamente. No hizo falta más. “El presidente me ha abierto todas las puertas sin hacer ni una sola llamada. La gente sabe lo que tiene que hacer. Y yo estoy buscando inversores dispuestos a apostar por Rusia. Es mi objetivo”.
Su nueva pasión es la conquista del Ártico, sus fuentes de energía y las enormes posibilidades de sus rutas comerciales alternativas a las que transcurren por Suez; donde todo está por hacer (desde puertos y ferrocarriles hasta plantas de gas, viviendas, hospitales y barcos gaseros), y que él compara en su desafío tecnológico con la carrera espacial: “Construir aquí es una proeza; la maquinaria se congela; el hormigón no cuaja; los helicópteros no despegan. El Ártico es la última frontera científica del mundo, y eso me atrae. A mí me pone el riesgo, la tecnología y la energía, y aquí tengo esos tres elementos”. Y también le atraen unos retornos financieros que en Rusia pueden ser inmensos. Hasta 20 veces lo invertido y, además, con el apoyo del régimen, ansioso de abrir su economía al mundo y captar inversiones para contrarrestar las sanciones económicas de Occidente por el conflicto ucranio. López está decidido a reunir 12.000 millones para dar el primer paso en torno a la península de Yamal. Y tirar de su agenda de contactos en el Pérsico para que sean posibles esos fondos con los que pretende que el infierno blanco se convierta en un territorio de futuro. Y estar allí desde el minuto cero.
“Quería hacer capital-riesgo en Europa, pero estar más cerca de las empresas, de su desarrollo, no hacer solo inversiones financieras”
“No he sido un espectador. Soy un creador. No me he quedado sentado viendo cómo otros construían el futuro. Me gusta estar donde pasan las cosas. Mi oficio no consiste en poner la pasta y desentenderse. Nos llaman y nos piden ayuda financiera, pero también una participación activa en estrategia, gestión y marketing. Y eso es importante en Rusia, donde cuentan con un excepcional capital humano y nula capacidad comercial; tienen decenas de premios Nobel, pero no saben hacer un iPhone. Y ahí encajamos”.
El vuelo entre Moscú y Salejard, cuatro horas sobre el blanco y monótono manto de Siberia hasta más allá del Círculo Polar Ártico, da para mucho. El elegante Embraer Legacy 600 con capacidad para 16 pasajeros sobrevuela la tundra y la taiga desprendiendo un murmullo soporífero de motores. La moqueta es mullida como una pradera, y el menú, de estrella Michelin. A bordo, piloto y copiloto españoles, un par de asistentes y López acompañado por sus tres socios rusos en la empresa Rise Capital (de la que se hizo con la mitad de las acciones a comienzos de este año a través de Nekton, su compañía de inversiones en el mundo de la energía): un sofisticado banquero de negocios, un constructor de éxito y un hombre del gas. Las tres patas del proyecto de Gerard López. El distrito autónomo de Yamal, donde aterrizaremos en unas horas, atesora la mayor reserva de gas del planeta (además de yacimientos de petróleo y otras materias primas), de un Estado, Rusia, donde el 40% del PIB se debe al sector del gas y el petróleo.
No es un tiburón al uso. López tiene un aspecto delicado para su envergadura; voz suave, gesto inocente y manos pequeñas. Y cierta propensión a coger kilos. Inspira confianza. Pero su intimidad es acorazada. Cuenta que sus amigos llaman a su casa “Guantánamo Bay, porque tiene 40 cámaras de vigilancia. El año pasado sufrí un asalto, y ni una broma”. Es alérgico a las redes sociales. Y prefiere no hablar de su vida personal. No da más razón de sí. A cambio, accede a contar a 10.000 metros de altura cómo se hizo rico con Skype. Tiene cuatro horas.
En 2000 Gerard López montó su primer fondo de inversión dedicado a financiar start-ups relacionadas con Internet, software, telecomunicaciones, biotecnología, gestión financiera y comercio electrónico. Tenía 28 años. La bautizó Mangrove Capital (“un manglar es un árbol que tiene raíces de kilómetros, crece rápidamente y aguanta huracanes”). Sus socios eran un americano y un alemán a los que había conocido en Andersen: Mark Tluszcz y Hans-Jürgen Schmitz. “Queríamos hacer capital-riesgo tecnológico en Europa y los países bric (Brasil, Rusia, India y China). Pero queríamos ser un fondo diferente: estar más cerca de las empresas; apostar sin intermediarios; entrar en su desarrollo, frente al modelo europeo que era de simples inversiones bancarias y financieras. El año 2000 fue un momento extraño; acababa de reventar la primera burbuja tecnológica y se había llevado por delante a centenares de fondos y empresas. El índice bursátil Nasdaq había perdido cinco veces su valor. Aquel escenario ponía en duda el futuro de Internet. En ese preciso momento llegamos nosotros. Repasamos 3.000 informes de start-ups donde invertir. La clave era encontrar algo nuevo, no ir por detrás de los acontecimientos”.
Entre los supervivientes del naufragio tecnológico se encontraban dos tipos peculiares, Niklas Zennström y Janus Friis; dos jóvenes informáticos nórdicos que habían desarrollado una aplicación revolucionaria llamada KaZaA, destinada al intercambio de archivos musicales de ordenador a ordenador, que fue pasto de las querellas por la entonces poderosa industria musical global y borrada del mapa. KaZaA tuvo una vida corta, pero Zennström y Friis conservaron su tecnología. En 2002 estaban dispuestos a ir más lejos: convertir su descubrimiento en una aplicación gratuita para el intercambio de voz e imágenes a través del ordenador. Convertir un portátil en un videoteléfono. No tenían un céntimo para su desarrollo y ningún fondo estaba dispuesto a apostar por su invento. Una veintena ya les había cerrado las puertas. A comienzos de 2002 se encontraban en vía muerta.
En Fórmula 1, lo importante es estar. Y que te vean 2.000 millones de personas cada temporada. no es lo que ganas, sino la notoriedad”
En algún momento de aquel verano se encontraron con Gerard López. Y le explicaron el proyecto. López quería invertir en alguna aplicación relacionada con la música. Tomar la delantera y darse a conocer. Skype era un acto de fe. Solo existía sobre el papel. Era un par de ordenadores y de desarrolladores bálticos a los que no había dinero para pagar. Además, invertir en Skype suponía enfrentarse a las operadoras telefónicas por competencia desleal. Skype no estaría operativo hasta el verano de 2003. Sin embargo, López se quedó fascinado por su capacidad para crear una inmensa comunidad de Internet en torno a una tecnología de uso sencillo. “Tuve una corazonada”. Skype comenzó a emitir el 29 agosto de 2003. Funcionaba. En cuatro semanas tenía 10.000 usuarios. En dos años, 54 millones.
La financiación de una start-up es un proceso complejo que se inicia con el dinero del emprendedor; sigue con el de sus cercanos (las tres efes: family, friends and fools); continúa con el de sus empleados (a cambio de acciones), para acceder más tarde al capital de los angels, expertos en costear los primeros escenarios de una empresa a base de incubadoras y aceleradoras. El problema llega a partir de ese momento, cuando esa compañía pretende conseguir masa crítica para situarse en el mercado y no tiene acceso al crédito bancario. Es la crisis del equity gap. Y ahí deben aparecer las empresas de capital-riesgo y organizar rondas de inversores para captar millones de euros a cambio de acciones. Después, el último escenario es la venta de esa start-up a un gran grupo empresarial o su salida a Bolsa. En esos dos escenarios financieros, el inversor de primera hora siempre gana.
En diciembre de 2003, Mangrove, la empresa de Gerard López, encabezó una primera ronda de inversores para capitalizar Skype, a la que atrajo a fondos tan veteranos como Draper, Index y Bessemer por valor de 25 millones de euros; y una segunda en marzo de 2004, en la que se consiguieron 19 millones. Es difícil saber cuánto desembolsó López. Posiblemente en torno a cuatro millones. Un año y medio más tarde, el 12 de septiembre de 2005, el poderoso portal de comercio electrónico eBay adquiría Skype por 4.000 millones de euros. López ni confirma ni desmiente, pero su beneficio se situó en torno a 400 millones de euros. El pelotazo de su vida. Y su entrada en las grandes Ligas. A partir de ahí llevaría a cabo una sucesiva toma y venta de participaciones en firmas tecnológicas como Brokat (con un beneficio de 10 veces lo invertido), Dialcom, Nimbuzz o Wix (donde invirtió un puñado de millones y de la que hoy posee, según la Securities and Exchange Commission, el 21% de las acciones de una compañía que vale 1.200 millones). Además de un extenso repertorio de inversiones y desinversiones en un centenar de empresas emergentes del comercio electrónico, la venta de lujo, los juegos en red, la moda, la gestión de reservas hoteleras y de hospitales, el manejo de estadísticas, las energías limpias, la belleza o la moneda virtual, que le harían mucho más rico.
Cuando Gerard López tenía cinco años, un pariente le regaló 300 pesetas, con las que se compró un coche de Fórmula 1 en miniatura: “Un Lotus negro y oro”. Una profecía. Su entusiasmo por los coches le llevaría a montar en 2006, con las arcas repletas tras la aventura Skype, Gravity Sport (una compañía que aunaba la alta competición con la gestión de la carrera de pilotos) junto a un nuevo socio, viejo amigo y también enganchado a las carreras, Éric Lux. Ambos llevaban gasolina en las venas y han corrido juntos durante estos años a bordo de un impresionante Mercedes SLS las 24 horas de Paul Ricard y de Abu Dabi. Pronto se convirtieron en dos habituales de la Fórmula 1, donde invitaban a posibles inversores. En 2008, López y Lux crearían un nuevo fondo, Genii Capital, que asumiría el control de Gravity Sport, además de centrarse en el asesoramiento financiero y la inversión en empresas consolidadas de tecnología, energía y energías limpias, que hoy producen motores limpios, taxis ecológicos y tunean coches Porsche. “Concebimos Genii como un lugar donde conectar empresas, intereses e inversores”. A este paquete de intereses en Genii se añadirían los negocios inmobiliarios de Éric Lux, bajo la marca Ikodomos, que hoy dispone de inversiones de 2.000 millones de euros en bienes raíces en todo el mundo, desde Luxemburgo y Manhattan hasta Corea del Sur.
El Motorsport Valley es un territorio bucólico a una hora y media de Londres donde se concentra la industria de la Fórmula 1. Aquí tienen sus factorías y cuarteles generales, sus laboratorios, túneles de viento e impresoras en 3D de millones de euros los equipos Mercedes, Red Bull, McLaren, Williams, Force India, Lotus y Marussia. Lo que ha supuesto la creación de una masa crítica tecnológica de miles de millones de euros que da empleo a 20.000 ingenieros. Gerard López y Éric Lux llegaron hasta aquí, a Enstone, muy cerca del palacio de Blenheim (donde nació Churchill), en diciembre de 2009 para hacerse con el control del entonces equipo Renault de Fórmula 1. La empresa automovilística francesa quería abandonar sin perder un instante la competición. En mitad de una crisis económica, con despidos en sus factorías y oscuros casos de corrupción protagonizados por Flavio Briatore (el director de la escudería) que salpicaron al equipo (y a la imagen de marca), su intención era vender como fuera. Era la ocasión que buscaba Gerard López, que llevaba un año intentando entrar en el circo. Había probado hacerse con la escudería Toro Rosso sin éxito. Después con Sauber. En el caso del equipo Renault, López cortejaría hábilmente al dictador de las carreras de coches, el octogenario Ecclestone, para que le apoyara. Lo consiguió. En 2010, Gerard López se hizo con el 75% de las acciones del equipo, y al año siguiente, con el 25% restante. El 2012 lo rebautizaría Lotus F1 Team, como aquel coche de miniatura con el que jugaba de niño. El valor de la escudería estaba en torno a los 300 millones y tenía 500 empleados. Es difícil saber cuánto puso sobre la mesa de Renault. Nunca se sabe cuánto pone Gerard López sobre la mesa.
Cinco años más tarde, la historia se repite, pero en sentido contrario. López acaba de revender sus acciones a Renault, que regresa a la competición una vez que el temporal económico y mediático ha amainado. Gerard López sale de la Fórmula 1 dejando un equipo con 200 millones de deuda y sin haber pasado en seis temporadas del cuarto puesto en la clasificación final. Tampoco ha logrado imponerse al correoso Ecclestone para que los equipos medianos (como Lotus) obtengan un mayor porcentaje de los mil millones con los que la televisión engrasa la competición automovilística. Ni para que el capo de la Fórmula 1 extendiera el business de la Fórmula 1 a Internet, como López ha intentado estos años. ¿Ha sido un buen negocio para el inversor gallego? Él no se arruga. “Según lo que llame usted un buen negocio. Aquí es complicado cuantificar los retornos. Para empezar, nos hemos divertido. Y hemos extendido nuestra red. Nos ha abierto puertas y mercados impensables en 20 países. Cuando llegamos a la Fórmula 1, nuestra idea no era solo correr, sino crear una plataforma de negocios; una embajada volante de Genii; una oficina global para hacer contactos, crear negocios y buscar socios. En cada país nos hemos reunido con monarcas, políticos, empresarios y financieros. Y somos más conocidos de lo que nunca imaginamos. Y hemos hecho grandes negocios. En Fórmula 1, lo importante es estar. Y que vean tu logotipo 2.000 millones de personas cada año. No es solo lo que ganas, sino la notoriedad que adquieres. Nuestra entrada y nuestra salida de la Fórmula 1 han supuesto un pleno”.
La pieza más grande que Gerard López se ha cobrado en estos años gracias a la Fórmula 1 ha sido Vladímir Putin, el hombre fuerte de Rusia desde 1999. En el verano de 2010, después de participar en el Foro Económico de San Petersburgo (la ciudad natal y fetiche político del presidente), López, haciendo uso de su desparpajo social, invitó al mandatario a pilotar uno de sus bólidos. Putin accedió. A comienzos de noviembre, el entonces equipo Renault-Lotus se desplazó hasta un lugar indeterminado de la frontera de Finlandia con Rusia. Y desde allí, escoltado por el ejército, hasta la vecina San Petersburgo. En las inmediaciones de la capital, en una discreta base militar, Putin condujo durante un par de horas el monoplaza a 250 kilómetros por hora tras la estela de Gerard López cubierto con un casco con el águila imperial rusa. Era el comienzo de una buena amistad. El caluroso recibimiento de Dmitry Kobylkin, gobernador de Yamal y hombre de confianza de Putin en El Dorado del Ártico, a López en Salejard no deja lugar a dudas: es de la familia. Es de los suyos.
La distancia entre Salejard y Espasande de Baixo, desde los hielos perpetuos de la capital de Yamal hasta la niebla y eucaliptos de esta aldea gallega con siete casas de piedra, es de 7.123 kilómetros. Un hombre tendría que caminar 60 días sin descanso para llegar de Lugo a Siberia. Es la mejor metáfora de la larga andadura de Gerard López. Hoy ya no la haría a pie. Sino en su avión.
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