Mi vecino el golpista
Cuando el escritor mexicano Daniel Saldaña París fue a estudiar a Madrid no sabía que compartiría edificio con el famoso teniente-coronel Antonio Tejero
La primera vez me fue difícil reconocerlo sin el tricornio, sin el gesto de exaltado patán, ya encanecido su bigote de afiliado sentimental al depuesto régimen. Pero sin duda era él, parado frente a mí en el estrecho elevador. Traté de examinar su rostro, de buscar en su mirada un atisbo de excentricidad, de locura, algo que me indicara que aquel viejo que me lanzaba miradas desconfiadas, al sesgo, era el mismo que había visto alguna vez en el ridículo metraje de televisión del asalto al Congreso: el teniente coronel Antonio Tejero.
Viví en Madrid entre 2002 y 2006, mientras estudiaba la licenciatura en Filosofía en la Complutense. Hasta entonces había vivido siempre en México, donde nací, y conocía poco España, de visitar a mi familia durante algún verano. Educado en un colegio de exiliados republicanos en la Ciudad de México, y criado al fragor de las discusiones sobre el franquismo sostenidas por mis abuelos, mis nociones de la historia política española, sin embargo, se detenían en los años oscuros de la posguerra, y muy poco sabía yo sobre la transición democrática y aquel célebre intento por sabotearla.
«Tendrás un vecino notable», me dijo mi abuelo, «el cabrón ese de Tejero, que vive en el departamento de abajo»
Mi abuelo tenía un departamento en la glorieta de San Bernardo, en los edificios Princesa, y tras unos meses de negociaciones me permitió ocuparlo. «Tendrás un vecino notable», me dijo con su característico sarcasmo, «el cabrón ese de Tejero, que vive en el departamento de abajo».
Me acostumbré a verlo a veces en el elevador, o atravesando el patio principal de la comunidad, o entrando por el portón de Santa Cruz de Marcenado. Pero Tejero no era el vecino que más destacaba en los edificios Princesa —construidos en 1975 como viviendas para militares— sino yo: el único extranjero, el único joven, el único estudiante entre una población más bien envejecida y más bien conservadora.
No hice muy buenas migas con los vecinos, pero uno de los porteros del edificio me adoptó como confidente. Había sido guitarrista de Raphael durante los años 60, como demostró con orgullo llevándome varias fotografías en las que se lo veía junto al cantante —que hoy luce más joven, milagrosamente—. Ese portero era el encargado de llamar a la policía si algún coche sospechoso se detenía junto a la entrada: un edificio de militares retirados, con un habitante de tan infausta memoria como Tejero, era presumiblemente un blanco apetecible para la ETA, según me explicó.
A lo largo de esos años me dediqué a mirar obsesivamente las imágenes del fallido golpe, fijándome especialmente en el rostro de mi vecino, en su postura corporal mientras apuntaba la pistola hacia los diputados. Paralelamente, me obsesionó también la idea de saber más sobre la vida de Tejero en el presente. Intenté en vano obtener información a través del portero, a quien sólo le interesaba rememorar sus tiempos con Raphael. (No fue sino hasta que leí, años después, el estupendo libro de Javier Cercas, Anatomía de un instante, que di por satisfecha mi curiosidad en torno al bigotudo señor del departamento de abajo.)
Quizás no fue tan buena idea revelar la identidad de mi vecino durante la única fiesta que organicé
Quizás no fue tan buena idea revelar la identidad de mi vecino durante la única fiesta que organicé ahí. Desde mi percepción extranjera, jamás hubiera sospechado que aquel suceso de 1981 despertaría aún reacciones violentas entre un grupo de universitarios que ni siquiera habían nacido en aquel entonces. Pero mis compañeros de jolgorio parecían vivir en un presente ampliado que incluía no sólo algunos episodios de 1981, sino también algunos de 1936, y la noticia de que a pocos metros dormía Tejero inflamó sus alcoholizadas imaginaciones. «Vamos a despertarlo y le pegamos de hostias», propuso el más osado. Desde luego, la épica de hacer justicia excitó también mis emociones de veinteañero, pero no quería perder el derecho a vivir en aquel piso, así que procuré calmar los ánimos y convencí a mis amigos de que en vez de confrontar al golpista podíamos mandarle mensajes con aviones de papel desde el balcón. Confiaba en que el estado etílico de la reunión entorpeciera la maniobra y que ninguna amenaza de muerte alcanzara el balcón de Tejero. Pese a ello, escribí yo mismo un mensaje, de intención más bien paródica, y lancé mi avioncito de papel. Decía solamente “Que se sienten, ¡coño!”
Nunca dejó de sorprenderme que la Historia y mi vida cotidiana se entrelazaran de un modo tan insospechado. Los protagonistas de la Historia, pensaba, pertenecían a un mundo paralelo, donde soportaban el castigo de su éxito o su fracaso rodeados exclusivamente de prohombres y villanos, jamás de anónimos lectores de Descartes como yo. Por el contrario, mi vecino golpista era un jubilado más de los muchos que me miraban con recelo en el elevador, lamentando en silencio que su inmaculada patria se hubiese degradado al punto de permitir que un joven mexicano viviera, como un espía, entre ellos.
Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984) es autor de En medio de extrañas víctimas (Editorial Sexto Piso).
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