Celebrar y reclamar
Hoy, Día de Europa, hay que exigir a los líderes más y mejor integración
Hoy se cumplen 66 años de la Declaración Schuman, el pistoletazo de salida para la Europa comunitaria, del carbón y del acero, del mercado común y, más recientemente, del euro. Por desgracia, en este Día de Europa no hay muchas novedades positivas que celebrar. Más bien proliferan las malas noticias producidas por Gobiernos ensimismados y apenas contrarrestadas por la insuficiente iniciativa de las instituciones comunes. Y a la parquedad de sus respuestas a las grandes cuestiones se suma el desconcierto de los ciudadanos, los síntomas de desgarro y la amenaza contra los valores y principios democráticos, solidarios y éticos en que se fundamenta la Unión Europea.
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El desorden y la insolidaridad con que los Veintiocho afrontan la continua oleada de los refugiados no puede excusarse por el hecho cierto de que se trata de la mayor crisis migratoria afrontada por la Unión en toda su existencia: para eso se creó, para abordar juntos los grandes retos comunes.
Las secuelas económicas de la Gran Recesión siguen abiertas en carne viva: el crecimiento asténico, los desequilibrios territoriales entre prósperos del Norte y vulnerables de las periferias, la fragmentación financiera y, sobre todo, el desempleo enquistado y la desigualdad social, no se solventan ni disimulan por el hecho de que la eurozona haya, finalmente, recuperado —con hiriente retraso— el tamaño del PIB previo a la crisis financiera.
Tan inquietantes o más son las reacciones políticas a esos adversos escenarios, y a otros superpuestos, como el acecho terrorista, el belicismo del vecino ruso y la fragilidad de los clientes emergentes. Los populismos de nuevo cuño afloran en cada elección, infestando de xenofobia, odio y autoritarismo la vida política en cada vez más Estados miembros y, de rebote, en toda la Unión. Desde algunos Estados viene el peligro del secesionismo (Reino Unido), de la demagogia xenófoba (Holanda, con el referéndum antiucraniano) o del síndrome autocrático (Hungría y Polonia, pero también Austria). Y ciertos nacionalistas subestatales (Flandes y la Italia septentrional) se alinean con extremismos (como el veterano Frente Nacional lepenista francés).
La UE, con envidiables logros, afronta problemas que exigen ambición, energía y voluntad política
Las democracias europeas no están en coma, pero sí afrontan amenazas numerosas. Y no es problema menor la debilidad de la respuesta democrática a las mismas ni las derivas laxas en el ejercicio de los valores y principios fundacionales.
Todo esto no debe ocultar los envidiables activos de la Unión, que se valoran mejor fuera (desde el presidente Obama hasta los países vecinos o candidatos) de lo que se aprecian dentro. La UE es el mayor mercado del mundo y la primera potencia comercial. Es líder en normas democráticas y derechos humanos (pese a los ya señalados elementos de deterioro) y campeón en ayuda humanitaria y cooperación al desarrollo. Y su (aunque desigual) arquitectura social del Estado del bienestar es un modelo: con el 7% de la población global, dedica a la cohesión la mitad de los recursos mundiales destinados a servicios sociales.
Eso es lo que hay que celebrar: que pese a los reveses, amenazas y desmayos, Europa sigue existiendo. No es poco, comparado con el resto del mundo y con el pasado del continente; pero no es mucho en relación con las expectativas, las necesidades e ilusiones de sus desconcertados ciudadanos. Los mismos que, pese a rebajar su nivel de confianza en las instituciones comunes, aún les confieren más credibilidad que a las nacionales: magro consuelo, pero confirmación de que no hay que achatarrar el invento, sino dotarlo de más calidad, ambición y empuje.
Conviene destacar también que del panorama de mediocridad se salvan con nota algunas instituciones, iniciativas y proyectos. Así, el Banco Central Europeo ha sabido constituirse —con retraso— en el ente más genuinamente federal, superando los envites que pretenden obligarlo a una política monetaria restrictiva; los intentos de combinar la política económica de estabilidad con otra de estímulo al crecimiento y al empleo empiezan a dar resultados (plan Juncker), todavía muy mejorables. Y los planteamientos de acogida a refugiados formulados por la Comisión, desde el reparto de los recién llegados hasta las sanciones a quienes lo incumplan, siguen balizando el único camino sensato a recorrer.
Si los gobernantes necesitan aliento, no hay otra solución: los ciudadanos deben dárselo
No faltan ideas: la unión fiscal con instrumentos como un seguro de desempleo europeo complementario a los nacionales; la culminación de la unión bancaria; el refuerzo de la eurozona, con línea presupuestaria propia; la generalización de programas tipo Erasmus; la simplificación regulatoria y administrativa; las conexiones energéticas, y la apuesta por la economía verde...
No faltan ideas ni proyectos. Falta energía, ambición y voluntad política para desarrollarlos. Ya se sabe que Europa se construye y crece en las crisis, armándose para combatirlas. Si los gobernantes necesitan aliento para ello, no hay otra solución: son los ciudadanos quienes deben insuflárselo. Más que celebrando lo alcanzado, criticando la lentitud en cumplir lo pendiente. Reclamando lo necesario.
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