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Tribuna
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Las ficciones tan temidas

Cuando la realidad nos termine por ahogar, pediremos que las películas o los libros anuncien desesperadamente: “Basados en hechos irreales”

J. Ernesto Ayala-Dip

De hace un tiempo a esta parte, la publicidad alrededor de algunos estrenos cinematográficos hace un llamativo hincapié en la base real de los hechos en que se basan. Buscan, seguramente, con ello asegurar el éxito del producto que publicitan. No dejan de ser operaciones de marketing, por eso no debe extrañarnos. Lo que sí extraña y debería hacernos reflexionar es que dichos estrenos, independientemente de sus eslóganes y campañas publicitarias, son dirigidos y producidos por personas que parecen considerar que la ficción ya no vende tanto, por lo menos en la industria de celuloide. (Y a juzgar por la buena salud de la novela histórica, en la ficción pura también). Desde los comienzos de esta industria, la ficción fue su carta de naturaleza. Fábrica de sueños, se bautizó al mítico lugar donde nacen esos sueños. Sin embargo, la insistente invitación a ver una película bajo la garantía de su absoluta subordinación a hechos reales, no deja de ser una llamada de atención al estatuto de la ficción. O mejor dicho, a los que la consumimos sin temor a ser engañados. Esa apelación a lo real garantizaría mucho más una verdad social, familiar o individual que la que pudiera tratarse desde la más radical imaginación. Pongamos un ejemplo reciente, Spotlight. Esta cinta se inspira en un hecho ocurrido en los años ochenta. Cualquiera que la hubiera visionado entiende que trata de una cuestión social y moral bastante delicada. Ahora bien, ¿en qué colabora su base real a hacer más creíble Spotlight? ¿Acaso una película sobre la pederastia o la pedofilia, no hubiera sido igualmente convincente e ilustrativa, además de emotiva, con el mismo reparto y dirección, de haberse tratado solo desde la imaginación? Posiblemente las horas bajas que sufre el cine como espectáculo de masas, explique esta repentina suplantación de la ficción por lo real a la hora de asegurar su éxito. Todo esto nos conduce a la siguiente pregunta. ¿Debemos fiarnos más en el cine o la novela, de la realidad que nos informa o de la ficción que la transfigura en un acto artístico que puede llegar a conmovernos? Habría también otra pregunta no menos pertinente. ¿Pero alguna vez la gente dejó de creer absolutamente en la ficción?

Hace ya unas cuantas semanas, leí dos libros que me hicieron pensar mucho en la disyuntiva realidad-ficción. No me refiero a la amigable y fructífera sociedad entre ambas en la novela contemporánea, que inaugura Cervantes en Europa. Me refiero más bien a la ficción incrustada en nuestra vida cotidiana. Me refiero a ese territorio de lo doméstico, a esa feliz rutina de lo prosaico que un día es visitada inesperadamente por la luz de un acto ferozmente imaginario. (Julio Cortázar, Juan José Millás o José María Merino tienen piezas maestra en esta encantada materia). Un instante antes de entrar a un cine o de abrir un libro, mi vida es esa rutina casi vulgar, ese trajinar doméstico e ineludible. Una vez en la sala oscura del cine o en las páginas del libro, todo lo anterior es desplazado. Estoy en otro compartimento de lo real. Estoy, estamos, en el orbe de la invención. En uno de los libros un narrador me cuenta que hay en su casa, como en todas las casas de su pueblo, una habitación para el Presidente. Todos los habitantes de la casa se afanan para que la habitación siempre esté a punto para el Presidente, por si un día necesitara pernoctar en ella. Un día el narrador ve al Presidente subir las escaleras de su vivienda e instalarse en la habitación que siempre se le tiene preparada. Permanece unas horas y luego se marcha, tan silenciosamente como entró. Y tan al margen de todo aquello que respira en la casa. En el otro libro, un oficinista reparte sus obligaciones laborales en dos tiempos, el tiempo de las tareas oficinescas y el que emplea para recogerse durante quince minutos en una habitación de la misma planta donde trabaja. Un día un compañero le pregunta que qué hace cuando se queda como ido pegado a la pared durante unos minutos. El oficinista, perplejo, le contesta que eso no puede ser, porque él donde realmente se encuentra en ese momento es en la habitación y no apoyado en ninguna pared.

Todos en la vida, como el Presidente y el oficinista, necesitamos una habitación para ser nosotros mismos unos instantes. Y no soportaríamos que viniera nadie a desilusionarnos. Y a alertarnos que no estamos donde necesitamos estar. Llegará el día en que cuando la realidad nos termine por ahogar, entonces pediremos que las películas o los libros tras los cuales nos protegemos, anuncien desesperadamente “Basados en hechos irreales”.

 

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