¿Por qué dejamos de salir de fiesta más allá de los treinta?
Una cena, unas copas pero nada de salir... ¿Quién no ha sentido que al cumplir la treintena su vida nocturna se ha acabado? ¿Acaso es definitivo y ha llegado la hora de renunciar a la fiesta?
Yo he salido por ahí con la salvaje brutalidad de los piratas, con la minuciosidad del relojero, con la tenacidad del travesti. He salido mucho y he salido bien; creo que las aventuras noctámbulas son una de las cosas a las que he dedicado más cariño y esfuerzo en esta vida. No solo a salir, sino a pensar en salir, a hablar de salir, a recuperarme de después de salir, como un ingeniero del ocio nocturno. Puro todoterreno festivo: trabajaba el grasabar, el garito rockero, el club de techno, la tasca flamenca, lo que se terciara: el amanecer, la casa de cualquier desconocido con las persianas bajadas y ganas de fiesta. ¿Quiénes eran todos aquellos tipos con aquellas pintas raras? Eso daba igual, todo daba igual. Era como un acto de subversión, aunque fuera solo contra la propia salud de uno mismo, o contra los horarios laborales, o contra la gente decente que se acostaba a la hora. La semana, los días de curro, eran solo la parte sobrante de la existencia que mediaba entre dos fines de semana, al revés que en el pan Bimbo. Joder, era heroico.
Pero resulta que, como dijo el poeta, la vida iba en serio y la verdad desagradable asoma. La vida trata de otra cosa y ahora que acabo de pasar los 35 ya no salgo tanto ni, sobre todo, de la misma manera. Ay, cómo extraño esa voz amistosa al otro lado del teléfono que me decía: "¿Qué, salimos hoy?". ¡Pero si era martes! Ahora la gente llama el viernes para cenar y luego, si eso, tomar unas copas, que al final es solo una, así que uno acaba en casa a las 00.45, sobrio, empachado y aburrido, mirando por el balcón como la muchachada en flor se va feliz a rozarse al disco pub. Si ni siquiera ha acabado La Sexta Noche...
A mí, ahora, cuando me dicen de ir a tomar algo, ya me empieza a dar la bajona porque sé que todo el mundo se va a querer ir enseguida, con sus hijos, sus trabajos y sus preocupaciones hipotecarias, que nadie me va a seguir de sitio en antro, que nadie va a querer mover el cacas en la discoteque; entonces empiezo a beber muy rápido con la ingenua ilusión de que así me lo voy a pasar mejor, como un dipsómano británico antes de que le cierren el pub, solo que luego yo no me peleo con nadie más que conmigo mismo. Al fin, cuando llego a casa derrotado, Inda & Marhuenda me pillan con todo el puntillo, me miran desde la pantalla y me dicen pringao.
"En los bares, en los clubs, en los after hours, encontré siempre la gente más inquieta que luego, a la luz del día, no paraba de tramar cosas brillantes"
Me dicen por ahí, también, que ya me vale, con mi inmadurez y mi síndrome de Peter Pan. Yo les digo: no, solo soy un nostálgico, un amante de joie de vivre un gambitero crepuscular. ¿Por qué me gustaba salir, salir tanto? Bueno, pues porque cada noche podía pasar algo que te cambiara la vida para siempre (para bien o para mal, claro). La selva nocturna es un lugar donde resulta que las propias leyes de la lógica se distorsionan, el espacio-tiempo poético se retuerce y puede pasar cualquier cosa, por absurda, hermosa, u horrible que sea; esas cosas que luego se relatan al día siguiente y que, a veces, alcanzan la categoría de leyenda. Salir es el único reducto de aventura que proporciona este mundo predecible, rutinario, hiperseguro, antialérgico y superhigiénico, que cumple todas normativas de Unión Europea (bueno, también es aventura la tirolina en las afueras). Por lo demás, podría parecer que las hordas de la noche están formadas por gentes simples, dominadas por sus vicios y sus bajas pasiones, pero nada más lejos de la realidad: en los bares, en los clubs, en los after hours, encontré siempre la gente más inquieta que luego, a la luz del día, no paraba de tramar cosas brillantes. Cerebros chispeantes, también bajo la luz del sol. Yo creo que por eso salían, para decapitar del todo aquella inquietud que no sublimaban a base de performances raras.
No se pueden olvidar, cuando se habla de vida nocturna y público talludito, las limitaciones físicas que nos impone la biología. Pues sí, las hay, y no desdeñables: resacas como la obra de Proust, agobio ante el fuerte despliegue de luz y sonido, menor resistencia al alcohol y a lo que surja, cansancio cotidiano y, sobre todo, el profundo choque existencial de comprobar que no siguen los de antes en los mismos bares, o que los mismos bares ya no existen, o que uno es el más ¿veterano? de la pista de baile. Pero todo esto da igual: salir es para ciudadanos de bravura.
Cuando tenía 23 años, en un callejón lleno de bares, entre la luz amarillenta y la piedra de la ciudad de provincias, con una birra en la mano, mi amigo Nacho me dijo que a los 28 años se dejaba de salir. Aquello me horrorizó, y la idea me estuvo rondando bastante tiempo. Al final duré un poco más, pero creo que la naturaleza ya me pide que, salvo excepciones, vaya aposentando mi culo pequeñoburgués. Igual, para calmar los ánimos festivos, tengo que hacer como algunos de mis amigos: ponerme a parir.
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