Tras las emociones
Hay que separar las responsabilidades políticas de las penales
El fallecimiento de Rita Barberá ha provocado excesos verbales, a un lado y a otro, y una confusión notable entre los sentimientos y los hechos. El PP, como otros partidos que han tenido responsabilidades de poder, ni ha sabido poner coto a los casos de financiación irregular ni ha querido enfrentarse con valentía a los casos de corrupción personal. Además de no haber encontrado nunca a alguien haciendo algo incorrecto en sus filas, su reacción ante el descubrimiento y denuncia pública de comportamientos reprochables ha consistido en taparlos, intentar anularlos en vía judicial o sostener que todo obedecía a campañas en su contra.
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El tiempo de solución judicial de estos casos se ha alargado enormemente, tanto por el garantismo extremo de la legislación española como por el abuso de la figura del aforamiento. Ese fue el caso de Barberá, que prolongó durante meses la simple decisión sobre quién debía ser su juez, alimentando las dudas sobre su grado de responsabilidad en unos hechos que a los no aforados —casi todo el grupo municipal del PP valenciano— les habían sido imputados mucho antes.
Los partidos en España no han incorporado a su cultura la dimisión por responsabilidades políticas cuando surgen los indicios de actividades sospechosas. No separar responsabilidades políticas y penales lleva a entender el mero acto de dimisión como una asunción de culpabilidad, con la consiguiente muerte política y civil del que dimite. En vísperas de la formación de Gobierno, Barberá fue presionada por su partido para darse de baja sin saber cuál era el futuro penal que le aguardaba; esa es la verdad. Como les ocurrió a los socialistas Manuel Chaves y José Antonio Griñán, por supuesto sin haber sido juzgados. Una situación intencionada que alimenta todas las confusiones.
Sostiene Rafael Hernando, portavoz parlamentario del PP, que su partido hubo de excluir a Rita Barberá para protegerla de las “hienas” mediáticas que la perseguían, siguiendo la estela de varios ministros que han relacionado la muerte de la senadora con una “cacería mediática”. Esta versión no solo contradice la anterior, según la cual Barberá renunció para no perjudicar al PP, sino que contrasta con el evidente vacío público que su propio partido le hizo. Los medios de comunicación han respondido a una sensibilidad social por la corrupción que la clase política no ha demostrado. Y en su tratamiento ha habido de todo, desde la seriedad de verificar los datos o los indicios, hasta el aprovechamiento banal o sensacionalista.
Remediar ahora los problemas de fondo será difícil si los partidos se obstinan en no vigilar lo que sucede en sus organizaciones y en negar la importancia del problema de la corrupción, señalado reiteradamente por los estudios del CIS y de Transparencia Internacional. Pero también la sociedad ha de aceptar que la separación de una persona de la vida política es compatible con la presunción de inocencia y que nadie debe ser condenado como culpable hasta que así se establezca por sentencia firme. Una solución difícil de aplicar tras la situación perversa creada y alimentada durante decenios.
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