Manuela Carmena y la cultura del respeto
La alcaldesa culmina el paso de Celia Mayer por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Madrid con la celeridad que es propia de un juez
Hay algo en Manuela Carmena y esto es la paciencia. Paciencia para hacerse responsable hasta de lo que no hace. Paciencia para retomar decisiones injustificadas e injustas y poner la razón sobre el desvarío. Ahora ha culminado el paso de Celia Mayer por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Madrid con la celeridad que es propia de un juez: ha aguardado a que los argumentos se fueran posando y finalmente hizo lo que le manda su cultura: señalar los despropósitos (que ha habido varios, el caso Matadero ha sido el más reciente) cuando parecía que la tormenta se había acabado.
No se había acabado la tormenta; acaso la tormenta subió de tono cuando los responsables del desaguisado de los nombres propios (la alcaldesa dictaminó que Max Aub y Fernando Arrabal debían retornar a las Naves del Matadero) dejaron la duda de si iban o no a seguir la decisión de la alcaldesa. En el momento culminante de esa última crisis de la concejalía de Cultura no hubo un puñetazo en la mesa; Manuela Carmena no usa la mano para esas cosas: las usa para poner orden en el caos habido. Y esta decisión anunciada a la media tarde del miércoles es una expresión de su talante y una puerta abierta a lo que sería deseable que fuera Madrid en la cultura: una ciudad que no se rigiera, en ese ámbito, ni en ninguno, por el capricho partidista o ideológico, sino por la serenidad del contraste y del conocimiento.
Madrid es aquella capital del millón de cadáveres que señalaba Dámaso Alonso. Pero es también la capital de los cientos de miles de exiliados de la guerra; es, además, la capital que ha sobrevenido, después del franquismo y con la transición:
una ciudad llena de historias y de nombres propios, de exiliados de otros países, de artistas de zonas creativas muy diversas, una ciudad que fue movida y una ciudad que fue parada. Madrid es una sucesión, ahora, de decenas, de centenares de culturas, de muchísimas maneras de verlas y de exhibirlas, de artes viejas y de artes nuevas, de artes vivas (como el teatro, como la música, como la danza, como la vida) y de artes quietas, como el patrimonio.
Madrid es, también, una ciudad de las memorias; muchas de esas memorias conviven en la cultura personal (y pública) de Manuela Carmena, que forma parte de la generación del respeto. Se ganó el respeto hace mucho tiempo, como otros grandes nombres de su generación; y esa misma manera de respetar la ha llevado ahora, simbólicamente, a alzar su voz a favor de dos nombres propios que a ella no sólo le suenan sino que forman parte de su adn cultural. Otros quizá no están tan dotados, o no parecen estarlo, para entender que en Madrid caben también los viejunos y esa llamada de atención suya no es tan solo para restituir el respeto al pasado en un ayuntamiento de dependencias tan diversas, sino para avisar de que ni los ayuntamientos ni los partidos ni las instituciones cambian para hacer majo y limpia, para decir Me Gusta o No Me gusta como en las redes sociales, sino para aglutinar, en la gran plaza que es la ciudad, a unos y a otros, sin revanchas ciegas o desavisadas decisiones.
Algo es seguro sabiendo que ahí está ahora Manuela Carmena, al frente de la cultura: con ella revive la cultura del respeto. Y eso, tal como está la vida, es mucho más que lo que hay.
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