Leopoldo Pomés: "Apasionarse es lo que te cambia la vida"
EN SU CASA del barrio barcelonés de Gracia salta a la vista que Leopoldo Pomés (Barcelona, 1931) colecciona zapatos de tacón. En las paredes conviven además unas pocas fotografías en blanco y negro con un cuadro de Xavier Valls –padre del ex primer ministro francés– y varios lienzos de Modest Urgell, un paisajista finisecular en torno al que gira la leyenda de esta casa con jardín. Aquí instaló Pomés su estudio en 1961. Con el tiempo, se mudaría a vivir en ella. Y ahí sigue hoy, con afonía crónica y sin dejar de fumar. Este artista supuso una revolución en la fotografía y la publicidad española de la segunda mitad del siglo XX. Sintético, hedonista, sabio en la comunicación y enamorado de la perfección y la belleza, su nombre está indiscutiblemente unido a la fotografía contemporánea catalana.
Fue fotógrafo de la gauche divine, publicista muy premiado y notable restaurador, ¿un experto en buscarse la vida? Soy hedonista desde pequeño. Puede que sea herencia de mi padre. No le gustaban los falsos oropeles. No quería ni que le llamara papá. Le parecía cursi. Le llamaba pare.
¿En catalán? Sí, claro.
Pomés fue hijo único. Él mismo explica que “mimadísimo” por ese padre comerciante que trabajaba en la Lonja de Barcelona. “Un hijo único se sabe solo. No tiene competencia”. A lo largo de dos horas, interrumpe la conversación para ir presentándose a trompicones. “Una cosa muy importante de mi vida es que fui un pésimo estudiante”.
¿Un autodidacta? Puede decirlo así. Desde pequeño tenía interés en mirar, más en mirar que en saber. Mi padre tenía una prima que trabajaba en la librería Herederos de la viuda Pla de la calle de Fontanella y yo iba allí los jueves por la tarde, porque hacíamos fiesta en los maristas. Iba como quien va a una biblioteca, a mirar libros. Un día me topé con la reproducción de un cuadro que me fascinó. Decidí que si de mayor me ganaba bien la vida me compraría un lienzo de ese pintor.
“el retratado sufre y el fotógrafo también. La clave está en vencer el miedo. Dar confianza al que posa. Y eso no es fácil”.
Ha debido de ganársela bien porque tiene varios. ¿Cuántos años tenía cuando consiguió el primer cuadro de Urgell? Veinte.
¡Caramba! ¿Cómo había conseguido tanto dinero? Tampoco era tanto y empecé a trabajar muy pronto. Cuando me enteré de que había una exposición suya fui y pregunté el precio. Dije que necesitaba pensarlo. Di dos vueltas a la manzana en la que estaba la galería. Y los últimos 100 metros los hice corriendo.
Tiene el lienzo en su estudio. Es una vista de la fachada de un cementerio en un día plomizo que confiere un aire cálido al campo santo. Fue el primero de su colección. Cuenta que un día, un tipo que fue a arreglar la casa se quedó mirándolo. “Qué bien que haya vuelto”, dijo. Sin saberlo, Pomés vivía en el antiguo estudio del pintor Modest Urgell.
Comenzó como fotógrafo. Coloqué el laboratorio en el cuarto de baño del piso de mis padres. Lo montaba y lo desmontaba en el bidé. Mi padre me lo permitió todo.
Y se hizo famoso retratando a famosos. Para su primera exposición fotografió a Tàpies, Brossa y otros integrantes del grupo Dau al Set. ¿Fue una estrategia? Sinceramente, no. Por entonces había tertulias. Nos reuníamos los que teníamos afinidades para hablar. Yo llegué a hacer una en mi casa, por la que Joan Brossa pasaba con frecuencia.
Como publicista, uno de sus primeros éxitos fue el anuncio de televisión de coñac Terry en el que una mujer desnuda trotaba sobre un caballo. No iba desnuda.
¿Cómo? Que no iba desnuda.
¿Y por qué tengo ese recuerdo? Todo el mundo lo tiene. Eso es la publicidad. Vázquez Montalbán dijo que yo había erotizado al país. La modelo iba descalza, montaba sin silla y llevaba el pelo suelto. Pero no iba desnuda. Con frecuencia los detalles terminan pesando más que la verdad.
Llegó a hacer más de 3.500 spots y fue premiado en Cannes… ¿No se podía ganar la vida como fotógrafo y se metió a publicista? He sido muy inquieto. Y me gusta la comunicación.
¿Todavía hace fotos? Sí, pero pocas. Me lío con las cámaras: que si la del teléfono, que si la digital… Los aparatos de ahora tienen manejos diabólicos y llega un nieto y lo hace sin que nadie le haya enseñado. Ese nieto dice que de mayor quiere ser dueño de Zara…
¿Cómo ha cambiado la forma de vender? No hay una fórmula. Yo tengo mi estilo. Pero descubrirlo vale dinero.
Le ha salido el ramalazo… Català [risas]. Antes había una publicidad muy torpe. Muy machista incluso. “Cosa de hombres” era el brandi cuando en realidad el coñac lo compraban las mujeres en el súper. Por eso se nos ocurrió tratarlo de una forma amable. Nos parecía idiota decir que las mujeres que beban serán mejores, pero quisimos representarlas libres.
Aunque no lo fueran. ¿No le afearon tratarlas como burbujas o como símbolos sexuales? Que yo sepa, no. Para mí era belleza y libertad, lo más importante del mundo. Eso y la amabilidad. Tal y como está el mundo, el mayor regalo es encontrar una persona amable.
Reconocido mujeriego, ¿le ha atraído más la belleza o la amabilidad en las mujeres? Bueno…, no quiero poner nombres, pero… muchas de las modelos son mis amigas.
¿Cómo se hacen buenos retratos? Si quieres lo probamos.
Con que lo explique sirve. ¿Qué parte de un buen retrato depende del fotógrafo? Hay que dar confianza al que posa. El retratado sufre y el fotógrafo también. La clave está en vencer el miedo. Y eso no es fácil.
¿Cuál le parece el mejor retrato? Me impresionaron algunos de Avedon de personajes no agradables de la historia en los que él subrayó los peores defectos. El de Kissinger, por ejemplo.
Como un buen pintor. ¿Cuál considera su mejor retrato? ¿Tú cuáles conoces?
“El hedonismo ha regido mi vida en muchos ámbitos. La emoción es lo que transmite la ilusión y la fuerza que todo el mundo quiere compartir”.
Los que decoran el restaurante Flash Flash –que retratan a su primera esposa, Karin Leinz, disfrazada de fotógrafa– quizá sean los más conocidos. O el de Nùria Closas, que es enigmático. Quizá ese sea el más importante. Al retratarla noté que entraba en otro mundo. Por eso cuando expuse por primera vez este retrato estaba solo, ocupando toda una pared. ¿Conoce mi libro de poemas? Allí explico cómo la conocí.
¿Por qué decidió contar su relación con una mujer casada tantos años después? Era un amor imposible. Estaba casada, tenía dos hijos y era mayor que yo, que entonces tenía 19 años. Se fue a Venezuela para reunirse con su marido, que había ido allí a buscar fortuna. Los poemas los escribí un año después de que se fuera, en 1951. Me enteré de que estaba enferma porque mi mejor amigo –el psiquiatra José María Jaén– conocía a su familia. Su padre [Rafael Closas Cendre, padre del actor Alberto Closas] fue un político catalán que se exilió cuando llegaron los nacionales. Mi amigo me dijo que estaba deprimida, sin ganas de continuar y yo me alarmé y decidí escribirle lo que sentía. No pensé en poemas, pensé solo en escribir sin paja.
Debió conseguirlo porque el poemario quedó finalista del Premio Óssa Menor en 1951. Sin embargo, no se publicó. ¿Por qué decidió rescatarlo medio siglo después? Porque lo encontré preparando mis memorias.
¿A qué conclusión ha llegado escribiendo sus memorias? Creo que los detalles son lo más interesante de las vidas. También creo que la biografía la debería escribir un enemigo. Unas memorias no pueden dar vergüenza ajena. A evitar la vergüenza ajena me enseñó mi padre, que tenía a la vez mirada y decoro.
Habla continuamente de su padre. ¿De su madre no retuvo nada? Es una historia triste. Era estupenda, muy atractiva físicamente, un poco altiva, pero era por timidez. Pero hablo más de mi padre porque mi madre explicaba cosas, pero mi padre tenía una opinión más propia.
¿Por qué es triste la historia de su madre? Estaba enferma. Tenía cólicos hepáticos. Y luego un fibroma que le saltó a la cabeza y la convirtió en un personaje de cinco años. Murió con 48. La última vez que la operaron yo mismo deseaba que acabara ya tanto dolor. Había vivido una infancia en la que mis padres bailaban cuando sonaba un foxtrot en la radio. Y de ahí mi madre pasó a estar la noche entera mirando obsesivamente por la mirilla. Mi padre ya no sabía qué hacer. Yo me saqué el carné de conducir para pasearla por Barcelona, pero su única respuesta eran gritos guturales.
¿Su hedonismo es una huida de esa agonía? Al final uno elige sus recuerdos. Un día, en la contraportada de La Vanguardia apareció un juego de tocador de Roca Joyero con un peine y un espejo de plata. Mi madre empezó a emitir sus sonidos guturales. Mi padre fue y se lo compró. Y cuando ella lo vio, se abrazaron y empezaron a rodar en la alfombra del comedor. Muerta mi madre, mi padre me dijo que cada día antes de dormir intentaba pensar en ella para ver si conseguía verla en sueños. Luego tuvo una novia, una chica estupenda, pero no era mujeriego.
En eso no se parecían. Bueno…
Con 85 años tiene novia. Hemos reñido. Mi vida es complicada. Hace un año me casé con la madre de mis hijos porque no quería dejarla sin pensión. No somos pareja, pero quiero cuidarla. La conocí por la calle y tenemos siete nietos. Es la historia mía con las mujeres. Si aquel día no voy a tirar una carta a la estafeta de correos de la calle de Aragón no tendría siete nietos. Pero ahora estoy en una fase…
¿Una fase solitaria? Una fase desesperada. En la película Amarcord, de Fellini, van a ver a un familiar chalado que vive en el campo. Se sube a un árbol y empieza a gritar “voglio una donna, voglio una donna”. Así estoy: me empreña dormir solo, pero me da miedo tener novia fija.
Karin Leinz fue su musa, su socia y la primera burbuja Freixenet… Es una alemana nacida en Sevilla. Tenía mucha imaginación.
Más allá de la imagen, ¿el hedonismo –la búsqueda del placer– ha regido su vida también en otros ámbitos? Sí. El placer puede estar en comer a diario pan con tomate y aceite de oliva. Tengo un libro que lo explica. Durante la Guerra Civil, cuando los nacionales entraron en Vilassar de Mar, hubo un regimiento italiano que todos los días hacía rancho en la calle. Como les sobraba, lo dejaban allí para que la gente del pueblo pudiera comer. Era tan bueno que mi abuela me daba una fiambrera para que fuera a pedir. Cuando me tocó el turno dije: “Póngame más, por favor, que mi padre está enfermo”.
El placer puede estar en comer a diario pan con tomate y aceite de oliva. Tengo un libro que lo explica.
¿Y era mentira? Claro. El italiano me dijo “via, via”. Se dio cuenta. Pero al día siguiente entendí el problema. Puse los ojos en blanco y dije: “La pasta es taaaan buena, por favor, póngame más”. Y me llenó la fiambrera.
Una lección de picaresca. Nosotros hacíamos el máster en la calle. Esto no me ha abandonado. Siempre soy amable. Pero nunca he sido falso, no puedo. Ni con la comida.
La cocina es otra de sus profesiones. Dos míticos restaurantes barceloneses –el mencionado Flash Flash y el Giardinetto– son suyos. Comer ha sido una de mis aficiones: la calidad por encima del espectáculo y la materia prima por encima de la elaboración. Era muy amigo de Alfonso Milá y su esposa, y decidimos montar una tortillería porque me salían bien. Luego el Giardinetto lo hicimos porque la madre de Ricardo Bofill, que era veneciana, me invitó a comer. Hizo pasta con boletus y caí de rodillas. Le besé la mano y le propuse montar juntos un restaurante. Es el negocio más imprevisible de todos. Pero nuestra apuesta fue que el lugar fuera agradable para el cliente.
¿Cómo hace uno para mantenerse inquieto a lo largo de toda su vida? Ahora tengo nietos y me gustaría transmitirles energía, pero ¿cómo se hace? Despertar vocaciones es muy difícil. Antes había un profesor que decía cosas distintas y tenía la clase llena. Eso me dicen mis amigos: Tusquets, Bohigas, Cirici… Los que han pasado por la universidad cuentan eso.
En 1982 organizó la inauguración del Mundial de Fútbol. ¿Cómo vendió un tipo moderno como usted la España de Naranjito? Mi idea fue utilizar el césped del campo como una gran pantalla de televisión. Tres mil niños formaron una paloma de la paz de la que salieron las banderas de los participantes. Luego formaron una gran pelota. Al final, construyeron un pasillo por el que corrió un niño con un balón. En medio del campo lo abrió y de él salió una paloma. Me dijeron que Pelé había llorado en la tribuna.
Resolvió vender España desde valores universales. Claro. Es la manera de hablar para todo el mundo.
También participó en los Juegos Olímpicos. Hice la estrategia de comunicación para que Barcelona consiguiera ser sede olímpica. Se me ocurrió una presentación en cinemascope. Quería que se apagaran las luces, que el mensaje fuera limpio, que marcara un acontecimiento. Cada sede tenía una hora para presentarse y nosotros empezamos así. Por eso cuando Pasqual Maragall habló lo hizo desde la emoción porque no había visto la película que proyectamos y se conmovió al hacerlo. La emotividad transmite una fuerza y una ilusión que todo el mundo quiere compartir.
¿Tal vez por ahí falló la candidatura de Madrid? Creo que sí, pero ojo, no soy un catalán antimadrileño. No soy nada que me separe de nada. A mí España me gusta. Tengo amigos en Andalucía, en San Sebastián y en Madrid, amigos de verdad. Hijos de puta los hay en todas partes. La facilidad de estar en La Toja, en Valencia o en Sevilla no podemos perderla.
Cuando uno ha sido mal estudiante, ¿desde qué autoridad hace que sus hijos estudien? Yo no les hice hacer nada. Solo quise que se entusiasmaran por algo. Apasionarse es lo que te cambia la vida. Pero eso es muy difícil de transmitir.
¿Cómo lo consiguió usted? Iba a un fotoclub de la calle de Pelayo. Y cuando fui a buscar el revelado me hicieron pasar a hablar con el director. Había hecho seis ampliaciones de mis negativos. Luego trabajé de dependiente en la Librería Vergara. El gerente un día me llevó a su casa. Me enseñó su laboratorio y entonces lo vi. Parecía brujería: no hay ningún arte que te permita ir viendo poco a poco cómo aparece. La fotografía es magia.
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