¿Progresista y liberal?
Macron y Rivera aúnan dos conceptos que son compatibles e incluso sinónimos
En política, como en tantas otras cosas, uno puede usar las palabras instrumentos para dialogar racionalmente, o como estandartes que delimiten y fortalezcan algunos vínculos grupales. No descubro nada nuevo si señalo que este segundo uso ha sido siempre más habitual que el primero. El sueño de que Internet traería una arena pública donde la deliberación sosegada predominaría sobre las arengas y los exabruptos se ha terminado convirtiendo en la pesadilla de los 140 caracteres y de los trolls. Y la acuciante necesidad de reinventarse que la mayoría de los grupos políticos están sufriendo desde los inicios de la Gran Recesión también contribuye a que sus maniobras identitarias se asemejen más a una desaforada huida hacia adelante que a un debate sereno.
Esta carrera de armamentos publicitarios se acelera por el hecho de que los partidos políticos son aglutinadores omnívoros: cada partido debe tener una postura más o menos definida sobre cada tema sujeto a legislación. Y aunque al votante le pueda gustar más la política del partido A que la del partido B sobre algunas cuestiones, probablemente en otros casos la de B le atraiga más que la de A. Esto nos conduce a votar en función de un puñadito de asuntos a los que damos más importancia, conscientemente o no, y nos limitamos a encogernos de hombros o a protestar muy tibiamente cuando “nuestro” partido va en contra de nuestras preferencias sobre otros temas. En estas circunstancias, las “señas de identidad ideológica” de una formación política se convierten en una mera etiqueta escasamente informativa, a la que no conviene otorgar demasiada importancia.
Ambas ideologías luchan por lograr la libertad; falta que se pongan de acuerdo en las formas eficaces de conseguirlo
¿Puede un partido, entonces, ser progresista y liberal, como ahora anuncian Albert Rivera o Emmanuel Macron? La pregunta sonaría extraña, por ejemplo, en EE UU, donde liberal tiene precisamente un significado muy cercano a lo que aquí llamamos “progresista” (como opuesto a “conservador”), un significado más próximo al del llamado “liberalismo clásico” que a lo que a este lado del Atlántico tenemos en mente cuando usamos la palabra “liberal” (o “neoliberal”) para identificar casi exclusivamente a quienes están empeñados por encima de todas las cosas en desmantelar todo lo que suene a sector público. No olvidemos que el liberalismo nació sobre todo como una oposición al absolutismo y al despotismo del Antiguo Régimen, y que la libertad económica era solo un pequeño elemento en un amplísimo paquete de ideas liberadoras: libertad de opinión, de cultos, de expresión, de voto, de investigación, de forma de vida, etcétera. Además, entonces no se trataba tanto de oponer la libertad del individuo a la del Estado, cuanto las libertades de todos frente a los privilegios hereditarios de una minoría. Y, algo no menos importante, los liberales clásicos creían en el progreso: progreso económico, social, cultural, científico y tecnológico. En cambio, parece que el significado actual de “progresismo” ha perdido la parte más fundamental que lo ligaba a la idea de progreso, y se ha quedado solo como una etiqueta para decir algo así como que “hay que ayudar a los pobres antes que a los ricos”.
Así que la respuesta es claramente afirmativa: claro que se puede ser progresista y liberal, pero entendiendo los dos términos de modo que ambos resulten compatibles, y hasta medio sinónimos. Como no sé qué entienden exactamente por ambos conceptos quienes hablan de “liberalismo progresista”, ofrezco para terminar una modesta sugerencia semántica. Un auténtico liberal sería alguien para quien el valor supremo del ordenamiento político es la libertad de cada ciudadano, pero una libertad real. Es decir, alguien para quien la sociedad debe organizarse de tal modo que el hijo de una limpiadora tenga tantas opciones reales en la vida como el hijo de un consejero del Ibex. Un auténtico liberal es quien lucha antes que nada por maximizar la libertad de la que disfrutamos, pero, puesto que unas medidas favorecerán inevitablemente más la libertad de unos ciudadanos que las de otros, el verdadero liberal empieza por luchar para otorgar más libertad a quienes menos libres son. Y un auténtico progresista es... bueno, pues más o menos lo mismo. Ahora, solo falta que nos pongamos de acuerdo los progresistas liberales en cuáles son las formas más eficaces de realizar ese objetivo.
Jesús Zamora Bonilla es decano de la facultad de Filosofía de la UNED. Su último libro es Sacando consecuencias: una filosofía para el siglo XXI.
@jzamorabonilla
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