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Tentaciones

Operación Triunfo vuelve a TVE con un baño frío de nostalgia y un Risto de mentira

El 'talent show' resucitaba con Roberto Leal como presentador, Mónica Naranjo entre el jurado y los consejos de Rosa López

Cambiarse de colegio nunca es fácil porque todo se siente como una amenaza. Yo lo tuve que hacer una vez, a los 10 años. Recuerdo subirme al autobús mi primer día, repasando aquella escena de Forrest Gump en la que todos los niños le niegan el asiento al prota. Por suerte, no me pasó eso, pero sí compartí plaza con una niña altísima, muy flaca, de pelo estridentemente rosa, que llevaba la palabra BUSTA pintada en la frente. Lo viví como una revelación tétrica. Para mí era un impacto que una persona así pudiera, en primer lugar, existir, y en segundo lugar, existir así, de esa guisa, como hábito para hacer sumas. Hablamos del año 2001, en pleno furor de Operación Triunfo, que anoche resucitaba tras cambiarse de cadena, como yo de cole, en un regreso heroico a la que había sido su primera casa. La repatriación es armónica porque el formato vuelve al mismo tipo de Televisión Española que la vio nacer.

Antes de empezar la gala, el nuevo presentador, Roberto Leal (recién ascendido a la primera división tras sus flechazos como gerontocupido), introdujo desde las afueras del plató un vídeo-resumen del proceso de casting. El montaje clásico de esta pieza no innovó demasiado en el género, ni falta que hacía. A los fans les gusta la vibración in crecendo de estas introducciones, los planos recurso de familiares llorando, las deliberaciones sobreactuadas (“uf, no podemos dejar a este fuera, ¡sencillamente no podemos!”). Desde que Operación Triunfo introdujo en nuestro ecosistema televisivo el mundo de los talent musicales, hemos aprendido a identificar, además, las canciones con mojo de casting, baladas soul en inglés agradecidas para el lucimiento vocal. Da igual si estamos hablando de OT, Factor X o La Voz, la cosa está en ver emociones derramadas. El casting lacrimógeno es al talent musical como el prólogo de una misión in media res a las películas de 007.

La encargada de dar el pistoletazo de salida fue Mónica Naranjo (integrante del jurado) con la interpretación de un tema así-como-muy-suyo, de chorro floral, con versos del estilo “qué me pasa contigo, no sé lo que digo”. Después se sentó con sus dos compañeros de jurado, entre los que destaca un profesional del marketing de nombre (“Joe”), blazer (militar) y pelo (larguito) bastante antipáticos, a quien presuponemos el papel de malote esta edición. Los veredictos canallas son otra pata indispensable del formato. La audiencia necesita antagonizar, ya sea con el cabrón que maltrata a su concursante favorito o con el desafinador oportunamente triturado por el carismático villano de turno.

“Mi gran amigo Joe”, título igualmente válido para la película de un gorila gigante y para la biografía de un hombre que jamás, repetimos, jamás ha escuchado hablar de Risto Mejide y no pretende imitarle en absoluto.
“Mi gran amigo Joe”, título igualmente válido para la película de un gorila gigante y para la biografía de un hombre que jamás, repetimos, jamás ha escuchado hablar de Risto Mejide y no pretende imitarle en absoluto.

La presentación de los 18 aspirantes fue amena gracias a la proyección sutil de algunas etiquetas (“el religioso”, “la callejera”, “la que tiene mala leche”) y, sobre todo, al hecho de que estuvieran empaquetadas de cuatro en cuatro. Una vez completado el turno de microentrevistas con abundantes referencias al novio o el perrito que esperaba fuera a los concursantes, los veíamos cantar, por lo general bastante mal.

La primera de esas actuaciones fue de una chica llamada Aitana. Un estreno doloroso por su incapacidad para disimular la incomodidad del aprieto, como un atropello de nervios. Ni siquiera una coreografía repleta de brincos pudo distraer la atención de su cara de parto. Las demás fueron menos destacables, televisivamente hablando, y generaron la habitual división de opiniones en redes sociales. El pulgar del César se ha democratizado en gifs para los estándares del espectáculo moderno. Así, las intervenciones afortunadas son agraciadas con concursantes de RuPaul que lloran, y las desafortunadas con Belén Esteban poniendo cara de sapo. El hashtag #OTgala0 fue un hervidero de memísticas y animadas reacciones durante las varias horas que se mantuvo como Trending Topic.

Aitana, pasándolo regular.
Aitana, pasándolo regular.

Siguieron presentándose, siguieron cantando mal. Pero ¿a quién le importa que canten mal? Lo bueno de estos concursos es ver la evolución de los participantes. Encima, los malos tragos ejercen la misma función narrativa que el alivio cómico de una película intensa. En un momento menos climático de lo que se pretendía, Rosa de España apareció para dar consejos a los presentes. Mi favorito fue el que regaló al presentador: le dijo, literalmente, que se iba a encontrar mucho mejor “cuando se quitara ese palito” (tras lo cual realizó un gesto de sobrecogimiento). Lo hizo con simpatía granadina, y Roberto Leal pareció encajar muy bien sus palabras, al menos todo lo bien que se puede encajar que te suelten en directo que llevas un palo metido por el culo.

El programa continuó con cierta languidez, sonando como una canción del pasado. Las nominaciones, la pasarela, la conexión con La Academia… Salvo una app para votar, apenas hubo referencias a las redes sociales. Este OT 2017 podría haberse emitido hace diez años, lo que no acaba de parecer un anzuelo llamativo para aquellos espectadores que viven en Instagram. Cuando el programa acabó, no tenías muy claro a quién se dirigía. ¿A los adolescentes de ayer, que hoy difícilmente aguantarían quince galas más como ésta? ¿O a los de hoy, inapetentes a cualquier estímulo que no sea multipantalla?

Rosa Wan Kenobi, aconsejando a un joven padawan sobre tensión escénica con metáforas de vía rectal.
Rosa Wan Kenobi, aconsejando a un joven padawan sobre tensión escénica con metáforas de vía rectal.

En su primera época, OT no era un éxito: era un fenómeno. Nunca antes se habían visto esas audiencias en un evento que no fuese deportivo. Nos remontamos a la era del aznarato, aquella mayoría absoluta pepera marcada por el Prestige, Urdaci y la guerra de Irak. El consenso del público arrastraba, a su vez, una contestación social que iba desde la crítica de prensa, casi apocalíptica, a los partidos que protestaban en sede parlamentaria por la ausencia de contenido informativo en una televisión pública que primaba el espectáculo, pasando por todos aquellos músicos que se sentían amenazados y emitían bufidos de desprecio (muchos de los cuales terminaron haciendo duetos con los Bisbales y Tenorios, todo hay que decirlo).

Culturalmente, durante mucho tiempo la palabra “triunfito” pesó como diminutivo ridiculizante, incluso clasista. Las adolescentes a los que sus padres elitistas humillaban con sarcasmos poco originales se han reivindicado con el tiempo, haciendo de “la cobra de Chenoa” una catarsis adulta disfrutable desde la nostalgia o la postironía. No se trata, o sea, de decir si Operación Triunfo bien u Operación Triunfo mal. Es solo un programa. A mí esta resurrección se me antoja correctita; insípida pero funcional. Lo que sí me parece bonito, porque rima, es que vuelva ahora, cuando el Gobierno interviene televisiones autonómicas por arrebato constitucional, mientras que las que sí controla ofrecen una cobertura técnicamente indigente y políticamente sesgada de asuntos como el conflicto catalán o los incendios gallegos. Si la TVE de Aznar se agarró al reality de Gestmusic para blanquearse, la TVE de Rajoy resucita a los muertos para comprar prestigio. Tal vez es el futuro que le espera a TV3: pasar de 24 horas diarias del procés a una maratón de pop catalán inofensivo presentado por Gisela y Naím Thomas. Que tomen nota en el Senado.

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