Sexo, mentiras y firmas de libros
En los ochenta un grupo de jóvenes escritores llevó los excesos de la década a sus relatos y a sus vidas: Jay McInerney, Bret Easton Ellis y Tama Janowitz
Debió de ser la primera y última vez que dos escritores acudían como invitados a los MTV Awards. En 1985, Jay McInerney y Bret Easton Ellis, apodados los gemelos tóxicos, fueron juntos a la ceremonia en la que Cindy Lauper arrasó y Madonna interpretó Like a virgin vestida de novia furcia. Aquello cimentó la figura del literato como party boy y también la del llamado Literary Brat Pack, que fascinaba a los medios y a la industria editorial.
Nadie sabe muy bien quién dio con aquel nombre, probablemente el primer artículo del Village Voice sobre aquel grupo de autores jóvenes y vividores formado por Easton Ellis, McInerney, Tama Janowitz, Donna Tartt, Jill Eisenstadt y David Leavitt y en el que a veces se incluye también a Meg Wolitzer y otros. Por aquel entonces, Hollywood tenía su propio Brat Pack –atajo de mocosos–, una respuesta al Rat Pack de Sinatra al que pertenecían Tom Cruise, Rob Lowe, Emilio Estevez y, más o menos, todo el resto del reparto de Rebeldes. Por eso resultaba idóneo bautizar así a una pandilla de escritores con tendencia a la fanfarronería y ganas de robar la merienda a los Mailer, Updike y Roth que copaban el establishment y las páginas más jugosas del New Yorker.
Emergieron todos más o menos a la vez entre 1984 y 1986 –aunque Tartt, compañera en la facultad de Easton Ellis, no publicó El secreto hasta 1992– y marchaban al compás de la década. Introdujeron en sus libros la cocaína, el culto al dinero y las marcas registradas y, lejos de dejarse ver en los congresos de escritores, se movían por los restaurantes de moda como Indochine o el Odeon, el lugar donde una noche cualquiera se juntaban los cómicos de Saturday night live, David Bowie, los Patrick Bateman de Wall Street, Jean Michel Basquiat, alguna modelo y, quizá, Tama Janowitz vestida de Elvira la Vampira junto a su amigo Andy Warhol. Del lavabo del Odeon se decía que era “el mejor lugar para esnifar farlopa o echar un polvo” del bajo Manhattan, como retrató el propio McInerney en su relato Son las seis de la mañana. ¿Sabes dónde estás?, que habla de una noche impulsada por el “polvo mágico boliviano”.
Los bratpackers también se dejaban caer de vez en cuando por clubes como el Nell’s y por el templo de sus mayores, el Elaine’s, en el Upper East Side. Allí gastaban los billetes que habían conseguido en los jugosos adelantos que las editoriales más augustas no paraban de ingresar en sus cuentas corrientes. Como ojeadores de fútbol en un campeonato de alevines, a los editores les entró la fiebre del fichaje y pedían a sus amigos escritores de la vieja guardia que dirigían talleres de escritura creativa que les buscasen en las aulas sangre fresca e insolente.
Así se fraguó el contrato de Easton Ellis. El veterano escritor Joe McGinniss daba clases en Bennington’s, una universidad famosa por tener las matrículas más caras de todo Estados Unidos, más que Harvard y Princeton, y a la que acudían muchos hijos de los peces gordos de Hollywood. En otoño de 1982 se topó en su clase con un tipo de 18 años de lo más interesante que escribía relatos como un Kurt Vonnegut pijo y nihilista, y avisó a sus amigos de Simon & Schuster.
En unos meses, Ellis había terminado el manuscrito de su primera novela, Menos que cero, que contaba precisamente las correrías de los estudiantes de Bennington cuando van a casa por Navidad. Se cuenta que uno de los veteranos de la editorial dijo: “Si hay un público para novelas sobre zombis que esnifan cocaína y chupan pollas, comprémosla. Pero si lo hacemos, entiendo que ha llegado la hora de mi jubilación”.
En España la compró Jorge Herralde para Anagrama, intrigado por aquel niñato que publicaba en la misma colección que Raymond Carver. “Tocaba el nervio de una época: las fiestas interminables de los punks dorados, drogas, pornografía, desolación. Se dijo que era como el nuevo Salinger y fue un best seller en EE UU y también en España. Su segunda novela, Las leyes de la atracción, sobre un grupo de turbulentos universitarios, brillante y brutal, tuvo una buena acogida, pero más sosegada”, recuerda. Para cuando llegó la tercera, American psycho, considerada el monumento definitivo a los ochenta, dejaron de publicarlo. “Random House Mondadori pasó una oferta descomunal, imposible de igualar”, dice.
Herralde fichó además a David Leavitt, que también había sido descubierto cuando aún estudiaba en Yale, si bien pronto confirmó que “la temática gay era veneno para la taquilla, como demasiado bien he comprobado como editor”, y a Tama Janowitz, que había deslumbrado con su libro de relatos Esclavos de Nueva York. Con su imagen gótico-festivo y su amistad con Warhol, a quien le dedicó su segundo libro, Janowitz trascendió la esfera literaria a mediados de los ochenta. No había mes en que no saliera en Rolling Stone, Esquire o Interview. Grabó un vídeo para MTV y hasta anunció una bebida de vodka con lima. Aleccionada por su mentor, hablaba de marketinizarse a sí misma “como una pasta de dientes”.
En materia de exposición mediática, solo competía con el ubicuo McInerney, el bratpacker que lo empezó todo con la novela Luces de neón. Iba a tantas fiestas y le sacaban tantas fotos que la revista Spy dijo de él que “parecía que estaba dando un tutorial en El Arte de la Mirada Literaria Cabizbaja: Cómo Parecer Qué Lo Has Visto Todo”. Su exmujer eligió la misma revista para vengarse de él unos años más tarde: “Había algo triste en el hecho de estar en esas fiestas y ver a Jay entrar en el baño con un par de chicas. Yo me quedaba fuera pensando: ‘¿Qué coño hago aquí?”.
Libros del Asteroide publica ahora en España Al caer la luz, la primera de una trilogía de novelas de McInerney protagonizada por la pareja de yuppies Russell y Corrinne Calloway. Russell trabaja de editor, de modo que la novela también funciona como un mirador para entender cómo en aquellos años el mundo de los libros se contagió del famoso greed is good de Gordon Gekko: la codicia es buena. Cuando está a disgusto en su empresa, una opción muy real para el protagonista, que había querido ser poeta, no es buscar otro trabajo, sino adquirir su propia editorial.
Le comenta a un amigo el pequeño detalle de que no tiene ni un duro, pero este le despeja las dudas: “Crédito, Russell, la piedra filosofal de nuestra era. Puedes convertir tu sueldo de esclavo en un destino dorado… si tienes valor”. Y añade: “Lo único que necesitas es ambición, imaginación e influencia”. Más de un lector debió imprimírselo para utilizarlo como eslogan motivacional.
Los bratpackers titulares tuvieron trayectorias desiguales y, por lo general, descendentes. Como era de prever, la prensa que los había encumbrado recibió mal sus segundas y terceras novelas. ¿Qué se creían aquellos mocosos? McInerney se casó con una heredera de la familia Hearst y escribió demasiado sobre vinos, siempre una mala señal. Se interpretó a sí mismo en la serie Gossip girl.
Lo último de Easton Ellis son la fallida The canyons y su excelente podcast, en el que se marca sin respirar monólogos de 40 minutos sobre lo mal que está todo, empezando por Hollywood y el ambiente gay. Janowitz desapareció y publicó unas memorias el año pasado subtituladas “glamour y disfunción” en las que admitía no habérselo pasado demasiado bien siendo “semifamosa”.
Con los noventa llegó otro pack distinto, comandado por David Foster Wallace, Mary Karr, Jonathan Franzen y Jonathan Lethem. La droga que movía a sus personajes ya no era el polvo boliviano sino los antidepresivos. Se constató una vez más que para un escritor siempre implica cierto riesgo hacerse demasiado famoso.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.