Abuso y autoridad
Cuando el débil pierde el miedo y se rebela contra el fuerte, comienza una revolución que acaba con los poderosos
Fue la sorpresa de 2017. Y seguirá ahí en 2018. Por una razón muy sencilla: cuando algo carece de nombre no existe, pero cuando por fin adquiere uno todo el mundo lo puede nombrar.
Piensen en la violencia de género. Hubo en tiempo en que se hablaba de “cosas de pareja” o se disculpaba con aquello de “todas las parejas discuten”. Por tanto, era mejor no meterse. Pero un día se le puso nombre a aquello, y las mujeres maltratadas descubrieron que lo que a ellas les pasaba no era normal, o no debía serlo, y pudieron comenzar a denunciar (con muchos silencios, indiferencias e insuficiencias, sí, pero aquello ya no tuvo marcha atrás).
O en el acoso escolar. Hubo un tiempo en el que eran “cosas de niños”. Y la reacción de padres, amigos e incluso profesores era: “Que se arreglen entre ellos”, o “si te pegan, pega”. Así que se miraba hacia otro lado. Hasta que se le puso un nombre y se pudo comenzar a actuar.
Con los abusos dentro de la Iglesia ocurrió algo parecido. Muchos niños y niñas, víctimas de religiosos pederastas, no acertaban a ponerle un nombre a lo ocurrido. Y esa ausencia de nombre hacía más fácil encubrir a los pederastas y trasladar la culpa a las víctimas, muchas de las cuales tardaron décadas en denunciar lo ocurrido.
El acoso sexual en el mundo laboral se rige por el mismo patrón: las insinuaciones, los toqueteos, las encerronas, promesas o amenazas de los jefes carecían de un nombre que los hiciera visibles. Ahora lo tienen. Lo que hace más fácil denunciarlos y pararlos.
En todos los casos, la fórmula es la misma. Donde el poder se ejerce lejos de las miradas de los demás (en el hogar, en el patio, en la sacristía, en el despacho) es más fácil que surja el abuso. Y que ese abuso conduzca a la impunidad del agresor. Lo relevante es que pese a ese patrón tan claro, la sociedad tiende a dudar de la palabra de la víctima ante un agresor considerado superior (el marido, el matón, el servidor de Dios o el jefe). Porque todos saben que cuando el débil pierde el miedo y se rebela contra el fuerte es cuando comienza una revolución que acaba con los poderosos. El miedo es el instrumento de los poderosos; la palabra, el de los débiles. Desde tiempo inmemorial. @jitorreblanca
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