Ordesa
Hay libros salvajes como el de Manuel Vilas, al que Dios confunda por rompernos el alma
Hay libros domesticados que te dan siempre la razón, incluso cuando no la tienes. Y libros de perrera, pobres como chuchos sin dueño, la mayoría cubiertos por las pulgas del papel, que se llaman lepismas y también pececillos de plata, y que se comen las metáforas de las novelas del mismo modo que los piojos chupan la sangre a los perros callejeros. Hay tantas clases de libros como de perros. Perros y libros de todos los tamaños encuadernados en esto o en lo otro, impresos en esta familia tipográfica o en esta otra, ilustrados y sin lustre, de raza o vagabundos. Hay libros que vienen cuando silbas y te agasajan con la furia con la que el perro contonea el cuerpo cuando te ve llegar. Hay libros caniches y libros grandes, de razas oscuras, que se comen a los hijos de las visitas mientras los adultos toman café en el salón.
Y luego están los libros de criadero, que se atiborran de piensos compuestos y hacen menos ejercicio que un rodaballo en una piscifactoría. Los libros de piscifactoría, construidos a partir de lugares comunes, proporcionan al lector un número de calorías insuficiente, además de cantidades ridículas de ácidos grasos tipo Omega 3. A veces no se los distingue de los que nacen en el mar porque hemos perdido el gusto y confundimos la escritura con la caligrafía. Pero donde haya un buen libro de pincho, que se quiten los de serie.
Todo esto era para decir que, además de los mencionados, hay libros salvajes, como la lubina del Cantábrico, pura plata brillando al sol que te duele cuando la pescas. Libros que lees boqueando, como si acabaran de sacarte de la atmósfera, o que te arrastran a las profundidades del océano. Libros como Ordesa, de Manuel Vilas, al que Dios confunda por rompernos el alma.
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