Fútbol en el aula
Todo era posible en esa aula donde los estudiantes se despojaban de su fe ciega para convertirse en futboleros apasionados, pero también lectores
En el verano de 2010, en una de esas ferias en las que informo a los estudiantes latinos de los institutos sobre los estudios universitarios, descubrí las posibilidades pedagógicas del fútbol. En mis conversaciones con ellos noté que todos se detenían en mi acento y celebraban con efusión a La Roja. Les gustaba hablar conmigo de fútbol y de la fuerza de los equipos españoles. A esos chicos les imponían mucho respeto los estudios de letras, reconocían que no eran lectores, que la poesía les daba miedo, que no tenían ni idea de cómo hacer un análisis de texto, pero que sabían de fútbol.
He de reconocer que al principio pensé disgustada que el fútbol se estaba merendando las humanidades; pero luego comprendí que, en el pan de un bocadillo de balones y estadios, solo tenía que meter la mejor literatura y el mejor cine. Esos muchachos me estaban confesando sus inseguridades y me daban las claves de un lenguaje que entendían. Me tocaba entonces buscar el punto de encuentro entre esa mirada futbolera y mi pasión por las buenas historias y los grandes poemas.
Planeé un curso de fútbol y me aprendí las reglas oficiales de los que quieren ser árbitros. Busqué las mejores columnas, las historias más sorprendentes, los conflictos más espeluznantes, las jugadas milagrosas. De una antología estupenda titulada Un balón envenenado saqué poemas para cada día. Mis estudiantes asustadizos se quedaron prendados con la poesía que hablaba su lenguaje. Vimos películas y leímos cuentos donde desciframos los secretos de las buenas tramas con sus personajes. Estudiamos a las grandes campeonas históricas como Lily Parr, a los equipos femeninos de las trabajadoras de las fábricas británicas que fueron relegados con prejuicios. A estrellas de ahora como la brasileña Marta Vieira que hacen del fútbol un arte con estilo.
Analizamos indignados el lado más bochornoso que encierra corrupciones y otras miserias en ciertos clubes. Todo era posible en esa aula donde los estudiantes se despojaban de su fe ciega para convertirse en futboleros apasionados, pero también lectores, cinéfilos, ciudadanos del mundo informados y críticos.
Vibramos con los mejores goles en cámara lenta. Con el baile de los cuerpos que trazan recorridos épicos sobre la hierba y despiertan un coro de gritos al unísono. Y lloramos, también lloramos con rabia por culpa de los hinchas violentos, por ese lado grotesco de la historia del fútbol que muestra odio, peleas y asesinatos. Escenas lamentables que hacen que este gran deporte tenga una herida que supura en los estadios.
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