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Tentaciones

Por qué Alan Moore es la mente más brillante de nuestro tiempo

La Felguera editores acaba de publicar 'El libro de la serpiente' que recoge textos del escritor de Northampton producidos en su etapa más brillante

Basta escavar un poco, socavar la superficie de una ciudad como Madrid para que haya resurrecciones. Hace unos años, cuando los operarios perforaron el subsuelo de Villaverde, ante la sorpresa generalizada, encontraron vestigios fenicios. No fue un hecho aislado. En varios puntos del mapa descubrieron tortugas de más de dos metros y quince millones de años de antigüedad, diversos microvertebrados y fósiles ancestrales. Memorias impertinentes. Al emerger ese legado secreto algo sucedió. De alguna forma, descubrimos todo eso que a pesar de ser secreto, de no verlo, siempre estuvo ahí. Para Alan Moore, Northampton, su ciudad natal y en la que actualmente vive, es «la capital del mundo». Cuando hace unos años marchó a vivir allí, lo primero que hizo fue desenterrar los fósiles, meter el dedo en la llaga. No encontró tortugas pero sí rastros del paso de héroes y mártires, oscuros poetas, batallas y crímenes. Al sacarlo a la superficie, su ciudad adquirió para él otro significado. Reinventó su mundo.

Cierto. Yo también me he desarmado y lo sigo haciendo ante Alan Moore. Pero, antes de continuar, una advertencia para fans (como yo): no existe ningún alanmoore@gmail.com, o al menos no lo sé. Como muchos de vosotros, también yo he soñado con plantarme en Northampton y abordarlo en plena calle. O simulando un encuentro fortuito (“¡Ups! ¡Qué casualidad taaaan grande! Somos tus editores españoles, bla bla bla) con el último Caballero inglés, el Gran Maestre de un tipo de arte y pensamiento que logra conectar magistralmente arte con poesía, romanticismo con artes oscuras, magia con anarquía. Y, además, a pesar de su densidad y su lenguaje denso y florido, hacerlo accesible a todos. Basta un piolet. Es suficiente con lanzarse a una aventura que ha encontrado sus momentos más brillantes en obras maestras como From Hell o Promethea, entre otros, dos inmensas obras que han superado las categorizaciones del género del cómic y sus limitaciones. Son epopeyas o particulares historias del mundo. Obras inagotables y eternas.

Su manera de situarse en el mundo y perseguir eso que los surrealistas franceses hace casi un siglo llamaban «lo maravilloso», es un descenso hacia las profundidades de la mente, pero también hacia la ciudad secreta (generalmente Londres, que conoce muy bien inspirado en gran parte por Iain Sinclair, el gran investigador del territorio oculto londinense) y la memoria remota que, sin embargo, es cercana, tanto que nos define y nos hace ser lo que somos y decir lo que decimos. Así funciona el pensamiento. Un sistema de códigos heredados que él es capaz de descodificar. Resuelve los acertijos o plantea las preguntas adecuadas. Juega. Pero nos entrega los dados. Nosotros somos los protagonistas.

Más o menos por aquella época viajé a Londres e intenté hacer parte de la famosa ruta urbana que aparece descrita en From Hell. Estuve a punto de congelarme de frío, pero descubrí que el plan es una trampa. Funciona. En un día contemplé la tumba de Blake y también la calle en que el poeta tuvo que decidir entre unirse a una turba que marchaba a incendiar una prisión o ir al trabajo (eligió, obviamente, lo primero), me rendí ante extrañas iglesias, aún pude sentir el silbido de una canción que hablaba de Jack el Destripador o me di de bruces con librerías esotéricas. La mayor parte de esto sucedió por azar. O puede que no.

"Alan Moore ha trascendido como autor de cómics o incluso como escritor. Es un pensador que no excluye. Tampoco se muestra altanero. Es arrebatadoramente intenso. Hace bajar lo divino a suelo firme. Nos devuelve cordura en tiempos terribles"

Lo confieso. Me veía agazapado esperando ver su silueta aparecer entre la fea arquitectura de Northampton, escuchar el retumbar de su bastón con empuñadura de plata (¿esconderá acaso un sable?) y sus botas de cowboy. Su larga barba al viento mientras sus ojos, auténticos rayos x chamánicos, oteaban el paisaje urbano en busca de todas esas señales ocultas que nos definen como habitantes: las destrucciones planificadas, los desastres naturales, las barbaries. Pero hace tiempo que abandoné esa idea.

Y ahora viene lo que me ha enseñado Alan Moore. Siempre valoramos y nos vanagloriamos de aquellos gestos que nuestros héroes culturales hacen por razones de integridad y coherencia con su obra o con ellos mismos. Estos actos son fácilmente reconocibles. Son públicos, salen en la prensa. Pero no tanto aquello que aceptan por las mismas razones En el 2014 recibimos un email que decía: «Alan está encantado. Adelante». Una pequeña editorial como La Felguera Editores quería editar una de sus obras, un ensayo de culto titulado, apropiadamente Ángeles Fósiles. Lo que sucedió fue esto: echó un vistazo a nuestro catálogo, a nuestra manera de entender muchas de las cosas en las que él también está embarcado, y sintió que compartíamos un universo de afinidades: Jim Jones, El Proceso & Iglesia del Juicio Final, Lewis Carroll, William Blake, Patty Hearst, William S. Burroughs. Aceptó que algo tan pequeño tomase el testigo de algo tan grande.

Cada aparición suya es capaz de hacer tambalear nuestros muros mentales de contención. Porque es sencillo responder a una entrevista escrita. Te sientas ante el teclado y ofreces una imagen de ti que resulte amable. Pero él casi siempre responde en persona, en una fluidez y claridad asombrosas. Eres capaz de ver y seguir las asociaciones de ideas de alguien que lee revistas de ciencia y física cuántica, mezcla sus conocimientos de ocultismo y cultura pop con temas actuales como el eternalismo (una salida espiritualmente «digna» para ateos y paganos) y disfruta… paseando. Alan Moore ha trascendido como autor de cómics o incluso como escritor. Es un pensador que no excluye. Tampoco se muestra altanero. Es arrebatadoramente intenso. Hace bajar lo divino a suelo firme. Nos devuelve cordura en tiempos terribles. Te lleva de la mano hacia lo innombrable y sitúa en primera fila para que observes el choque de trenes entre la modernidad y el pasado. Te muestra pisadas en la arena y, una vez hecho, las borra de una patada. En mi opinión es la mente más brillante de nuestra época.

Hace unos meses, volvimos a recibir un sí suyo por medio de su agente. Tampoco entonces hubo un alanmoore@gmail.com. Nos sentimos muy felices. Editaríamos nuevamente una obra suya. Le pedimos un prólogo. Al cabo de unos días contestó: «Alan no tiene tiempo. Lo siento», pero seguidamente nos indicaba que había corregido y editado los textos que aparecen en El Libro de la Serpiente. Abrimos el archivo pensando que nos encontraríamos un anodino documento de Word editado en rojo o azul. Sin embargo, lo que obtuvimos, eso que nos trajimos con nosotros como fósiles, fueron notas manuscritas de su puño y letra, frases tachadas y añadidos. Es una letra redondeada y extraña. Piensas que su manera de escribir debe ser apresurada y frenética, pero no… que va. Es casi la de un niño, como si con ello una vez más nos estuviera recordando eso que tanto repite: la urgente necesidad de recuperar la mirada del infante, el lenguaje primario, lo que a pesar de todo siempre es.

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