Cotonú-Marrakech, o cuando Benín conquista el Atlas
Al pie del macizo norafricano, funciona desde hace casi 10 años una residencia de artistas y una sala de exposiciones que alberga la I edición de ‘In-discipline’
In-discipline (indisciplina) es un programa itinerante de ayuda del Jardin Rouge, la residencia de artistas de la Fundación Montresso, en Marrakech. El plan funciona de la siguiente manera: Jardin Rouge invita a un artista reconocido y este, a su vez, escoge a cuatro discípulos o compañeros de ruta para que lo acompañen en un proceso que contempla el tiempo de creación y el tiempo de exhibición. La primera edición de una experiencia que se propone trienal acaba de empezar, de la mano de Dominique Zinkpé (Cotonou, 1969) y otros cuatro artistas de Benín: Charly D’Almeida (Cotonou, 1968), Gérard Quenum (Porto Novo, 1971), Nathanaël Vodouhé (Abomey, 1986) e Ishola Akpo (Cotonou, 1983). Los próximos invitados a protagonizar la segunda y la tercera edición de In-discipline serán artistas de Costa de Marfil y de Ghana.
Pero antes del relato del contenido hay que dar cuenta del continente; esto es, el espacio vital que conforma el Jardin Rouge. Son 11 hectáreas de olivares y serenidad al pie del macizo del Atlas y a 20 kilómetros de la concurrida Marrakech. La residencia de artistas ocupa cinco de esas 11 hectáreas, en donde se encuentran siete ateliers (talleres) y una sala de exposiciones de 1.300 metros cuadrados, inaugurada en 2016, y por la que han pasado ya ocho muestras. Entre tres y cinco artistas de diferentes edades y nacionalidades residen y trabajan simultáneamente en sus talleres.
Desde las primeras residencias, en 2009, gestadas por Jean Louis Haguenauer, han pasado por allí 54 artistas, entre ellos el talentoso Wahib Chebata, Rero, Hom Nguyen, Fenx y Cédric Crespel, Jonone, David Mesguich o Hendrik Beikirch, quien desarrolló en esta tierra roja su sublime colección de grandes retratos de arte callejero llamada Tracing Morocco (un “rastreo” en personajes de los más representativos oficios magrebíes luego pintados en altos muros de todo el mundo).
“Podríamos encargar las figuras en plástico a una fábrica de China pero preferimos esculpirlas”, dice Zinkpé
Hay mecenazgo y acompañamiento en la promoción: muchos artistas van y vienen de y hacia Marrakech a intervalos de obra. Y está el paraíso africano entre esas grietas de la tierra, los olivos, las palmeras, pero sobre todo en el techo de nieve, la de las cumbres del Atlas, presente casi todo el año y promesa del agua que un día correrá de nuevo por el cauce del oued (“río”, en árabe), que discurre a orillas de la finca. Tuvimos oportunidad de caminar hace unas semanas por sus jardines, de un taller al otro, visitando a los artistas en plena tarea –por caso, al francocongoleño Kouka–, topándonos con obras bajo los árboles, esculturas en los techos, graffitis en las paredes. Los creadores van dejando su impronta en la residencia, ya sea esta materia vendible o garabatos de pura existencia sin monetizar.
Entre tres y cinco artistas de diferentes edades y nacionalidades residen y trabajan en los talleres
Así llegamos a la galería donde Zinkpé ponía a punto su instalación de hombrecitos de madera que hacen de marco imaginario a la puerta a su obra. Las estatuillas penden en multitud y todas cargan con el peso de una piedra-memoria, piedra-dolor, piedra-amor. Zinkpé nos explica que las ha tallado en madera, una a una, a mano, porque en el gesto de repetición está el homenaje a los artesanos locales: “podríamos encargarlas en plástico a una fábrica de China pero preferimos esculpirlas”. Así, cada una tiene su alma, o la busca, como comenta Zinkpé, “por encima de los objetos que nos consumen”.
Zinkpé también está envolviendo cientos de piedras, una a una, con papel de aluminio, para hacer de ellas la metáfora de las experiencias que cargamos. Le mencionamos sus pinturas, podría decirse que expresionistas, pero de una evocación claramente africana, con unos contornos que rodean cuerpos vacíos, llenos del aire que fluye. Asiente. Hay una idea de dinamismo atravesando toda la sala dedicada a los cuadros y las esculturas del maestro, incluso en la de gran tamaño, donde la mujer es más alta que el hombre que lleva gorro rojo magrebí. El individuo siempre se impone sobre la multitud.
El resto del espacio de exposición está destinado a los discípulos de Dominique, en una muestra que se exhibe en Marrakech hasta finales de marzo. En una sala cuelgan las sutiles “gravitaciones” de Gérard Quenum sobre lienzo blanco, con monigotes deformados en negro y fondo neto, apenas un destello rojo, compactos estos –sin rasgos– en bellísimas composiciones difíciles de pasar por alto, o de olvidar. Allí mismo, las esculturas de Charly D’Almeida ocupan el espacio central. El artista recupera los signos del vudú en sus figuras hechas de todo lo que uno puede encontrar en la basura de un país africano, con la connotación de ‘restos de la sociedad de consumo’ (ollas, ruedas de bicicleta viejas, tubos, varas metálicas, etcétera).
“En Benín, el vudú es más que una religión, es una cultura, una tradición. Hay cristianos y musulmanes, pero todos son animistas, porque el vudú está siempre presente en la vida de la gente”, confiesa D’Almeida en las líneas del catálogo que le dedica Camille Bloc. Él insiste en querer reparar las heridas del tiempo a través de sus particulares ensamblajes escultóricos. Las salas restantes dan paso a los más jóvenes: el fotógrafo Ishola Akpo trae potentísimos retratos de un teatral mestizaje Benín-Marruecos y el escultor Nathanaël Vodouhé planta sus tótems de madera, que exploran cuerpo, espiritualidad y espacios de poder entre los seres humanos.
La directora artística actual del Jardin Rouge es Estelle Guilié. Las visitas al espacio de exposición y a las instalaciones de la residencia se realizan con cita previa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.