El brío de la calle frente al tedio del Parlamento
Traducir los anhelos que están detrás de las movilizaciones para hacer mejores leyes es la tarea de los políticos
La calle está volviendo a convertirse en protagonista de la vida política de España. Las movilizaciones de las mujeres y los pensionistas colocan en el centro de gravedad de la cosa pública a los ciudadanos. Hay como una corriente eléctrica que se dispara cuando coinciden por las avenidas de una ciudad cientos y cientos de personas. A mediados de los años veinte, el escritor Elias Canetti se vio arrastrado a una manifestación poco después de llegar a Fráncfort. Impactado por “esos personajes altos y robustos que marchaban siguiendo la enseña de las Adler-Werke” fue arrastrado por la corriente. “Avanzaban formando un grupo compacto y lanzando miradas desafiantes a su alrededor; sus exclamaciones me emocionaron, como si se dirigieran a mi persona”.
La izquierda siempre ha tenido una fascinación especial por esas riadas de gente que invaden las calzadas, como si fueran a anegarlo todo hasta precipitarlo en un remolino del que terminara por salir después un mundo nuevo. “Para mí se trataba”, explica Canetti refiriéndose a aquella experiencia, “de un estado de embriaguez, de un incremento de las posibilidades vivenciales, de una potenciación de la propia persona, que, superando sus límites habituales, descubría el camino hacia otras personas que se hallaban en una situación análoga y formaba con ellas una unidad superior”.
Es difícil que haya algo tan potente como esa fuerza dentro del modesto catálogo de opciones que se ofrece al ciudadano para intervenir en los asuntos públicos. ¿Cómo puede compararse la exhibición de músculo de una movilización con una larga y tediosa sesión en un Parlamento, al que, además, solo se puede llegar tras una larga carrera de obstáculos? Entre un rabioso grito de unidad en torno a una causa y un bostezo, francamente, es difícil elegir el bostezo.
Y todavía más si las condiciones de vida no son las mejores y se viene de una devastadora crisis. El desamparo de haberse quedado fuera de la circulación puede compensarse de pronto con esa inyección de adrenalina. “Era un delirio en el que uno se perdía y se olvidaba, sintiéndose monstruosamente vasto y a la vez pleno”, cuenta Canetti.
Si tiene razón, y es muy posible que el autor de Masa y poder la tenga, la intensidad de una movilización puede llegar a producir delirios. Y con más razón cuando desde las alturas se observa que el hervidero de gente se prolonga por largas avenidas y no parece agotarse nunca. En un mundo tan rendido al poder de las imágenes, el espectáculo de una ciudad tomada por toneladas de personas tiene un poder de seducción indiscutible.
Con lo que es posible pensar que todo está hecho ya, que las causas o las reivindicaciones por las que tantos se han movilizado se han conquistado así, de un plumazo. Craso error. Queda todavía lo más difícil. Traducir el descontento que ha desencadenado la decisión de salir a la calle, y no siempre es tarea fácil. En esa especie de ebriedad colectiva muchas veces se quiere todo. Pero eso, al final, es lo mismo que pedir nada, humo. Son los políticos los que deben dar forma a las exigencias de ese colectivo, sea el que sea, que ha mostrado su furia y sus anhelos. Para cambiar las leyes. Y para eso está el Parlamento. Con su ristra de bostezos. Si la izquierda lo olvida, o lo desprecia, es muy posible que al final pierdan todos.
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