Putin y la nostalgia por el pasado imperial
El presidente ruso ha seducido a sus votantes con la recuperación de la gloria perdida
Cuando se va viendo que las redes sociales son un magnífico instrumento para intervenir en ellas hasta el punto de condicionar el voto de sus usuarios en una cita electoral, las democracias occidentales pueden ponerse a temblar. Siempre han existido millares y millares de ciudadanos a los que las urnas les han resultado indiferentes. Gente tocada por circunstancias adversas y marginada de la vida política y social. Supervivientes que han sido empujados a los estercoleros de la historia pero que, efectivamente, cualquier día pueden animarse y acudir a un colegio electoral. ¿Por quién terminarán inclinándose, a quién van a darle su confianza? ¿Al político que explica su programa y que, de alguna manera, tiene un plan, un proyecto de país? ¿O más bien al que ha sido capaz de entrar en sus paranoias y miedos, en sus carencias y anhelos frustrados, en sus frágiles y marchitas esperanzas, y que les ha prometido salir de ahí, dejarlo todo atrás y recuperar el esplendor perdido?
Vladímir Putin ha vuelto a ganar en las últimas elecciones rusas con un 76,7% de votos, un porcentaje que marearía a cualquier político occidental. Son unas elecciones de aquella manera, en las que no participa la oposición porque ha sido apartada, y en las que no hay verdaderas garantías. Pero hay urnas, y la gente sale de su casa y deposita su papeleta. Putin lleva tiempo amarrado al discurso de recuperar la gloria perdida. Y es un discurso que, por lo que se ve, ha calado. Son muchos los que lo apoyan.
En El fin del Homo Sovieticus, Svetlana Alexiévich, la escritora bielorrusa que ganó el Nobel de Literatura en 2015, ofrece un puñado de largas conversaciones que permiten asomarse a lo que significó el tremendo cataclismo que produjo el final de aquel enorme imperio que latía detrás de una bandera roja. “Me pregunto qué nos hicieron a los soviéticos, cómo consiguieron taparnos los ojos para que echáramos a correr como bólidos hacia el jodido paraíso capitalista”, le comenta una de las personas que entrevistó en la Plaza Roja en diciembre de 1991 y que simplemente se definió como “patriota”.
Luego le dijo: “Soñábamos con que nos abrieran aquí un McDonald’s para comer hamburguesas calentitas, con comprarnos Mercedes y reproductores de vídeo, y con que nos vendieran películas pornográficas en cada quiosco...”. Y añade: “Rusia necesita de una mano firme que la sujete. Un puño de hierro”.
Quizá Putin sea la respuesta que reclamaba aquel hombre frente a su rabia. También Ryszard Kapuscinski salió zumbando hacia la Unión Soviética cuando se estaba yendo a pique para entender qué diablos había pasado. En Moscú, se refirió a un enorme proyecto que no llegó a construirse, el Palacio de los Soviets. Debía ser más alto que el Empire State Building e iban a levantar una estatua de Lenin tres veces más alta que la Estatua de la Libertad. “El bolchevismo es, evidentemente, otro impostor, pero es un impostor que va más lejos: ya no solo es la encarnación terrestre de Dios. Es el mismo Dios”, apuntó el periodista polaco.
No es difícil, por eso, imaginar el tamaño de la frustración de los que asistieron impotentes a la caída de aquel extraño dios. E igual no es tan complicado entrar en sus redes sociales para hurgar en sus miserias y prometerles un nuevo salvador. Putin es su nombre.
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