La lección de Carlos Pérez Siquier: “Me quedan por hacer las mejores fotos”
Uno de los padres del Grupo Afal. Fotógrafo neorrealista en La Chanca y juguetón pop en ‘La playa’. Amante del trampantojo y enemigo del retoque. Intuyó las vanguardias desde un mirador esquinado como Almería. Cuenta con un museo propio desde 2017 y una exposición a la vista en el Reina Sofía. El hombre de las gafas transparentes y el pelo níveo sigue disparando a los 87. Y seleccionando instantáneas que se puedan mostrar cuando ya no esté.
En los AÑOS cincuenta, desde un rincón alejado del tráfico cultural, Carlos Pérez Siquier (Almería, 1930) hizo dos cosas grandes. Como redactor jefe de la revista Afal, removió la casposa fotografía española y aglutinó un grupo al que el Reina Sofía dedicará una exposición este año. Como fotógrafo, documentó la belleza y la miseria del barrio almeriense de La Chanca poco antes de que Juan Goytisolo lo hiciera por escrito. Podía haberse quedado en eso. Sin embargo, Pérez Siquier siguió explorando, acumulando proyectos, con un singular olfato para el riesgo y la innovación reconocido fuera antes que dentro. Y ahí sigue: acaba de presentar dos libros, La Briseña y Mi sombra y yo, que nada tienen en común con los anteriores, a los que se suma un catálogo donde le homenajean infinidad de creadores. Tanto su curiosidad como su ironía siguen en pie. Se sienta en el salón de su piso, con una proa acristalada que conduce al mar.
Con 87 años, está hiperactivo. Me encuentro bien y con muchas ganas de ver la vida —que cada vez va siendo más difícil porque se va acortando—. Salgo con la intención de perpetuar aquellas cosas que me producen emoción. Soy de los fotógrafos intuitivos, incapaz de preparar una fotografía. Yo quiero coger la vida como pasa por delante de mis ojos. Tanto las personas como los objetos salen a mi encuentro. Yo no busco. Ver es haber visto.
Ha especializado su ojo en desvelar una segunda realidad. Sí. Trato muchas veces de engañar a la mirada del espectador. Tengo un libro que titulé Trampas para incautos. Busco continuamente ese trompe l’oeil, como Chema Madoz cuando ve un objeto.
Mientras que Ramón Masats colgó las cámaras hace 13 años, usted se ha pasado a lo digital. Que esté en lo digital es casual. He repetido en muchas entrevistas que no iba a salir de lo analógico, donde yo había sabido crearme un lenguaje. Utilizaba siempre la misma cámara, la misma película, el mismo laboratorio y el formato 6×6. Siempre procuré no hacer reencuadres ni usar flash ni trípode. Todo era manual. Eso me dio un lenguaje muy identificativo.
“Soy muy exigente con que la gente no se deje llevar por las modas porque creo que la moda la debe crear uno mismo.
En fotografía eso es dificilísimo”
Ha dicho: “Cuando uno ya no cuenta los años sino las fotos que le quedan por hacer, su memoria empieza a recordar aquellos instantes personales que le hubiera gustado detener”. ¿Cuántas fotos le quedan por hacer? Las mejores. Sigo haciendo fotos. Me estoy reservando unas ampliaciones de 30×40 que voy guardando para no sé…, para cuando me falle no solamente la memoria, que ya me está fallando, sino también las fuerzas físicas. Quiero irme acompañado por las últimas cosas que he visto. Cuando consigo la imagen que quiero, la guardo en la caja para la posteridad, para decir que hasta última hora seguí fotografiando.
Es el primer fotógrafo español con museo propio (en Olula del Río, Almería). ¿Le habría gustado otro lugar? Me hubiera gustado un sitio que pudiera ser más visitado, pero tuve una opción del museo del pintor Andrés García Ibáñez. Después se hizo una fundación con Cosentino, y además Antonio López y yo nos metimos en el proyecto. No creas que me endiosé ni nada de eso…, lo encuentro natural. Las cosas me han ido bien, mejor tener un museo que no un mausoleo.
¿Se siente reconocido ahora? Has dicho bien la palabra “ahora”. He estado mucho tiempo en la sombra. En el Grupo Afal, si bien era el redactor jefe, mi obra apenas era conocida. El libro de La Chanca tardó en publicarse 20 años y lo hizo sin difusión nacional. A los pocos fotógrafos que les llegó y eran honestos dijeron que aquel reportaje de los cincuenta era una narración por imágenes al estilo de Life en América, y sirvió de base a la fotografía española de reportaje, fue un hito grande. Mi trabajo de La playa, en color, geografía de la carne con un sentido irónico, mediterráneo, no tuvo resonancia hasta que no me reconocieron en Francia y EE UU. Todo ha sido muy lento. Ahora de pronto ha habido una eclosión. ¿Qué ha pasado? Que he dejado muchos cadáveres, no en el sentido peyorativo, sino que de mi grupo han desaparecido seis y ahora me quedan Masats, Pomés…
¿Cómo encaja las pérdidas? Con un sentimiento de amistad.
“Cuando las fotos de La Chanca de Almería se exhibieron en París,
el régimen se preocupó por la imagen de España. Prefería los castillos de Ortiz Echagüe”
Escribió algo precioso en este periódico cuando falleció Maspons: “Oriol se va de vacaciones”. Sí. Con Oriol he mantenido más amistad. Oriol me escribía un día sí, un día no, grandes cartas manuscritas en papel cebolla. Toda esa correspondencia que he guardado es la que he donado al Museo Reina Sofía.
Si repasamos su carrera, vemos que el hilo conductor es que no hay hilo conductor. ¿Tiene aversión a la repetición? Yo tengo el ojo muy abierto a todo lo que se hace desde el punto de vista conceptual o técnico. Soy muy exigente con que la gente no se deje llevar por las modas porque creo que la moda la debe crear uno mismo. Yo trato de que los jóvenes busquen su voz propia. En fotografía eso es dificilísimo.
Cada uno de sus proyectos parece de un autor distinto. El fotógrafo tiene que estar muy atento a las provocaciones visuales de la sociedad. Hice lo del tren porque tenía que ir dos veces al mes a Granada cuando me hicieron académico y me aburría. El proyecto de Mi sombra y yo surgió de una conversación con un amigo millonario al que encontré comprando cupones de la ONCE. Se acababa de separar y se había quedado sin liquidez, pero acabó diciendo: “Mientras yo vea proyectada mi sombra es que estoy vivo”. Recordé que mi sombra se había proyectado muchas veces sobre mis fotos y que fotógrafos como [Ferdinando] Scianna la habían utilizado. Me planteé proyectar mi sombra y dejar un rastro de que estaba vivo, porque cuando yo estuviera yacente, en horizontal, ya no tendría sombra.
¿Cómo se lleva con el hecho de la muerte? Me preocupan nada más las postrimerías de la muerte, la inmovilidad… Si la muerte es súbita no me preocupa. Me preocupa sufrirla anticipadamente.
Se inicia en la fotografía en una buhardilla. No se me ocurre un lugar más mágico para descubrir la alquimia fotográfica. ¿Lo vivió así? Sí. La casa de la calle del Minero tenía dos plantas y una buhardilla. Ahí se metía mi padre, que era un manitas. Sobre un banco de carpintero colocó una ampliadora y cubetas para el revelado. Cuando aparecía la imagen en el papel, aquello era mágico, poético. Me sentí contagiado por ese milagro.
¿Cómo era la Almería de los años cuarenta? Muy cerrada, muy estrecha. La separación que había entre hombre y mujer era feroz. En los bailes del casino había un tío que se dedicaba a separar a las parejas que se juntaban demasiado.
Almería era una ciudad atrasada, pero le llegaron publicaciones internacionales que le influyeron. Muy pocas. Algunos ejemplares del Life y un catálogo del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Recortaba pinturas e imágenes y me hacía carpetas. Me di cuenta de que la fotografía podía tener una trascendencia social y cultural. Se hizo la Agrupación Fotográfica Almeriense (Afal), y conecté con José María Artero, catedrático de Ciencias, muy relacionado con gente de la cultura en Madrid. De pronto nos encontramos al mando de aquella agrupación, que era una asociación como podría ser la dedicada a la cría de canarios, y hablamos de sacar una revista. Hicimos un manifiesto afirmando que la fotografía era el arte de nuestro tiempo, tuvimos la feliz idea de conectar con fotógrafos inconformistas de otros sitios y se formó un núcleo con los mejores de la época.
La lista de Afal es la historia reciente de la fotografía española: Maspons, Terré, Masats, Miserachs, Pomés, Cualladó… ¿Cómo convivían estos egos? A través de correspondencia y de mucha mano izquierda. Con Masats tuve un enfrentamiento y con Cualladó también. Oriol era un hombre entregado a la causa, pero muy especial. Físicamente no tuvimos más que un par de encuentros en Barcelona y otros dos en Madrid. José María Artero era mejor persona que yo. Yo era el duro y él era el blando. Pero en Afal yo no hubiera sido nadie sin él, ni José María hubiera sido nadie sin mí. El milagro de Afal, como decía Leopoldo Pomés, no hubiera sido posible sin ese tándem entre uno que sabía de fotografía y otro que sabía de relaciones.
Afal dura siete años. Ha dicho alguna vez que las revoluciones tienen que morir jóvenes. Con Afal nos entrampamos, la distribución se llevaba el 40%… A nadie se le pagó, todas las colaboraciones eran altruistas. Llegó un momento en que era un abuso. Ya llevábamos 36 números, corríamos el riesgo de repetirnos. José María quería continuar y abrirla, pero yo dije que la revista tenía que morir con dignidad y que lo mejor era una eutanasia. En el último número publicamos una esquela comunicando la defunción de Afal. Tuvimos un reconocimiento sensacional, hasta de La Codorniz.
En esa época retrata La Chanca, muy interesante en lo urbanístico y muy pobre en lo social. ¿Cómo evita que le vean como un intruso? Entrando poco a poco y haciendo amistad con el patriarca gitano. Y después me hice invisible. Era como uno de ellos. Tampoco iba yo vestido como van ahora algunos fotógrafos, como cazadores de leones en África. Lo que procuraba siempre era hacer el retrato sin que me posaran. Yo cogía los momentos esenciales.
¿Y El entierro le salió al encuentro? Una mañana se me acercó un hombre y me dijo que me esperaban. Al cruzar el umbral vi un ataúd, mujeres llorando y niños. Hice fotos con la luz de una vela, con lo que había. Al cabo de unas semanas, se presentaron en el banco los hijos del muerto reclamando las fotografías para enviar a Barcelona. Averigüé que habían encargado el retrato en un estudio, que supongo que le daría miedo ir a La Chanca, y lo confundieron conmigo.
Esas fotos se exponen en París pero no se ven en España hasta 2011. Yo no podía pasar en la frontera esas imágenes contrarias al régimen. Pasé los clichés a través de la valija diplomática de una señora y finalmente se perdieron. Afortunadamente tenía las pruebas de contacto. Al cabo de 30 o 40 años un compañero se ofreció a hacer una reproducción. Cuando esas fotos de La Chanca de Almería se exhibieron en París, el régimen se preocupó mucho por la imagen que se ofrecía de España. Prefería los castillos de Ortiz Echagüe.
¿Se sintió coartado por la dictadura? Por supuesto. Todo lo publicado en Afal tenía que llevar el sello de la Oficina de Información y Turismo de Almería. Cuando no tenían capacidad lo mandaban a la censura en Madrid.
No pudo trabajar de profesor en la Escuela de Artes y Oficios tras este informe del Gobierno Civil: “No se tiene conocimiento de que desarrolle actividades políticas contrarias al régimen, aunque no se le considera afecto al mismo, sino más bien de tendencia liberal”. A mí me había denunciado alguien después de haberme visto haciendo una foto de una casa sindical de la que salía un niño casi desnudo y en la que se leía esta frase de Franco: “Yo haré que la luz y el sol entre en todos los lugares españoles”. Tuve que ir a la comisaría y estuve allí dos días. El policía me dijo: “De esta te has escapado, pero ya te pillaré”.
Trabajó casi 30 años en el Banco Santander. ¿Le frustraba dedicarse a algo alimenticio? No, no. Yo utilizaba las vacaciones para hacer fotografías para Turespaña. Lo que sacaba por aquello en algún momento representó más de lo que ganaba todo el año en el banco. No fue muy traumático. Yo era subdirector y aquí venían directores con los que hacía un pacto. Les explicaba que no iba a erosionarles su cargo, y que quería cambiar mis conocimientos por tiempo libre. Era de las pocas provincias donde no había contenciosos por deudas.
Ahora empiezan a lamentarse los excesos del turismo de masas. En su serie La playa ya existía esa crítica. En aquellas fechas las playas de Almería eran paradisiacas. Nos bañábamos en pelotas en la zona de Levante unos cuantos. Después de hacerse el aeropuerto hubo esa invasión de cuerpos varados en la arena que me llamó mucho la atención. En el fondo pienso que yo también he contribuido a esa masificación con mis fotos. La playa fue una ironía. Pensaba que estaba dentro de lo kitsch, entroncaba con las corrientes hiperrealistas del pop, pero cuando lo hice no tenía conciencia de eso.
¿Sigue habiendo espacio para la fotografía como usted la concibe? Conforme avancen los procesos tecnológicos, se reconocerá más la fotografía de autor. Quizás la historia del arte hablará de una época de fotografía analógica y otra digital. Muchos jóvenes están volviendo al laboratorio y a los líquidos. Se dan cuenta de que se individualizan más. Si vas a la calle, todos están haciendo fotos. El creador quiere ser otro. Una forma es volver a las cosas más primitivas.
¿Cuántos selfies ha hecho? Ninguno.
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