Adiós a los Castro
El sueño de la normalización en Cuba ha durado poco. Ante el dilema de conservar todo el poder o ceder una parte, para evitar una fractura dramática, Raúl no se diferenció mucho de su hermano y eligió el control absoluto
Uno impulsivo y otro pragmático, uno carismático y el otro carente de cualquier magnetismo, los hermanos Fidel y Raúl Castro han dejado su apellido marcado a sangre y fuego en la historia cubana de los últimos sesenta años. Esta semana el relevo generacional llama a la puerta del poderoso clan familiar que planea salir del foco central pero no alejarse demasiado del poder.
Otros artículos del autor
Hubo un tiempo en que los niños cubanos calculábamos la edad que tendríamos cuando llegara el nuevo siglo. Imaginábamos convertirnos en adultos en un milenio teñido con el rojo de la bandera comunista, donde no circulaban el dinero ni la miseria. Sin embargo, el muro de Berlín cayó, la ilusión estalló en mil pedazos y nuestra aritmética personal pasó a contar los años que íbamos a tener cuando cayera el castrismo.
Ese día ha llegado, pero no como pensábamos. En lugar de un épico derrocamiento con la gente en las calles enarbolando banderas, al régimen cubano le ha tocado irse destiñendo como una vieja fotografía: sin gracia ni romance. Ese proceso comenzó hace doce años cuando Fidel Castro enfermó y transmitió el mando del país, por vía sanguínea, a su hermano menor.
A Raúl Castro le tocó lidiar con la compleja herencia recibida. Una nación en números rojos, con una creciente apatía ciudadana, un éxodo que desmentía el supuesto paraíso socialista que narraba la propaganda oficial, un entramado de prohibiciones que hacían la vida cotidiana asfixiante y una deficiente institucionalidad que languidecía bajo los caprichos del Comandante en Jefe.
El menor de los Castro tendrá que construir su legitimidad sobre los resultados de su gestión
“Sin prisa pero sin pausa” fue el lema elegido por el raulismo para tratar de arreglar algunos de aquellos entuertos. El General llegó a ganarse el irónico calificativo de “revolucionario paulatino” porque ante la mayoría de los acuciantes problemas se mostró más con el estilo de un cauteloso y rancio conservador que con el ímpetu de un antiguo guerrillero.
Lo primero que hizo fue desmantelar el fidelismo, ese sistema personalista que su hermano edificó a su imagen y semejanza: caprichoso, violento, numantino y vocinglero. Sin dejar de apretar la mano represiva, el hermano segundón puso fin a varias “prohibiciones absurdas”, como las llamó entonces, que hacían más visibles y rígidos los barrotes de la jaula nacional.
Orientado en la dirección correcta, pero con una velocidad de quelonio y una profundidad epidérmica, Castro II autorizó la compraventa de viviendas, paralizada por décadas; permitió que los nacionales pudieran contratar una línea de telefonía celular, hasta entonces un privilegio del que solo disfrutaban los extranjeros; y lanzó una reforma migratoria en la isla-cárcel.
De su mano se impulsó el sector privado, bajo el eufemismo de trabajo por cuenta propia; el país se abrió a la inversión extranjera y se entregaron en usufructo miles de hectáreas de tierra que llevaban años improductivas. Incluso se redujeron los actos ideológicos públicos, se sepultaron las campañas políticas masivas a las que su hermano fue adicto y se impulsó un proceso de contraloría para tratar de atajar el despilfarro, la corrupción y la ineficiencia en las empresas estatales.
En esos años, entre julio de 2006 y enero de 2013, Raúl Castro gastó todo su capital político, agotó un programa de Gobierno que tenía límites muy claros: mantener el sistema socialista, evitar a toda costa que aumentaran las desigualdades sociales y taponar cualquier intento de pluralidad política.
Cuando el raulismo empezaba a languidecer, llegó el 17 de diciembre de 2014 la noticia del deshielo diplomático entre la Casa Blanca y la Plaza de la Revolución. Por casi tres años el mundo creyó que el “problema Cuba” estaba resuelto cuando vio a Chanel desfilar en el paseo del Prado, a Madonna bailar en un restaurante habanero y a la familia Kardashian pasear en un viejo auto por la Isla.
Pero el sueño de la normalización duró poco. Raúl Castro tuvo miedo de perder el control y no correspondió a las medidas tomadas por Barack Obama con la necesaria contraparte desde la Isla. Tras la visita oficial del presidente estadounidense los medios oficialistas arreciaron las críticas contra Washington, y la luna de miel terminó. Un divorcio que se sentenció con la llegada a la presidencia de Donald Trump.
Temeroso del animal de mil cabezas que había desatado con sus reformas —el capitalismo—, Castro echó atrás o paralizó varias de las flexibilizaciones que le habían valido el calificativo de “reformista”. Desde agosto del pasado año la mayoría de las licencias para el sector privado están paralizadas, las prohibiciones de viaje decretadas contra los opositores han aumentado en los últimos meses y el discurso oficial ha enfilado sus críticas contra los emprendedores locales.
El sucesor hereda un país en crisis y una sociedad desanimada; a él le toca acabar con la dualidad monetaria y profundizar las reformas económicas
El octogenario gobernante no pudo resolver dos de los mayores problemas: unificar las dos monedas que circulan en la isla y aumentar los salarios ínfimos que recibe la mayoría de la población. Tampoco logró frenar el éxodo de cubanos, ni aplicar políticas que elevaran de manera efectiva la natalidad, un problema serio para una nación que se espera sea el noveno país más envejecido del mundo en 2050. Tampoco alcanzó a sanear el sector estatal corroído por la corrupción y la falta de eficiencia.
Sin embargo, el mayor fracaso del General en los diez años de sus dos mandatos fue su incapacidad de impulsar las necesarias reformas políticas para que el relevo generacional reciba una casa más ordenada. Ante el dilema de conservar todo el poder o ceder una parte, para evitar una fractura dramática en el futuro, el menor de los Castro no se diferenció mucho de su hermano y eligió el control absoluto.
Sabe que, aunque ha planificado metódicamente la sucesión y elegido a un heredero dócil y manejable como el primer vicepresidente Miguel Díaz-Canel, al sistema personalista que heredó de su hermano no le sienta nada bien la división de responsabilidades.
Mientras mantiene el control sobre el Partido Comunista, al que la Constitución consagra como fuerza dirigente del país, Castro podrá vigilar a este tecnócrata crecido a su sombra y consciente de que cualquier intento de autonomía podría significar su caída. Pero el viejo guerrillero sabe también que el final de su vida está cerca y que los benjamines se vuelven impredecibles cuando el mentor ya no respira.
El sucesor hereda un país en crisis y una sociedad desanimada, un contexto internacional desfavorable, cuyas señales más claras son el cambio de rumbo ideológico en América Latina y el rechazo casi unánime a su aliado venezolano, Nicolás Maduro. Le toca acabar con la dualidad monetaria, profundizar las reformas económicas para convencer a los inversionistas y ampliar el sector privado.
A diferencia de sus antecesores, no participó en la gesta bélica de la Sierra Maestra ni en el asalto al cuartel Moncada. Tendrá que construir su legitimidad sobre los resultados de su gestión y la realización de una reforma política real y amplia. El mito terminó y la generación histórica, que se impuso con el terror y el carisma, tiene los días contados.
La era Castro concluye y aquellos niños de antaño estamos en la madurez de nuestras vidas. Muchos quedaron en el camino sin conocer otro sistema. Por estos días volvemos a retomar las aritméticas personales: ¿qué edad tendremos cuando Cuba sea realmente libre?
Yoani Sánchez es periodista cubana y directora del diario digital 14ymedio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.