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Mi hija quiere presentarse a Operación Triunfo

CUANDO EN ESTE mes de julio mi hija decidió presentarse al casting de Operación Triunfo 2018, entré en YouTube y en menos de una semana me puse al día: escuché cantar a Miriam, Amaya, Ana, Alfred y Aitana, y me tragué todas sus peripecias, salvo un vídeo que se titula Cena con los familiares. Se supone que es muy emotivo, pero yo no pude pasar del minuto 11 y 39 segundos.

Cena con los familiares recoge una visita sorpresa de padres y novios a la academia. La sobreactuación de los finalistas, su falsa naturalidad y la evidente consciencia que tienen todos ellos de ser jóvenes entusiastas y encantadores me expulsa de esa orgía de ñoñería insincera. Los padres, las madres y los novios están algo más contenidos, pero incluso a ellos les resulta difícil olvidar que cuando hablan como si estuvieran en la intimidad llevan un emisor inalámbrico colgando del cinturón. Se dirigen a la hija o a la novia, pero nos hablan a los espectadores: para nosotros abren sus piernas emocionales y exhiben su privacidad con una impudicia tal que a su lado el porno parece una película de Marisol.

Lalalimola

Mientras lo veía, pensaba que yo no podría participar en algo así, y que debería decírselo a mi hija, por si la seleccionaban y tenía que hacerse pasar por huérfana. Me preguntaba qué harían en mi lugar las grandes figuras de las letras españolas. ¿Qué harían por ejemplo Félix de Azúa o Sánchez Ferlosio si tuvieran una nieta finalista?

¿Aceptarían, como hacen los familiares de Amaya, Alfred y compañía, colocarse alrededor de un piano y cantar en comunión el sobrecogedor himno de Operación Triunfo?

Lalalimola

Como el casting empezaba a las diez de la mañana y mi hija había pensado llegar a las ocho para que el madrugón no le estropeara la voz, decidí levantarme temprano, dejarle una nota y salir a coger sitio. A las seis de la mañana había 20 personas por delante de mí en la cola. Me dio la vez un señor de los que llevan la agenda y el bolígrafo en el bolsillo de la camisa. Su mujer y su hija esperaban sentadas en el suelo, y yo hice lo mismo después de intercambiar con él unas cuantas impresiones de padres. Como faltaban cuatro horas, saqué la tableta y aproveché para contestar correos atrasados.

Ella también había depositado en aquel ‘casting’ sus esperanzas de redención

Al verme con un ordenador sobre las rodillas, otro señor, este con pantalones cortos, chancletas y uno de esos barrigones que dejan al vuelo el faldón delantero de la camisa algo entallada, se acercó a mí y me tendió su DNI. Para coger sitio, me dijo. Le expliqué que yo no era de la organización, sino el último padre de la fila. Se disculpó, se colocó detrás de mí y empezó a pegar la hebra con el de la agenda en el pecho. Mirándolos desde abajo, me resultó fácil imaginarnos a los tres cogidos de las manos alrededor de un piano, cantando junto a nuestras hijas el himno de Operación Triunfo.

Lalalimola

Cuando llegó la mía, el equipo de producción ya había empezado a montar los tres pequeños escenarios por donde irían pasando los aspirantes, que a esa hora eran más de 200. Aunque trataba de aparentar normalidad, mi hija esbozaba una sonrisa tensa que delataba su nerviosismo. Como todos los jóvenes que estaban allí, ella también había depositado en aquel casting sus esperanzas de redención. Todos ellos, que empezaban a hacer gorgoritos para calentar la voz y se daban consejos y ánimos los unos a los otros, habían ensayado como ella durante horas y horas la canción que estaban a punto de interpretar y se habían visto a sí mismos como la nueva Amaya o el nuevo Alfred sobreactuando en la academia.

Lalalimola

A las diez en punto entraron los tres primeros. Cantaron cada uno delante de un juez diferente, dos hombres y una mujer de rostro impenetrable. Al término de las interpretaciones, los tres dijeron muchas gracias y dieron paso a los siguientes. Ninguno de los 20 que pasaron por delante de nosotros resultó elegido. El gesto de resignación con que se bajaban de la tarima no ocultaba el apagón de su ánimo al constatar que no eran dignos de entrar en la operación del triunfo.

A las 10.30 cantó mi hija, y mientras lo hacía me pareció ver una grieta de complacencia en la inexpresividad pétrea del juez que le había tocado en suerte. Pero debió de ser una imaginación mía, porque cuando ella terminó él le dio las gracias, y eso fue todo.

Salí a su encuentro sabiendo que en esas circunstancias no hay consuelo posible. Pero en ese momento yo habría sido capaz de cualquier cosa con tal de borrar la decepción de aquella mirada: me habría comprometido a participar en la cena de los familiares y a emocionarme en primer plano con un rótulo sobreimpresionado que dijera quién soy: “Antonio Orejudo, padre”.

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