Mi gran noche
El no lo sabía, pero esa noche iba a ser la noche. Mi noche, no la suya, pero ese no era mi problema, porque esa noche era yo la protagonista de mi propia película. Yo la que mandaba. Yo la que elegía. Yo la que llevaba los pantalones, aunque me hubiese puesto una falda que me hacía culo y caderas y cintura, y ya podía hacérmelos bien hechos, por el dineral que me había costado el dichoso pingo. La ocasión lo merecía. Esa noche era yo la que había decidido quitarse las telarañas después del divorcio y él, pobre iluso, era solo el agente señalado para ejecutar tan peliaguda misión sin saberlo. Un hombre objeto, sí, qué pasa, no sería ni el primero ni el último. Pero esa sí iba a ser mi primera segunda vez después de varios lustros de matrimonio, y en esta ocasión, todo iba a ser a mi gusto.
Quedamos en tierra de nadie. Un centro comercial de esos donde nadie conoce a nadie
Después de unos meses lamiéndome las heridas, otros tantos recomponiendo mis añicos, y otros, no pocos, de exceso de expectativas que no acababan de cumplirse nunca, había resuelto pasar a la acción y dar yo misma el paso sin esperar a que alguien lo diera por mí, como había hecho toda mi vida. La gente está muy equivocada al respecto. Te ven tan sobrada y tan soberbia y tan autosuficiente de cara a la galería que creen que una doña como tú, una vez oficialmente de vuelta al mercado, se los tiene que quitar de encima a manotazos. A los señores, digo. Nada más lejos.
A ciertas edades, en ciertos círculos, con cierto umbral de exigencia, aunque sea ínfimo, no siempre hay un roto para según qué descosidas. Vamos, que los que querrías que te entraran no te entran ni queriendo y los que te entran no querrías ni tocarlos con un palo. Alguien, algún día, en alguna universidad pija, escribirá el estudio definitivo sobre por qué las mujeres más fuertes y capaces y valoradas por los otros son las más frágiles e inseguras y las que menos se valoran a sí mismas. Pero conmigo que no cuenten. Esa noche era mi noche y me sentía la más empoderada del planeta.
Con él había llevado yo siempre las riendas. El nota me había entrado en Twitter un viernes tonto como tantos otros —que si qué lista, que si qué guapa, que si qué bueno lo mío—, con la diferencia de que este me encontró en el momento justo en el que yo andaba buscando un aquí te pillo, aquí te mato y si te he visto, no me acuerdo. El tipo tenía la dosis justa de rapidez de reflejos, gracia retrechera y chulería de machito ibérico que nos resulta a la vez tan irritante y tan irresistible a tantas que vamos de feministas de toda la vida. Tanto, que bajé la guardia, empecé a seguirle, y fue hecho y dicho, oye. Cero coma tardó el prenda en mandarme un privado y comenzar lo que él creía que era mi acoso y derribo y yo creía que era comer de mi mano. De los tuits pasamos a los DM y de los DM a los whatsapps cada vez más tórridos en un crescendo que solo podía terminar de dos formas. O muriendo de calentura o rematando la faena. Fui yo la que, aprovechando el fin de semana sin niños, eligió la segunda. Así que esa noche iba a ser mi noche y él no lo sabía.
Quedamos en tierra de nadie. Un centro comercial de esos donde nadie conoce a nadie y si te conocen te niegan, por si había que salir huyendo. No fue el caso. Tardé un nanosegundo en decidir, al verle la jeta y el porte en vivo, seguir adelante con los faroles. Al primer gin-tonic me habían quedado claras un par de cosas. Una: había agua de sobra en esa piscina para no desnucarme. Y dos: estaba a la temperatura justa para tirarme de cabeza. No sé cómo funciona el termostato en la otra acera. Sé cómo se activa el mío. Mientras él disertaba sobre su problemática en concreto: no sé, la Bolsa, la vida, la transformación digital y tal de su chiringo, y me miraba a los ojos, al escote y a la boca, no necesariamente por ese orden, yo hacía como que le escuchaba interesadísima y me imaginaba hundiendo la nariz y los colmillos en el hueco exacto donde se le moría el cuello y le nacía el hombro como primera aproximación de posturas. Mira, el mercurio no sé, pero del sofoco se me dilataron las pupilas y lo veía todo triple. Estaba decidido. Ese tipo era mi tipo, esa noche era mi noche, con un poco de suerte también la suya y, oye, quién te dice a ti que no acabáramos enamorándonos y envejeciendo juntos: cuántas parejas se han conocido en las redes sociales y son tan felices, por qué iba yo a ser siempre la rara.
Así que lo vi cristalino. Le dije que le invitaba a una copa en casa, fui al baño a comprobar que todo estaba en su sitio bajo la falda de 200 pavos mientras él se hacía cargo de la cuenta, que el empoderamiento no está reñido con la galantería, y volví haciendo planes de nuestras próximas vacaciones en Zanzíbar, que está súper de moda. Cuando llegué a la mesa no había ni rastro de mi prometido. Nadie le había visto, su nombre no era su nombre, me había bloqueado en Twitter, su móvil no correspondía a ningún abonado y la nota ascendía a 30 euritos por dos ginebras Premium, si me va abonando se lo agradezco, que estamos recogiendo, señora. Sobre el estado de mis telarañas no haré comentarios. Solo diré que al hombre objeto aún lo estoy esperando.
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